
lunes, 27 de diciembre de 2010
Emergencia

domingo, 26 de diciembre de 2010
Navidad feliz
"La foto de familia es un encanto. Los nenes no sólo son guapos, sino que lucen su infancia con un gesto divertido. Y tú estás encantadora: pelo arreglado y recogido resaltando esos ojos, piel tersa, boquita pintada, sonrisa… para soñar. Y el puto canalillo. Para rabiar."
¿Por qué esforzarse? El amigo soltero de mi cuñado (su sosia, con el que tiene un extraño pacto de hermandad elegida que nos toca las narices) siempre viene rijoso a la cena de Navidad, es un dolor, tiene el don de la palabra si hablar, hablar, hablar y no tener ni idea de conversar puede calificarse de garbo, a mí me parece una gran desmaña; pero él se lo cree y los demás alimentan su vanidad, aunque yo sostengo que de boquilla (expresión que siempre rescato del campo semántico de la mentira porque me parece un ejemplo de cómo el vocabulario puede ser también coqueto).
Estaba yo con mi cara de Marilyn aguantando al plasta del chicharra (que será como a partir de ahora me voy a referir al individuo en cuestión cotorra que no calla) cuando suena el timbre anunciando la llegada, con retraso, como siempre, de mi otro hermano y su esposa (futura presa del parlanchín y sus modos soeces). Mi madre corre al espejo a comprobar que está guapa y que no se le ha corrido el rímel "¿Huelo a comida, nena, huelo a comida? No mamá (que no me pille en el renuncio) hueles a rosas y mariposas. Ay, mi niña que no crece", (y es verdad que no crezco, no a lo largo, porque con estos encuentros pantagruélicos no sé yo, no sé yo si se me aparecerá la gordita que tengo anestesiada aunque ella y yo sabemos que solo, sin tilde, Blecua, sin tilde, aletargada encerrada en mis adentros). Y abro la puerta y mi madre con un timbre impostado (pero qué narices es Navidad: la impostura podría ser hiperónimo de todos nuestros actos) quebrada la voz exclama "Mi hijo, su esposa, qué bellos". Y empieza el palique: "Tú más, no, no tú, qué dices, el tráfico,
Me agarro a la primera copa de cava. "Tú empiezas por lo gordo, eh, para qué le vas a dar al Rioja", me suelta el chicharra.
-¿Sabes lo que es una obra apócrifa?
-Ay, qué cosas dices, ya sabes que tú me pones sin más no necesitas soltarme guarradas.
Bebo y largo pasillo arriba (en toda casa materna que se precie tiene que haber un inmenso pasillo), no sea que se me escape la mano o peor aún la lengua y la tengamos nada más empezar. ¿Pero cómo se habrá malquistado este plasta en nuestras cenas navideñas? Sigo con la copa. Y llega la madre del novio de la mía con su novio (mi familia es de nuevo cuño, de esas que topicalizan las marcas de coches para vender sus monovolúmenes; y es que, curiosamente, la alternativa familiar ha empezado por detrás, es decir, la primera que tuvo dos maridos fue mi abuela, luego mi madre y luego la suegra de mi madre; no se me líen). Antonio es un encanto, pero siempre está en otra historia, yo le pregunto por su bisnieto y él me contesta que no es época de fresas pero sí de calabazas. Desde luego podría ser un buen informante para una obra de teatro del absurdo. Es igual que el rey Melchor así que mis hijos se dedican toda la cena a pedirle regalos. Y él sostiene, mientras tanto, que el cambio climático no acaba de llegar por mucho que él lo esté esperando: "Un Torremolinos pero en San Lorenzo, sería la leche. Comed polvorones, niños, comed que luego la sanidad privada y sus seguros os lo van a impedir: malditos mercaderes".
Empiezan los platos y las llamadas telefónicas, no falla. Y mi madre como un yoyo, arriba y abajo. Me doy a la segunda copa. El jamón ibérico exquisito, los langostinos a la plancha del novio de mi madre ni os cuento, la sopa de marisco no la pruebo y ella, mi progenitora, me mira encallada en el odio tamizado por el chantaje emocional: "Ni siquiera puedes hacer esto por mí, yo que nada te pido". Sonrío y voy por la tercera copa, eso sí, tuve la prudencia de sentarme en la esquina opuesta al chicharra que ha pillado por banda a mi padrastro, ¿habrá un tercer matrimonio en mi familia? Porque este año, como somos más, se han traído de Ikea una auxiliar que si te levantas tú se le viene todo encima al de enfrente. Pero estaba de oferta: la crisis, ya saben.
Y pasamos al cordero. Palabras mayores. "Hija no estarás embarazada que tú cuando comes así siempre llevas bollito en el vientre". Y a mí maldita la gracia que me hace la glosa pero sigo con el cava y el rostro de Marilyn. El turrón se me pega en lo concupiscible, nos lo envían de Barcelona todos los años y aunque no pueda confesarlo es lo mejor del encuentro. Y entonces los brindis, el café, los buenos propósitos y los deseos para el año que asoma. A mí me parece que tengo una ristra de hijos en lugar de dos pero es que las burbujas empiezan a provocar su efecto y a mi vista todo se multiplica y polariza: "Sed prolíficos y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla". Momento de epifanía: Dios debió de haber bebido cava, como yo.
-¿Echamos un Trivial?
El marido de mi madre con su mandil de sevillana escucha pacientemente a su padrastro y me sonríe, creo que están poniéndose de acuerdo en si el tiburón es el animal mejor dotado ¿uno o dos penes? y claro, el salido de turno ya tiene excusa para hablar de sus últimas conquistas y mi cuñada abogada saca el tema de los divorcios y la otra cuñada asiente y hace preguntas extrañas con expresiones que dan miedo (custodia compartida, régimen de visitas, pensión alimenticia…), es que yo creo que siempre estuvo enamorada de mi otro hermano, sí el que se casó con la abogada, y mi abuela y mi madre y la madre del novio de la mía tocando madera que ellas de esto saben un rato y mi hermano que quiere ver el vídeo del último Barça―Madrid para ejercitarse en lo pendenciero (la mitad son de un equipo, la mitad del otro) y mi abuela en la terraza fumando con su nieto político, mi costilla, participando de la polémica de los fumadores y la libertad de cada uno para elegir sus vicios y de qué morir…
Y yo que ya no sé cuántas, no copas sino botellas, de cava llevo en los previos a los regalos (que esa es otra historia) me peleo con la gorda que me habita, ella dice que va a salir y yo que ni te menees que ya me pondré a dieta mañana que te vas a empachar de piña y pescadito cocido, cuando mi madre me coge por banda y me dice, "Nena, mañana repetimos que ha sobrado mucha comida y haré canelones, como cada 26 de diciembre, que por algo somos barcelones; tú, mamá, tú, pero el resto queremos volver a nuestra vida. Qué vida, qué vida, tú tienes que crecer y tus hermanos seguir tan guapos".
¿Qué vida? Sin saberlo esta mujer ha dado en el clavo. Y como en los cuadros de Hopper toda luz se tamiza.
Y entonces pienso en esa escena de Love actually donde mi admirado Colin Firth de la que entra a su casa familiar con los regalos y ve lo que ve, lo posa todo en el suelo y dice que se larga. Y lo formidable es que lo hace y coge un avión en Navidad y se planta a buscar a su amor y le pide que se case con ella en una lengua recién aprendida. Al principio de la cinta no se entienden uno en inglés y la otra en portugués. Y lo más increíble (vale, vale, es una película) es que él no solo llega en un día sin problemas en los aeropuertos ni con bajas de los controladores aéreos sino que ella dice sí en la lengua de él (o sea, yes) y parecen felices (a ver si el acierto conyugal se encuentra en el mito de Babel, hummm, voy a estudiarlo).
Como ya están todos peleándose al Trivial (ganó sobre el fútbol, todavía hay esperanza) y el rijoso colgado a una línea caliente gritándole al móvil que qué nalgas de pétalos ni qué ocho cuartos, que si eso es una línea erótica o poética, y la dueña de la casa y de la familia y de la agenda con la Termomix para el relleno de San Esteban, salgo de puntillas y danto tumbos por la puerta y me apetece retar a la gorda que me habita si es capaz de dejar la botella, golpear una de las carísimas copas de la cristalería centroeuropea de mi madre a beneficio del silencio de los presentes y gritar que no los aguanta más, que se larga, que le queda una vida entera para ser ella misma y que deserta de todos sus avatares: razón, ser feliz. ¿Hay otra?
Porque es Navidad. ¿O no?
viernes, 17 de diciembre de 2010
La ye o y griega (i griega, en fin)
de que los ha unido un sentimiento repentino.
Es hermosa esa seguridad,
pero la inseguridad es más hermosa.
Imaginan que como antes no se conocían
no había sucedido nada entre ellos.
Pero ¿qué decir de las calles, las escaleras, los pasillos
en los que hace tiempo podrían haberse cruzado?
Me gustaría preguntarles
si no recuerdan
-quizá un encuentro frente a frente
alguna vez en una puerta giratoria,
o algún "lo siento"
o el sonido de "se ha equivocado" en el teléfono-,
pero conozco su respuesta.
No recuerdan.
Se sorprenderían
de saber que ya hace mucho tiempo
que la casualidad juega con ellos,
una casualidad no del todo preparada
para convertirse en su destino,
que los acercaba y alejaba,
que se interponía en su camino
y que conteniendo la risa
se apartaba a un lado.
Hubo signos, señales,
pero qué hacer si no eran comprensibles.
¿No habrá revoloteado
una hoja de un hombro a otro
hace tres años
o incluso el último martes?
Hubo algo perdido y encontrado.
Quién sabe si alguna pelota
en los matorrales de la infancia.
Hubo picaportes y timbres
en los que un tacto
se sobrepuso a otro tacto.
Maletas, una junto a otra, en una consigna.
Quizá una cierta noche el mismo sueño
desaparecido inmediatamente después de despertar.
Todo principio
no es mas que una continuación,
y el libro de los acontecimientos
se encuentra siempre abierto a la mitad.
Wislawa Szymborska, “Amor a primera vista”
domingo, 12 de diciembre de 2010
Claridad absoluta

Berta dijo que sí. Resulta que su soneto infantil gustó tanto que la directora lo envió al instituto para que se lo publicasen en la revista escolar. Así que la poetisa ingresó en el nuevo centro un año después entre vítores y con un aura que le permitió vivir todo su periplo en Secundaria. Y siguió estirando el lenguaje. Decía Montse que un día leyendo un ejercicio de un alumno sobre el uso de las preposiciones se dio cuenta de que aquel niño escribía sobre Berta: “Metí el estuche en la mochila y empecé a andar”. Como ella. Y que dentro del estuche había lápices unos negros, para la tristeza y otros, de colores, para la alegría. Y que fue convirtiendo su andar en un súcubo que nos voltea cuando la leemos. “¿De qué va la poesía? Pues de la vida, tú me mancas, yo te manco, ello me manca, nosotros nos mancamos…” Qué glosa tan sencilla y tan cierta; la elegancia de lo exacto. De mancar va esto: un verbo difícil de llevar a otra lengua porque en su viaje pierde algas y hebras y nudos. Así que manca. La vida de verdad manca. Y nos hace en luz y en sombra; nos deja huellas: lo enojado, lo doliente, lo luminoso. Cicatrices y estremecimientos.
Como me gustaba tanto escuchar las historias de Berta no aprecié las mejores croquetas de mi ciudad, no le recordé a Vicente lo elegante que lucía aquella noche, ni besé a Cova todo lo que se merece, ni me perdí en el susurrar de revés de Marta, ni pude apreciar, encallada en la mirada de la poeta, las arterias por las que Montse lleva el teatro a sus “guajes y guajas”.
Fui poco leal. De ese modo que lo es una de mis amigas que nunca llama a su pareja por su nombre, sino siempre "amor", así cuando se acuesta con otros, con otras, no corre el riesgo de repetir el último nombre a horcajadas sobre su marido. Sólo "amor". Y dice que se enamora de un hombre, de una mujer, un minuto o dos horas, en ese cierre con que la fascinación se impone, en el viento de los trapecistas; luego, aterriza, fuera de la demencia, soltando los postizos y entrando en casa con la llave en su puerta y oye "¿Ya estás en casa?"
Y responde: "Ya. Ya estoy en casa. Amor".
La lealtad dice uno de los míos se pelea con el egoísmo que la persona necesita para ser feliz y así os va a los leales. Fatalidad ocupa lealtad. Quizá.
A lo que estábamos. Berta. Me gustó probar Perú de su contar, los japoneses de Madrid de su sonido, la lamida de la maternidad, las alas de la edad en forma de lumbalgia. No sabía quién se escondía detrás de un Llámame, ni de las Heridas, ni de las Las naranjas, ni de la Madre que también es un poco la mía. Me habían dicho que era magnética, telúrica, con colores de herrumbre; un frente de luz que como la explosión de pólvora en los fuegos artificiales sigue tras el estallido algodonando los ojos. Ella narra entre versos. Narra de mujer; está blando el dolor, como el vientre. Y blando vuelve. Va y vuelve. Y acaricia, como ciertos malestares que logramos convertir en placeres. Lo humano. Berta se parecía a Iseo Quitatiempos. Se llamaba Leocadia pero de niña de tanto mirar el mundo intentando hacerlo barro para ahuyentar la pena lo ferviente se le iba adosando y le cambiaron su nombre. Iseo se cae, Iseo está en el agua, Iseo ha llenado la bañera de nubes, Iseo no se acuesta, Iseo se ha tragado un mar, Iseo… siempre soñando, Iseo. Y fue creciendo y repetía de noche el rumrum de aquel otro poetapastor “Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío: claridad absoluta”. E Iseo me llevó a Fernando que para curar su pena se encierra en un faro. Luz y mar. Mar y luz.
A veces mientras observo los rostros que se abren en mis adentros trato de llevarlos al cine, de encontrarles parecidos, semejanzas, impresiones; aquelesteotro gesto. Berta e Iseo o Fernando se me revolvieron la noche del viernes, porque ellos no son carne de cine, son otra cosa, yo me entiendo.
Podría decir de su libro pero a Berta hay que leerla. Desde la vida: el aire entra, sale, entra, sale.
Hala: ustedes a eso.
Yo me voy a correr, ahora que la playa está abandonada (todos comen) y el mar no cansa y puedo soñar, silbando Bach, como Iseo-Leocadia o Berta, que soy otras.
miércoles, 8 de diciembre de 2010
Fila 6, butaca 18
-¿Por qué estás tan sombrío?- preguntó Nesvitski, advirtiendo el pálido rostro y los ojos brillantes del príncipe Andréi.
-No hay motivos para alegrarse- replicó Bolkonski.
Tolstói, Guerra y paz
“No tuve ocasión de decirte”, “Salva tus cuentas en vida”, “No pienso morirme”… Decía Uxbal en el vientre de Javier Bardem.
Venía de un puente lluvioso, soso, lleno de tablas de multiplicar, de juegos infantiles que a ellos divierten pero en los que no consigo rescatar a la niña pequeña que en algún lado, pero no estos días, me habita. Fui leona, amamanté, cuidé, enseñé, eduqué, reí, reñí, di culazos y besos multiformes (de oruga, de chinchilla, de oso cavernoso, de mamut, de lamida, de flor y alguno de mandril), me tiré por el suelo, bailé tangos sobre mis rodillas (así mido más o menos como ellos y podemos permitirnos hasta el foxtrot). Leí poco porque tenía ganas de madrear (yo como hacía Umbral, a estas alturas de mi vida me permito mis propios neologismos), a pesar de lo cual a las tres y media de la tarde del miércoles ya tenía ganas de estar un poco a solas conmigo. Mi costilla me llevó al sofá a ver El Dorado, un western de uno de sus directores preferidos Howard Hawks, tras lo cual mi casa estaba tomada por dos minivaqueros: mis hijos pegando tiros con escopetas de pinzas duros, expertos, solitarios y nobles. Dice su padre que es bueno que compensen tanta floritura mental que yo les inoculo (el dibujo, las películas en inglés, Mozart, las obras de teatro, la poesía para niños, el chino o la papiroflexia). Son puntos de vista, no siempre coincidentes. Da igual, a mí esos perdedores, alcoholizados o enfermos, que tienen como bandera la lealtad y la amistad siempre me han encantado. El western en todos sus formatos también.
Y la verdad, me retrotraen a mi cine de primera sesión de sábado compartiendo bocadillo de quesito con mi hermano y la posterior recración de la película con los clis de famobil (actualmente playmobiles a secas). La película acaba bien. Ésta sí.
Vale. Hasta ahí teníamos la fiesta en paz. Y tuve que aguarla. Convencí al amante del western (menudo empolle de diálogos tiene el hombre éste) para irnos a ver la última de Iñárritu, Biutiful. 148 minutos de drama y de un Bardem en estado puro. Iba el de los diálogos renegando, que si la climatología, las malas críticas de Boyero en El País, un fin de puente a las seis y media de la tarde… “Bueno, si no quieres, voy yo”. Yo creo que inflamado de los valores de sus ídolos Wayne y Mitchum o porque a él no le amargaba un dulce salirse a enfriar se dejó ir y allí estábamos los dos, yo en mi butaca de los múltiplos de seis y él a mi vera; cada uno con expectativas claramente diferentes esperando la dosis del mejicano.
Me pasé la mitad de la película llorando. No puedo ver ciertas cosas, no desde que soy madre porque hay una sensibilidad que me nació dentro junto con las placentas y el líquido amniótico que como a Mitchum en la peli de esta tarde no me deja beber ciertas sustancias. No hay una licencia a la belleza de postal, ni una sola.
Y me toca las narices cuando Boyero habla de
También me atrajo la estética, la metástasis como un cúmulo de cucarachas; la infelicidad conyugal como esa primera hormiga roja que entra en una casa dando el aviso de que después llegarán muchas más; las torres reflejadas en los charcos; los lugares emblemáticos de mi amada Barcelona desde la mirada más sucia… Y otras. No voy a descubrirle aquí a nadie la capacidad que tiene Iñárritu para el acierto y la yuxtaposición de imágenes. Los grandes temas y los pequeños. La hipocresía social. Las moralejas (la del tigre, y la del jabugo y el arroz; hasta la del moco negro como prueba de amor). Incluso me convenció la estructura menos complicada que la de anteriores películas del mejicano y en círculo (algo que sin embargo le han criticado, pero es que a mí no me pagan por comentar una película, soy inexperta, una simple aficionada, ergo tengo patente de corso).
Estoy triste. Me han contado una historia oscura. Tan inconsolable como esa realidad que está ahí debajo, donde el miedo y la miseria. Justo ahí al lado.
Qué grande eran Wayne y Mitchum dirigidos por H.Hawks con sus finales justos y medidos; qué maravilla compadecerse con una historia de cine; qué grande Bardem haga lo que haga. Y vaya bolsas con las que voy a ir mañana a dar clase: tendré que contarles a mis alumnos que los ojos que llevo de jueves son por lo mucho de ayer, por lo bello que puede llegar a ser lo triste.
lunes, 6 de diciembre de 2010
Moho
sábado, 4 de diciembre de 2010
Un día de clase cualquiera

Cuando la nieve se hubo marchado yo ya sabía qué clase de hombre era aquel que conducía el coche. Nos vimos atrapados en mitad de lo que nos pareció la nada blanca, rodeados de otros bultos, también mágicos, porque la capa de trapos caídos como serpentines celestiales cubría las formas, las manchaba de irrealidad. Otros mundos. Moon y sus clones. La geometría de las Vanguardias rusas. Entrábamos a primera en el instituto y nos quedaba una hora de viaje.
Allí, detenidos, entre tres o cuatro silencios, brotó cierta confianza.
Me explicó que no recordaba el momento en que inició su voluntariado. Primero niños, luego adolescentes.
Cuantayá, Natalia, Cuantayá.
Así que repasamos el peso de la educación judeocristiana, quién fue el Jesús histórico, el antes y el después de San Pablo, la culpa, la responsabilidad, los venenosos modelos de enamoramiento; el currículo oculto que como un gas respiramos de niños.
Luis es pequeño, fanático rojiblanco, convencido gijonudo; treintañero, nada chinchoso, abonado a la buena vida, a las buenas personas, al buen hacer.
Cuando te cuenta, fija los ojos, muy quietos, en los cristales del coche. Todo en su mirada parece en hilera. Siempre me han gustado los hombres que se labran su destino. Enseguida lo distinguí como uno de esos.
Arranca el coche. Masticamos las palabras que arrastran otras.
―Estoy leyendo Ana Karenina.
―¿Ah sí?
― Tú sabrás.
No recordaba que le había hablado de Tolstói en una de esas conversaciones apuradas, de trámite, entre desconocidos; algo así como "Vivo aquí y leo a Tolstói, ya ves…"
Habló y habló. Un vocacional.
―Nos gusta enseñar.
Entonces tocó la historia de Adán. Ojos punzantes, piernas de futbolista, irritable y algo desequilibrado.
―Este año será mi reto.
Adán se ha creído la etiqueta del mal estudiante, pero yo sólo lo veo desenfocado como aquel personaje de Allen en Desmontando a Harry. Se llama como un primer hombre. Yo le dejo migas.
―¿Cuál es la última acción con él?
Vuelve la nieve. Llamamos al instituto: no vamos a llegar o lo haremos tarde. Entre el centro y Occidente.
―¿Subo la calefacción? ¿Estás cómoda?
Hay hombres que huelen a libro.
Sigo con Adán. La bolsa de gominolas. Tocaba actividad grupal. Los dividí en dos equipos, él era el responsable del A. Como no nos dio tiempo a terminar y les había llevado una bolsa de chuches dije que él era el elegido para custodiarlas.
―Profe, estás loca. Se las va a comer.
―Yo confío en Adán.
―¿Las contaste, profe?
―Yo confío en Adán.
Se ruborizó. Debajo de los rizos donde atecha su mirada clara y punzante, creí ver el principio de un largo camino.
Todos le pidieron el dulce, lo provocaron, lo amenazaron, lo tentaron. En mitad del ímpetu romántico y las tribulaciones del joven Werther él sacaba el extremo de la bolsa dulce y me sonreía. Y yo sabía que iba ganando: mi pequeño yedai.
Suena el móvil. Altavoz.
―¿Cómo va la carretera? ¿Llegaréis?
―Estamos en ello. Parece que se mueve: han aterrizado los quitanieves.
―Os volveré a llamar.
El jefe de estudios nos aprecia: le hace gracia vernos en el gimnasio subiendo y bajando de máquinas infernales, corriendo por la ría, aficionándonos a los restaurantes del valle; el mejor bonito, las patatas excelentes. Lástima de papelera.
―Sigue. A estas edades la autoestima lo es todo.
Adán llegó el día de la cita con su bolsa de gominolas y le leí un poema. Al terminar la lectura en su honor (cada tutoría escojo unos versos por alumno) exclamó con acento de allá y masticado en lengua apache: ¡Qué guapo, profe, pero qué guapo!
Para la clase siguiente había acabado de corregir los exámenes, era la primera vez que sacaba un seis en mi asignatura. No le regalé nada: estudió. Oxidado, inseguro, retornando del pasotismo. Pero estudió: dos pasos adelante en su nueva vida.
Pero no se ama las palabras. Se ama a las personas. Y les conté la escena de Rompiendo las olas donde la inocente y frágil Bess, con su sacrificio y su expiación, grita esa frase en mitad de la liturgia.
Dejó de nevar.
Luis y yo fuimos callados el resto del camino. Sustituyendo la cháchara por sus hebras. Yo las suyas. Acaso él las mías.
―Profe, pensamos que no llegabas.
―Tengo un superpoder. Pero sssssssss…
Adán me miró un poco más arriba de su flequillo.
―Gracias profe, yo confiaba. Y estás aquí.
sábado, 27 de noviembre de 2010
Lo inquietante
Clyfford Still, 1950-B
“Blues de la casa”
En mi casa están vacías las paredes
y yo sufro mirando la cal fría.
Mi casa tiene puertas y ventanas:
no puedo superar tanto agujero.
Aquí vive mi madre con sus lentes.
Aquí está mi mujer con sus cabellos.
Aquí viven mis hijas con sus ojos.
¿Por qué sufro mirando las paredes?
El mundo es grande. Dentro de una casa
no cabrá nunca. El mundo es grande.
Dentro de una casa ―el mundo es grande―
no es bueno que haya tanto sufrimiento.
Antonio Gamoneda, Edad
domingo, 21 de noviembre de 2010
El aire

Milton Avery, Mar negro (1959)
domingo, 7 de noviembre de 2010
"Tú eres el lenguaje profundo"
y el lenguaje me enseña su lección venerable:
que el Tiempo es un abrazo de un hombre y la mujer,
que el universo es una palabra formidable.
"Elogio a mi nación de carne y de fonemas", Félix Grande
sábado, 30 de octubre de 2010
Y esa belleza

Rafael Argullol, Visión desde el fondo del mar.
Él la mira. Cómo se va. Piensa en esas películas francesas que tan bien narran lo cotidiano. Quiere que tropiece. Acaso. Ambos saben que nunca. Quizá se han besado sabiendo que el otro sabía que era la última vez.
Espera que se gire. No lo hará. Es esa barbilla baja, la danza de sus caderas (recorridas, sorbidas, masticadas, lamidas, apretadas; quietas o urgentes, sólo suyas), los hilos de pelo que el aire frío hundiéndose en su falso moño arranca. Su pelo.
La sigue mirando. Lo inevitable. Quisiera salir, cogerla por los hombros, hacerse con su cuello, la clavícula y todos los besos ahí enterrados.
Estaba allí. Como entonces.
De todas las palabras que una mujer ha dicho a un hombre las más hermosas siguen siendo déjame ser tu puta.
Eran groseras, soeces; lúbricas. Lo fueron la primera vez y más nunca. No abría los labios para pronunciar aquello que después supo que era un poema, así que rodeadas por su voz emergían de aquel hueco negro. Húmedo como el vientre de un pez.
Su boca.
Y ahora la veía irse, lentamente, en aquella cadencia que tantas veces lo había turbado.
También. Dulcemente.
Fue, es, seguirá siendo. Como era.
Iba vestida de negro. Parecía decir adiós. Y esa belleza.
miércoles, 18 de agosto de 2010
Antojos

lunes, 16 de agosto de 2010
Exposición

Donoso vende vestidos en las playas ibicencas. Es argentino pero me dice que si lo llamo uruguayo no se ofende. Todo menos italiano. “Son como cucarachas”. “Han llegado para conquistar la isla”. Me vino a buscar a la orilla, espacio insólito donde me tiro con el cuerpo cubierto de agua excepto la cabeza: parezco una tortuguilla de caparazón transparente; de ese modo, vigilo a los niños que nadan a unos cuantos metros de mí, intentando curar cierto cansancio, emplastar vacíos que se me escapan por mis grietas, recopilar toda esa luz para dosificarla cuando llegue a casa: los inviernos en mi ciudad son muy largos con otoños de preámbulos y primaveras de resaca: todo oscuro.
No recuerdo cuánto me gusta ese cielo tan blanco hasta que lo tengo techando mis pasos. Miento, no es blanco. Amanece desnudo para ir pintándose. Pienso en Turner, en la primera vez que observó las atmósferas de Claudio de Lorena, el molino de Rembrandt, los crepúsculos de Gainsborough, la claridad norteña de Van de Cappelle,
Ahora estoy en la cala pero de tarde me iré a kumharas a sentir la anochecida que en mi recuerdo se promiscuye con el Arenal de Calais turneriano. El sol de las Pitiusas hay que desnudarlo, ir contemplándolo en sus movimientos, detenerse en sus mixturas y metamorfosis, recorrerlo como la carne deseada (yemas, labios, mirada).
Todavía estoy ahí y es cuando Donoso se arrodilla a mi lado. “Tengo un bello envoltorio para vos: sos rechula de verde”. Me acabé llevando sus orígenes, cómo había atravesado el Atlántico para quedarse a vivir en la isla, cuánto añoraba a su gente, de qué modo tan desesperado amaba a una mujer para cruzar por ella un océano y el vestido verde que me deja las piernas y los hombros al aire. “Sabés escuchar”. Los niños seguían chapoteando: aprendieron que el sol puede no acabarse, que el agua puede estar siempre caliente, que bañarse puede dejar de ser una operación llena de variables (que no llueva, que la marea esté baja, que la bandera sea la adecuada, que no haga mucho frío...) para convertirse en una extraordinaria fijeza.
Nos despedimos Donoso y yo en Cala
Después de calearnos el Este de la isla, compramos melón y sandía a unos payeses que eran rubios como los niños del maíz. Ella se llamaba Dorethee y era alemana. Empezamos hablando de Dusseldorf y acabamos contándonos nuestras preferencias sobre arte contemporáneo. Por un momento pensé que era la viuda de Konrad que estaba de incógnito en el terruño y a punto estuve de preguntarle por On Kawara y Joseph Beuys. Enseguida el payés la cogió de la cintura, era francés, muy guapo, para meter baza en nuestra conversación; estuve practicando un poco con el idioma galo (puf, cómo se me ha olvidado el léxico frutal) e inferí al poco que Dorothee y él llevaban muchos años en común, cada uno vivió su periplo antes de escaparse juntos a San José. Me explicó ante un zumo de melón recién exprimido que cuando decidieron unir sus vidas compraron una pequeña casa que arreglaron y a la que añadieron una planta más. Dorothee vivía arriba con sus tres hijas mientras que Cedric ocupaba la zona baja. Él también albergaba a sus dos hijas en verano que era cuando su ex-mujer le enviaba desde Reims a las niñas. De ese modo fueron ellas, las crías de ambos, quienes marcaron los ritmos de proximidad. “Sin forzar nos fuimos aceptando”. Hoy presumen de ser una familia bien avenida: “Fue una locura que salió bien”. “Es la isla”. “Da suerte”, sostiene Dorothee.
Creo que el aroma de mi cuerpo ha cambiado. En esos siete días el melón, la sandía y los frutos secos han debido de modificar mis segregaciones. Al despedirme de ellos me pareció que ella sonreía con cara de sandía y él tenía cabeza de melón. Me dije que me miraría al espejo nada más llegar al hotel.
Ya en el coche, les conté a los niños mi confusión de la payesa con los Fischer. Les expliqué quiénes fueron esos galeristas alemanes, hablé de la audacia y del valor, de la lucha contra los miedos en pequeños gestos, de perseguir lo que uno sabe que realmente ama. Les adelanté que al día siguiente se bañarían en un acantilado donde los peces les comerían los pellejitos de los pies, que su padre no estaba a favor de que yo los llevara pero que en mi opinión ya estaban maduros, como los pequeños melones de los que acabábamos de disfrutar, para vivir una aventura. Todo es dar un primer paso: Dorothee Fischer vació su monedero delante de Joseph Beuys y le preguntó que qué pieza de arte le podía vender por ese dinero para regalársela a Konrad. Fue un bloque con forma de rectángulo de cera “Sin título”. Así empezó su sueño: la primera pieza de su colección; nosotros íbamos a empezar por el acantilado.
Lo hicimos y como Señor Salvaje nos picaron las medusas, cuyas descargas aliviamos con nuestros propios orines. “Esto sí que fue una hazaña de héroes de cuento” exclamaba mi hijo mayor.
Tal vez haya sido el rito iniciático. La primera piedra, Donoso cruzó un continente, Turner desafió a
Siempre falta algo; uno viaja huyendo o buscándose. Ocurre que a veces se encuentra.
Como narraba Pereira, un acontecimiento inusual, no necesariamente el irse, despierta un yo que desbanca al hegemónico produciéndose una pequeña revolución en la confederación de nuestras almas. Alejada, añoré las manos del hombre que amo o quizá la penetración de nuestras manos (imitando esculturas de Nauman), la mirada de mi madre, también mi ciudad en bicicleta, mi hueco en la cama, el olor de mi casa... La vida cotidiana que tejo. No obstante, esta vez, sacrifiqué un yo zamarreante en esa isla y este nuevo que me va invadiendo (por ahora me llega a las rodillas) ha decidido no resignarse. Como comprar un bloque de cera o bañarse desnuda en peligrosos acantilados...
martes, 6 de julio de 2010
El gol

El año 2010 cogerá sabor a Mundial; ya estamos haciendo historia: todos somos en cierto modo esta Selección. Alguna vez dejé caer por estas tierras que me gusta el fútbol, quizá porque es el deporte que más se parece a la vida: uno puede jugar muy bien y perder; al final lo que suma es el gol.
lunes, 5 de julio de 2010
Aroma, fibra, azúcares y agua
y cada lágrima es una canica
con un niño dentro que le ilumina la cara."
Eli Tolaretxipi, "Taza", El especulador
Merced Acebal paseaba por entre los puestos, alzaba los ojos, como cuando éramos levantaba yo los bolígrafos “Bic naranja escribe fino” del suelo, una y otra vez, escurriendo así la mirada por debajo de su falda de cuadros. “La muy” pensaba entonces.
La riqueza en vitaminas es una de sus principales características; aroma, fibra, azúcares y agua.
Muchos hacían lo mismo.
“Delegada por unanimidad”. Como la Olivia Reyes de Eloy Tizón de “Velocidad de los jardines”, Merced nos pertenecía un poco a todos.
O en Merced sólo era deseo. Morderle sus muslos, las ingles entre líneas fibrosas, tragarle el azúcar, como néctar libado, que imaginábamos naciendo de sus pliegues. Hasta yo, quien tuve que envejecer veinte años para darme cuenta de que era uno más, sin querer me había infectado. Quizá descansaba en aquellas faldas, incitantes, respondonas como un buque que se va hundiendo y en el proceso deja parte del casco hacia arriba; en los jerséis blandos, como nidos, que recorrían de angorina los pechos crecientes; en su perfil que invitaba, entreviendo una tristeza agridulce, gelatinosa, como si al acercar tus dedos a su nariz pudieras quedarte con hebras de piel entre tus uñas; en el cruce de piernas cuando subía a la tarima para dirigir, como moderadora, las votaciones de aula; en sus tareas tan limpias que prestaba a cualquiera con esa generosidad en forma de brillo en los ojos o de lápiz entre los incisivos o de las hojas boca arriba “¿Quieres mis deberes?”.
A mí me llamaban Eduardito. Antes de ser ingeniero, tirado por medio mundo, de cansarme de vidas ajenas, de trabajos en desgana, de compromisos agrietados. Lo recordé cuando al acercarme a ella, por fin, me reconoció: “Claro que sí, eres Eduardito, con veinte años más”. Sólo pude decirle que había sido mi delegada favorita, que no había cambiado, que dudé hasta que la oí: esa voz, siempre continua, como cristal o agua. ¿Cómo se puede conservar una voz en el tiempo?
Merced como una escalera, en el agua de su boca; también ella, como Olivia Reyes, era una visión crujiente. Hacía daño.
sábado, 19 de junio de 2010
Walk Like An Egyptian
Cuando era una adolescente mis compañeras de primero G, hoy tercero de la ESO ¿G?, y yo, dos morenas, dos rubias, nos presentamos a un concurso de “Play-back”, entonces se llamaba así, con una canción de las Bangles (cómo nos gustaban; claro, éramos mitómanas perdidas. Eso también la edad lo cura).
A lo que iba, que ando muy cansada y eso me hace estar más dispersa que de costumbre, quién me iba a decir a mí que veinte años después iba a pillarme tarareando esto mientras leo ora sí y ora también las páginas de política y economía de prensa escrita, prensa digital y blogs críticos.
martes, 15 de junio de 2010
Melindres domésticos

Así me viene. Una anormalidad, adiposidades de las capas de la alegría. Son adquiridas; yo siempre defendí haber nacido alegre. Entonces llega él y me pregunta qué me pasa, son lechugas que me obstruyen, en lugar de las orejas, lo feliz (desde chiquito le encanta que lo mire por dentro como si fuera una huerta: lavemos esos dientes, que hay coles; mmm, qué uñas, se nota que te han germinado las habichuelas; dónde se vieron unos rabanitos tan frescos en las plantas de los pies...). Vence pronto, una anomalía, un estrechamiento de miras, la risa afónica, pulsiones varias y puntos débiles; espasmos en el entusiasmo. Es una melancolía que trepa, delicada, algo fría; densa se enreda, alga o hilo, por los pies, como agua en lo profundo.
Nada que no se cure con una manta, dos o tres versos, música macarra, algo de sueño y miel.
Vaya, no nos gusta la lluvia.
Vale, probamos.
Corre que te corre por el pasillo en la ida, plaf; plaf-plaf, un salto, corre que te corre por el pasillo de vuelta, un brinco, justo a mi lado.
Hazme sitio. Se cuela por debajo de la manta y sube una pierna sobre mi rodilla, me descoloca el brazo, quita, jo, déjame meterme por ti, para pasar a apoyar su cabeza en mi pecho, ahí, por mis huecos. Mejor. Entonces huelo su pelo, la fragancia, la carne palpitante, restos de feto y colonia infantil; y él empieza: también tengo mis cuentos preferidos, este te va a encantar, seguro que te ríes con los guisantes. Se titula La primera vez que nací.
Me llega él, en su voz. Yo no lo escucho, me lo sé de memoria; como las venillas que le cruzan la frente (un árbol, acaso un garabato, algo dadá), los ojos hinchados del cansancio, sus dedos sosteniendo las páginas (largos, abiertos, promesas de fuerza y ternura; como las del padre de su padre, uno de esos hombres); tres lunares y medio en el mentón; asimétrico, cuando sonríe sólo se le abre en la mejilla izquierda un hoyuelo. Ha heredado mis colores, la palidez, lo acuoso de la mirada de mi familia y ese modo tan mío de morderme el labio inferior cuando dudo, cuando no sé, cuando mastico el pudor.
Ahora, ahora vienen los guisantes.
Pero sólo es melodía, no identifico la articulación; no distingo. Es tono. Es su erre que no arranca, su respiración ojival, el silbido de sus eses.
Un día floté en tu pecera, aquí dentro y se estira, cede el cuento de sus manos a mis rodillas y lleva su dedo índice a mi ombligo.
Es tan grande en un cuerpo tan pequeño: pasa el tiempo en sus huesos, en la forma de su rostro, en su barriga que ya no es redonda, piernas largas, oquedades en su boca (tres, me han caído tres dientes). Ya hace preguntas serias, operaciones matemáticas, tiene su propia gente, sus conversaciones, sus preferencias: en fútbol, jugamos en campos contrarios.
Me alegro de haberlo conocido, de que sea tal cual es, de querernos de este modo, tan inevitable; su intuición le ha crecido muy deprisa. O resulta que es carne desgajada, pero mía, que vive discontinua; nos percibimos en cuerpos ajenos (igual que me despierto si él lo hace, me duele la tripa con sus retortijones, se me enciende la garganta en sus anginas; él, quizá, sabe cuándo duermo y cuándo no; cuándo me viene uno de esos accesos; y cómo se curan). También presiente que no se nombra, que no hay que darle cuerpo, ni letras amplias o estrechas, que hay que dejar que escampe, como esta lluvia tozuda.
Sólo sé cuidarte.
Hace ruidos, pone voces, sube y deja en suspensión aquel adjetivo impaciente. Luego cae y se le escapa la risa (siempre la misma, aquella, esta; ojalá mañana). Su padre dice que no es de carcajada; no como yo.
Me mira, cruzamos pestañas, algún que otro beso; pocos, o-ji-to, que estamos leyendo y luego nos enredamos y nos ponemos a hacernos mimos, la manta un ocho, las cosquillas, dónde sus pies y su pelo; y se nos escapa el tiempo, la lluvia.
sábado, 12 de junio de 2010
Carta a Teo
Hola Teo:
Soy Ratoncito Pérez y estoy muy gamonedamente contento de que me hayas dejado tu dientecito de leche: es casi tan parmesanamente bonito como tú.
Te he estado observando, mirando, olisqueando y no te has portado fetamente bien, que se diga; bueno, esta semana sí (sé que lo estás intentando y que, como eres un niño harzer kase listísimo, lo conseguirás); en un principio, no te iba a traer nada, pero como has mejorado en tu comportamiento te dejo esta moneda. Eh, no te preocupes, he olido ese otro diente que se mueve (mmmm gruyeremente delicioso); tienes tiempo, pórtate bien, sé bueno como tú sabes serlo y agradece tu casa, tu familia, tus cuentos, tus juegos y yo, a cambio, con el siguiente dientecillo te dejaré un regalo que valdrá por los dos. Pero, y es un pero muy, muy grande, si te portas mal, gruñendo, picando, no agradeciendo tu suerte y el amor con el que te cuidan, no te traeré nada más: NADA MÁS.
Palabra de roedor coleccionista,
R. Pérez