martes, 21 de julio de 2009

Vacaciones en Grecia





“[…] los hombres, ni en compañía ni solos, son capaces de actuar, de dar un paso, de saludarse, sin someterse a algún modelo, esto es, sin estilo ni ejemplo.”

Stanislaw Lem, Provocación.


Le cuentan que el verano es un momento difícil para las parejas. La estadística, principio de autoridad en los tiempos que vivimos, no deja lugar para el trampantojo; el oráculo no miente: las cifras de divorcios.

La diversión en lugar de la rutina; la elección sustituyendo a la obligación; las camas anchas y los cuerpos desnudos sin la superficie roñosa del cansancio. No hay excusa para la abulia; somos crujientes y se nos supone el apetito. Pero el verano en el amor anticipa, a menudo, el invierno.

De niña soñó Grecia. El mar de Homero, la vista de Itaca, los montes del Ática, la sonoridad de la lengua griega, el pulpo colgado al sol para la cena, los Kuroi, los frescos del Monasterio de Dionisio, el gran Museo arqueológico, el metro entre restos de la antigua Helade, los barcos de El Pireo, el teatro de Epidauro, Esparta, el aroma del barrio de Plaka, los desayunos bulliciosos (la Grecia más turca)...

Buscaba entre la multitud de guías turísticas una que llegara media hora antes que las demás; que generase la necesidad de cargar con ella bajo la pamela, itinerario y sombra para sus pies desnudos. Escuchaba en su iPod La Arabesque de Marin Marais, el "Ángel" en la corte de Luis XIV, el hombre que encerró el espíritu de Gambo en la viola. Fahmi Alqhai tocaba sólo para ella.

Él tiró de su blusa, se dio la vuelta y cogió su cara entre sus manos como un cuenco donde beber un par de besos. Qué gesto más íntimo para un extraño.

La mujer se ruborizó.

-¿De viaje?
- En ello. Estoy en ello.

Habían compartido guardias durante el curso, la frontera de sus clases eran las de él, sus noches de insomnio infantil hallaban espejo en las ojeras femeninas: ¿Pis? ¿Agua? ¿Mocos? ¿Terrores nocturnos? Y sus rastrojos matutinos los devoraba su simpático sarcasmo.

-En bicicleta y mojada. Sobre ruedas llega una profesora tan mona (envoltorio singular para un cerebrín sin par).

Letras y ciencias solidarias en la crianza.

-¿Roma?
-Al final Grecia. ¿Y tú?
-La hecatombe. Después de julio en Girona, trece años en común, una niña preciosa y sesenta meses desayunando desamor con grimosa convivencia, inauguro mi metro hacia la individualidad: hoy ha sido mi primera noche sin esposa. Nos hemos separado.
-Lo siento.
-Ella vino, yo le dije que no era buena idea; luego vinimos, nos dijimos, el uno al otro, que quizá; y ahora el jamás, harto de divagar, abandonó el columpio y vino para quedarse: soy profesor de matemáticas, no un cadáver de lo irreversible.
Antes de que me preguntes: estoy bien y la niña (la rizosa y arrubiada Lena) estupenda.

Salió por pies y sin un libro con el que preparar el viaje. ¿Miedo al contagio?

Al llegar a casa, en el contestador, Duna lloraba.

-No aguanto a Carlos. Soy marxista, fui trosquista, sé de los deslumbramientos y el cansancio de los cuerpos. Pero me voy. Lo dejo; yo me quiero. A mí misma, me quiero.

La boca le supo a polen. Duna sin Carlos.

En la piscina los niños jugaban, las familias eran felices del mismo modo, sonreían y parecían querer vivir lo que fingían. Se ungían de planes, hipotecas, comidas de suegros y consuegros; amamantaban con palabras su segunda vivienda, la oportunidad de la escuela infantil, la conveniencia de un coche cada vez mayor.

Olivia Reyes pasó sin saludarla agarrada al carrito donde dormía su bebé; dejó su mano atrapando sombras en el aire.

-¡Qué rara está Olivia! Las hormonas del primer trimestre de lactancia.
-No. No es eso.
-El estrés de la oposición a maestra.
-Tampoco.
-El bochorno que nos parasita.
-No te enteras.

Nunca se entera, anfibia, a pie entre el despiste y el ensimismamiento, lo desenfoca todo. Llega tarde a las citas y a las personas.


-Aubi, el aguafiestas ("Velocidad en los jardines"), en un arrebato de furia, la abandonó.
-¿...?
-A cambio Dios le acaba de abrir una ventana: ha sacado la oposición de magisterio en Murcia.
-¿Desde cuándo crees en Dios?
-Vas a destiempo. No te enteras; si no va encuadernado, garamond 12 y versa sobre lo existencial, tú no te enteras.

Dejó a los niños duchados, merendando en el parque y con su padre apoltronado en un banco, la boca ojival y el aliento de asombro:

-Me voy. Me faltan los billetes de ALSA a Madrid, la crema barrera total para el sol y la guía de viaje.

La bicicleta saltó San Lorenzo para hundirse en Paradiso.

-¿Grecia?

Aquella voz era la sinécdoque de un compañero de pupitre en el último curso de Bachillerato, otrora Fitipaldi, hoy juez oficiando en Poniente. Sus ojos inquietos desde el tobillo de la mujer a su lectura.

-¡Qué bien te veo! -Dueña de todos los secretos no supo decir nada original.
-Todos mejoramos con los años. Todos. -Su inquietud se tornó más revoltosa. Con la mano rápida ella bajó la guía para tapar sus muslos.

-¿Casada?
-Bastante.
-Y te vas a Grecia con tu marido.
-Sí. Una semana. Después otra a Andalucía.
-¿Niños?
-Dos.
-Ya. El primero fruto del proyecto de vida, el segundo la llave que tapa el agujero de lo umbrío. Palabra de juez.
-¿Lo umbrío?
-¿Desde cuándo no interpretas el término real y el término imaginario en las metáforas? Tú no eras la que en tercero de BUP leía a Kafka...

Fuera, un niño rumano lanzaba el diábolo al techo de aquel incendio de verano mientras los transeúntes despistados arrojaban monedas a la gorra que, en la vorágine del movimiento, había rodado hacia el suelo. Era rumano, hacía de titiritero y su gorra presumía la mendicidad. El modelo. Funcionamos con modelos. Prejuicios y previsiones.

Por la ventana de la librería, el artefacto subía y bajaba, subía y bajaba. Como si intentara acelerar, viñetas de lo vivo, un ritmo y un tiempo desajustados.

-Tengo que irme. Cuídate.
-Barrunto que te veré pronto por los juzgados: agosto con tu marido. No olvides tu guía micénica, requisito sine qua non. Palabra de juez.

Ella sólo quería ir a Grecia.

Llenar su bolsa de viaje con piedras, caligrafías de sus paseos. Algún que otro Ulises; arena de Santorini. Luz para el invierno. Imágenes donde beber; cuando se seque.

Amar y ser amada, reinventar sus cuerpos, húmeda Cefalonia, bajo la misma noche que silenció el secreto de Penélope; el magnetismo de Helena.

Se abraza a su aún esposo y cruza los dedos. Les espera Grecia. Y el nombre exacto de las cosas.

Palabras de Tersites

Esa carcasa ocre es Helena, la gracia de la nuca
aureolada de cabellos traslúcidos.
Los que la amaron son inmortales ahí, en la tierra inverniza
o bien envejecieron con una pierna rota
dislocada para mendigar unos vasos de vino
-y yo, el giboso, el patizambo, me acuerdo algunas veces
de la altivez biliosa de los jefes aqueos
considerando la pertinencia del combate
inspiración segura de algún poema heroico
cantor de esta campaña y su cuerpo de diosa:
polvo para quien no la amó, sus versos humo.
Es la decrepitud lo que enciende esta guerra.

Guillermo Carnero

viernes, 17 de julio de 2009

Crónica poética



Gerhard Richter

Me gusta la profesionalidad; no la titulitis, ni el linaje, ni el agibílibus. Camarero, agricultor, médico o criador de West Highland Terrier. Repito: la profesionalidad.
No soy periodista, nunca lo he pretendido. Me disgusta la crisis por la que pasa el sector, el abuso, los bajos salarios, el cierre de medios; pregunto a mis amigos del gremio por las causas de la carcoma, el desequilibrio, la mala inercia. Cada uno aporta sus argumentos; todos asumen el problema. Algunos dirigen el dedo hacia el intrusismo, la proliferación de gabinetes de prensa o el desprestigio de su labor: "La gente piensa que cualquiera puede serlo". No es así. Nunca es así. En ningún oficio. Desconozco la fontanería, me aterra que mi coche encienda alguna luz porque no sé ni por dónde entra el aceite, descubro magos en cada amigo "Chapucerillas" que me arregla una puerta, la persiana que sube mal o el desagüe que no traga. Siempre tengo a mano para los desperfectos Páginas Amarillas y así va mi economía; pero el estado de mis cuentas no es el tema.
Eso sí, curiosidad no me falta. Mi amiga Helena, la mejor enfermera, se ríe cuando le pregunto cómo se pone una inyección, mi mecánico Primarso tiene toda la paciencia del mundo cuando me agacho con él a que me enumere las piezas de los clásicos que reconstruye, Arturo Mely, nuestro amigo confitero, me llevó una mañana a hacer cruasanes con él, Juanjo me subió en tractor a recoger el ganado a los montes de Yermes y Tameza... Podría seguir, pero no quiero perderme en enumeraciones abiertas: mis conocidos saben que soy una curiosa insaciable. Les hace gracia esta perversión mía, así que me la alimentan.

Y claro, llegó el amigo periodista. Gracias a la confianza (más bien generosidad) de Miguel Barrero esa madrugada pude hacer una crónica poética para el periódico de la Semana Negra A quemarropa. Me planté en el evento con mi Moleskine rojo, regalo de un Embajador, no voy a decir quién ni de qué país, una tiene su lado en sombra ("-Estoy con usted. Pero tenga cuidado. Además, la gente es, precisamente, lo que oculta", Luis Alberto de Cuenca dixit); y un bolígrafo Bic cristal azul (el glamur llega adonde llega, no más). La encantadora Julia me escuchó y me explicó el protocolo y, al llegar la hora acordada, allí estaba yo, jugando a ser "cronista". Qué difícil. Mucho texto, demasiado que contar y muy poco tiempo para llegar a casa, encender el ordenador, ponerme a darle forma al cubismo de impresiones y enviarlo para que en el taller pudieran cerrar la edición e irse a la cama (durante estos días apenas duermen; sus jornadas son largas y agotadoras).
Me puse a escribir. Sólo sabía mirar el minutero de mi ordenador que no paraba de avanzar; en mi caso las palabras medidas y los réditos del tiempo no consiguen un buen maridaje. Se intentó. La intención, la mejor; las ganas y el entusiasmo, todos. La voluntad y el compromiso, montaraces. No pude recoger versos bellísimos, ni anecdótas de los poetas, ni las curiosidades del acontecimiento; apenas lancé los títulos de los poemas elegidos. No me cupo cómo cada uno fue tomando su lugar, quién besaba al otro y quién estrechaba la mano; cómo me enterneció la historia de 51 años de amor vivida y contada por Félix Grande, grande, grande; el respeto de García Montero por Ángel González o la admiración que le profesan él y Félix Grande a Antonio Machado; o la dicción y modos de Marco Antonio Campos: el canto de su voz sobre los versos, sus elipsis aristocráticas y el espacio para las pausas, como abrazos de silencio.
Ni tampoco.
Los aplausos y los vítores, Bravo, Bravo, de un público enaltecido por los poemas de amor que cada uno de los poetas escogió para esa noche. La cintura de Taibo, su buen hacer. Y el poder de convocatoria de la palabra: una de la madrugada, la Carpa del Encuentro completa, día laborable; luego dicen que la poesía es la hermana pobre de las letras.
Sentí la urgencia, la rapidez y la fuerza del idioma; pero, sobre todo, la dificultad de ese menester. Yo sólo era una invitada. Ellos hacen esto todos los días; a menudo, varias veces. Que este texto sea una simple huella, el rastro de lo que yo no soy, pero por una noche he sido.
La fusión de competencia idiomática, pericia informativa, selección, jerarquía y pertinencia de datos, todo enfajado en unos tiempos y espacios pautados, me parece una labor durísima; un afán encomiable.

Así, más o menos, me quedó mi crónica. Gracias, a Miguel Barrero por el capote, a Julia por abrirme hueco, a José Luis Argüelles por compartir un espacio propio, a Ángel de la Calle por permitirme escuchar y al taller Morilla por abrirme, de madrugada, la puerta de su "casa".

Temperatura poética

Semana Negra. Madrugada del 17 de julio. Gijón. Atmosféricamente: un extraño.
A la una de la tarde ardía.
A la una de la madrugada, sin embargo, en las vísperas del recital de poesía, en la Carpa del Encuentro todo eran gases y fluidos fríos. Los tres poetas formaban un triángulo frente a los asistentes, que, sentados sobre plástico o madera, observaban cada ángulo lírico. En la izquierda, Marco Antonio Campos (Ciudad de Méjico, 1949), con chaqueta azul y bufanda a cuadros rojos y grises, sonreía, aliviado, al serle entregado su libro, aquél que él había olvidado con los versos destinados a la lectura nocturna sobre alguna mesa de algún café de este Gijón en el que dice sentirse tan a gusto; en el centro, como un oyente más, descansaba en una silla de madera, Félix Grande (Mérida, 1937), abrigado bajo el color caldera. Sonaba en una voz y una guitarra El sitio de mi recreo, el primer ángel invocado en la noche: Antonio Vega. El último, cerrando la figura por la derecha, fue Luis García Montero (Granada, 1958).
Taibo de rojo, con una bebida de cola en una mano y el micrófono en la otra, invitó a los ruidosos a sentarse o a autodesalojarse. Con el silencio llegaron las presentaciones. El abrazo y cada escritor a su silla. A la una y cinco Taibo II convidó al segundo ángel de la noche, el poeta Ángel González, a quien agradeció, “Allí donde estés” la fundación de aquel proyecto: una noche en Semana Negra para la poesía en la voz de sus poetas.
La convocatoria según el criterio de antigüedad en este evento la abrió LGM, seguido de MAC y cerrada por FG. En principio cuatro rondas de versos.
Pero el clímax necesitó una más.
“Nunca grandes prólogos ocultaron bellas palabras, así que os dejo con ellos”. Taibo se fue y el poeta granadino inició el acto leyendo un poema inédito, dos folios blancos entre sus nudosas manos: “Tal vez nos vamos de nosotros mismos pero queda casi siempre una puerta cerrada”. Lo cotidiano, las pequeñas manías, el neurótico que llevamos dentro, la realidad, una vez más, convertida en materia poética. "Todo es raro y difícil/como llamarse Luis/vivir en el segundo izquierda…" Y el aplauso.
Marco Antonio dio las gracias por hallarse allí, afinó su voz de perfume mejicano y abrió su participación con un grabado español, un Toledo de río y eufonías, de repeticiones y clásicas imágenes, de referencias a la Antigüedad. Gesticulaba su mano derecha como si hilvanase cada verso, cada rima, cada anáfora o personificación, quién dice que lee, el poeta aprieta y declama:
"El río bebe la nieve y dice al detener la lengua su nombre oriental…Sólo sé que soy alguien/ un aire, un simulacro…que asumió la desdicha y el propósito".
Félix Grande escogió, después de los agradecimientos, llamar al siguiente ángel de la noche, Antonio Machado: se pone las gafas y sostiene el libro entre las manos, sobre la mesa, en el aire. Habla de sus cinco abuelos. Los tres adoptados, Bach, Pablo Iglesias y Machado. Siempre Machado: "Es como un milagro… allí donde el corazón está perdiendo la vista veo paciencia…"(Machado: consuelo, bálsamo, misterio y silencio). Y el hueco que se le abre en la casa familiar: "Una silla para ti, la mejor, la más vacía".

La atmósfera mantiene su tendencia al equilibrio: los gases y fluidos calientes nacen del verso, del poema; de aquellas tres voces. Rotundas, mágicas. El público aplaude. Ya no hace tanto frío. El gigante de la feria también calla. Y escucha.

LGM leerá dos inéditos más en sus cuartillas: “Hay hombres que parecen un paisaje” y “El idioma es la patria del poeta”. ¿Quién dijo que no todo contenido puede caber en el recipiente del verso? Los amigos, las palabras. La poesía tensa, contenida, emocionada. Discursiva y bella. Él también habló de Ángel González y de Antonio Machado. “Colliure”: "…emoción de saber compartir una derrota". Terminó con “Nube negra” un poema, rítmico y anafórico, escrito para su amigo Joaquín Sabina: allí donde se escriben las canciones con humo blanco de la nube negra.
Marco Antonio nos leyó en sus turnos otro grabado, para Paulina, el tú, las grandes y feas palabras: "Yo quise, anhelé que mi cielo se hiciera en este mundo". Un poema al amor adolescente (entre el Mistral y el patio del colegio, cuando no existe el ayer y todo es mañana: "Eres la reina/no sé. Tal vez"). También volvió al mundo clásico con “Cefalonia” y la hermosura de la isla de Itaca. Grecia y el último viaje. Cerró su intervención con unos versos dedicados a Claudio Rodríguez, el penúltimo ángel, el penúltimo invitado a la mesa: "Tú deja que esta calle/siga hablando por ti, por mí, por todos."
Ya habían los poetas ahuyentado el lobo del frío.
Félix Grande, en estrofas tradicionales, homenajeó a los amores perdidos “Alegría”; a la esposa después de 51 años, Francisca, con su soneto “Boda de oro” (la mujer que hace las mejores tortillas de la Europa occidental, las cenas que tanto gustaban a su amigo Claudio Rodríguez): "Ahora es por fin cuando el amor comprendo." Cantó a la guerra y recordó la belleza de la seguidilla de Miguel Hernández, el último ángel invitado, “Nanas de la cebolla” con “Nanas de la metralla”, escrito para su hija Guadalupe con motivo de la noche de la matanza de los abogados en la calle Atocha, enero de 1977. Quiso en la ronda extra entregar su voz, en memoria de Claudio Rodríguez, en recuerdo de las postrimerías de sus noches, al flamenco: la belleza de lo inefable capturado en apenas 20 ó 30 sílabas, las que caben en una copla. También al gusto de Antonio Machado y de Ángel González.
Los celos. "La noche del aguacero dime dónde te metiste que no te mojaste el pelo. "
El saber no ocupa lugar. "En la hoja de una oliva escribí yo esta sentencia: aquel que quiera ser sabio, qué trabajo le cuesta."
De tema social. "Mira si soy desgraciado que estoy deseando morirme para dormir atechado."
El miedo y el escalofrío. "Mira p´arriba y verás los tres balcones abiertos y una ventana cerrá."
Eran las dos y cuarto. La muerte, el amor, el tiempo, las palabras, la guerra. El último aplauso.
Y el calor.


sábado, 11 de julio de 2009

Dedicatoria (Mis hombres I)




Modigliani, Desnudo de espalda


Un día de estos fui testigo, una vez más, de que el líquido de la amistad masculina es sincopado (y sabe a cerveza), se bebe a intensos sorbos y nace sobre los silencios (lo que recuerdan, lo que callan, lo que aceptan; sin más).

Tendría yo unos catorce años cuando caí en un aula, por azar, un agujero negro, con Moreno, Comandare, Cholo y MePeino (por este orden los conocí); las chicas teníamos vedada, aparentemente, la entrada al círculo mágico.

Allí me colé y en su fiesta me planté.

No dejo de ser para ellos, desde entonces, un hombre enjaulado en un cuerpo de mujer: un accidente; constante.

―De espalda, pasas por uno de los nuestros. O casi.

Me quieren, me cuidan, me protegen; es amor. Poliandria casta; leal y densa; de ellos podría escribir John Ford, puntilloso retratista de personajes, un guión impetuoso, homérico: la trilogía sobre la caballería (Ford Apache, La legión invencible y Río Grande). Son de los que aprietan la mano en el saludo, respetan la palabra dada y desertan de la lasitud de los tiempos postmodernos; son como los buenos poetas, invisibles: no te fascinan, huyen del fútil deslumbramiento, conquistándote, sin embargo, por la suma de sus conductas.

Luego suceden.

Llegan para quedarse.
No, no es eso. Llegan, te quieren y se van, sabiendo que el rito nos protege; atávicos, como los estratos de la especie.

Insisto. Llegan, te quieren y se van.

Hoy seríamos los “friquis” de la clase, pero de aquella, corrían los 80: todo era acción, la televisión mater nutricia de iconos, Warhol o Tàpies en pleno apogeo, la ambigüedad, la experimentación, la postvanguardia en el arte, el furor del consumo, el pop español en los radiocasetes; la ejecución antes que el resultado. En esa España de tribus, vehemencia vital y aspecto cortical que salía del blanco y negro para lanzarse al multicolor, constituíamos un corpúsculo micáceo más; algo desopilante, ingenuo, vital, en medio de aquel pastiche hormonado, fluyendo por pasillos de un desolador edificio gris que sin embargo recordamos verde; un gran bosque de cemento: así suelen ser los pabellones de la adolescencia leñosa: “La memoria es un dedo tembloroso”, escribió Juan Benet.

Con todo el simbolismo cromático que ustedes quieran darle, de ese territorio gris o verde, verdosamente gris, gris militar, verde grisáceo, verde que te quiero verde nos nació para la posteridad esa familia elegida, alternativa, que se conquista cuando todo es posible, cuando creemos que somos nosotros los escultores de vida y no el tiempo. Raíz, honestidad, adhesión incondicional: la heterogeneidad del yo se hace uno, el hegemónico amistoso al servicio del grupo; todo ocurre porque transcurre con los otros.

Fue una ceremonia más: veinte años después.

Nos faltaba Moreno y nos acompañaba el quinto elemento: esa suerte de ósmosis positiva, el conspirador Patuky.
De “esa delgadez fibrosa, llena de venas flagrantes, que el rock le había robado a Egon Schiele” (Alan Pauls), sólo nos queda un representante: el Padre Karras. Al bajo, espléndido, pulcramente bello, interpelado por algo que va más allá de la admiración y el entusiasmo. A la voz nuestro Jean Nouvel, el arquitecto de la seducción: Cholo.

A sus pies, en éxtasis cual ave que avizora, el resto.

Cuando están juntos en casa o en un humeante tugurio o hablando por Cimadevilla y cuando salen a contemplarse, ellos arriba de un escenario, los otros abajo, el pacto se consolida. Poca mueca en el dueto que escucha: el dedo que apunta a MePeino, un guiño sobre el estado de los amplis y el sonido, este asiente o niega (casi siempre lo segundo), los falsos pies de Patuky pisándonos a todos mientras sus aparentes rodillas bombean el pantalón con el vibrato, los tapping o los agudos “heavyotas”. Y yo observándolos, escrutando esa autenticidad que exhudan.

Lo que más sorprende: su sinergia. Y el linaje.

Apenas dicen; ríen, corre la cajetilla y se encienden recíprocamente los cigarros, exorcizan el pasado; el golpe, físico o verbal, suele amagar el afecto, de vez en cuando uno huye, en su regreso, los huecos entre los dedos desaparecen asidos a cuellos de botellas: arañas de engrudo etílico.

―¿Hace un mol?
―¡Venga!

La marca no importa, siempre es cerveza. Se miran y gozan. En eso se resume su vínculo: saberse grandes los unos en las miradas de los otros. Para comprobarlo sólo hace falta estar ahí. Nada más.

No envidio esa suerte de amistad masculina, sin saberlo, me adoptan como nativa. Esa exhibición, sus modos, la diversidad de registros, la mirada biselada, el humo entre sus cuerpos encorvados, su jerga, el descaro, el cúmulo de referencias, los diálogos de películas repetidos que ya sólo a ellos pertenecen, los personajes invocados, el recuerdo a aquellos que sólo están en el círculo conjurados (Alejandro Roy, Roger, Nino, CaraNeñona, Verdi, Concheso, Manzanas…), se interpone entre ellos y yo, no como frontera, sino como gárgola de complicidad.

La Ilíada me gusta por muchas razones (esta no es una entrada literaria acaso un conato de crónica así que no me voy a extender, no ha lugar), una de ellas por la memoria del hombre entre hombres. Los grandes reyes muertos, el respeto entre combatientes, el valor y la cobardía, la cólera de Aquiles, la mezquindad de Paris, la valentía y el amor de PríamoReminiscencias de un pasado donde los hombres se albergaban y reverenciaban.

Como aquellos que Homero cantó, así son estos hombres míos. Y digo míos y digo bien.

El resultado siempre es el mismo. Cada vez que me invitan, porque una reunión invariablemente es una fiesta, niego a mi admirado Luis Alberto de Cuenca, Cuando pienso en los viejos amigos, porque los míos se van, solemnes y crecidos, o heridos y vulnerables, pero siempre tatuados de los otros, mascando tabaco incondicional y con billete de vuelta.


"... Entonces me encontraste tú...
vaga sombra extraída de una crónica apócrifa,
deux ex machina, sueño forjado por un loco
para rehabilitarme y condonar mis deudas.

Llegabas como el drago de tu patria: frondoso,
soberbio y milenario, cargado de leyendas,
lleno de grutas feéricas y amores primevales,
con el pájaro azul y la rama de oro.

Hablaste y tus palabras sonaron en la estancia
como viejos hexámetros de Homero o de Virgilio.
No me herían. Cantaban. Y en sus modulaciones
vibraba la amistad y la paz retornaba.

Dijiste del saqueo de Troya por los griegos,
de la sombra de Helena y del hacha de Hagen,
de abrazos que duraron un siglo, de Nausícaa
y del múltiple rostro del campeón eterno.

Todo era matinal, como los desafíos,
como los desayunos de la señora Hudson.
Y la brisa del alba traía las canciones
primeras de la especie, los primeros latidos.

Las horas discurrían doradas, y tú, hermano,
me hacías regresar al claustro de la vida.
Y Otelo no tenía que matar a Desdémona,
y Angélica sufría los desdenes de Orlando.

Luis Alberto de Cuenca, "Encuentro del autor con F.A."

martes, 7 de julio de 2009

Ausencias


Zóbel, Invierno húmedo




“Hoy he visto mi rostro tan ajeno,
tan caído y sin par
en este espejo.

Está duro y tan otro con sus años,
su palidez, sus pómulos agudos,
su nariz afilada entre los dientes,
sus cristales domésticos cansados,
su costumbre sin fe, sólo costumbre.
He tocado sus sienes: aún latía
un ser allí. Latía. ¡Oh vida, vida!

Me he puesto a caminar. También fue niño
este rostro, otra vez, con madre al fondo.
De frágiles juguetes fue tan niño,
en la casa lluviosa y trajinada,
en el parque infantil
―ángeles tontos―
niño municipal con aro y árboles.

Pero ahora me mira ―mudo asombro,
glacial asombro en este espejo solo―
y ¿dónde estoy ―me digo―
y quién me mira
desde este rostro, máscara de nadie?”

“El espejo”, José Ángel Valente



Había gente de domingo. Las salas de los geriátricos se llenan de ella.
Se acercó. Le besó la frente, las manos manchadas, retorcidas sobre sí mismas, le acarició el pelo, acaso más blanco entre sus dedos y se detuvo en aquel embeleso con que lo miraba, ojos legañosos, sin pestañas, reconocidos apenas por sus cuencas. Le dijo al oído que estaba bellísima, que la quería, como siempre, como entonces, cuando lo llamaba desde la cocina oliendo a guiso, entre peroles y vapores de pueblo; no mentía. La veía hermosa.

El brillo se disolvió: ella había vuelto a la otra parte.

Todo lo cubrió el ruido, los jóvenes envejecidos como sombras en andadores, las hijas atusando los cabellos, colocando las mantas, frenando las sillas, ajustando las correas, sosteniendo aquellos huesos aristas secas entre cojines. Las bocas abiertas, sin dientes.
Un circo de teleñecos tristes.
Al rato llegaron más. Todos eran hijos. O hijos de los hijos. Más hijos de hijos.

―¿Te quedas a comer? He preparado caracoles.
―Vale.

Y volvió a irse.

De los otros no quiso saber nada.
Le acarició las orejas, le siguió susurrando, volcándose en ella, al oído; le ató el babero y le dio, cucharada a cucharada, unas natillas. Parecía pequeña, ovillada entre los almohadones. La mirada por allí. Siempre por allí.

―Las hice esta noche, para ti. No digas nada: llevan huevo.
―Cuando el gato no está, los ratones van de fiesta.

Después el silencio. Todavía era pronto.

Teresa tenía noventa y seis años. Vivía allí desde hacía tres. Al principio se quejaba, te cogía de la ropa y te decía que la esperases, que se iría contigo, que necesitaba unos zapatos y el abrigo. Que José la esperaba en Barcelona.

Pronto dejó de hacerlo. Con la costumbre vino el olvido.
Y el callarse.

No mencionó a su marido. Nunca más. Ni dijo que aquella no era su casa. Ni preguntó por la hacienda y las tierras, el piso del Ensanche, la salud de los suyos o los niños.

Todo fueron estrellas fugaces.

No pude contarle que al fin escribí su historia, que gané aquel premio, que su nombre figuraba en la dedicatoria. No le dije tampoco que le regalé a mi hijo Guerra y paz, el primer libro que ella me compró "Para que me leas cuando vengas", una adaptación juvenil, donde tomó forma mi amor a la literatura.

"Me permitiste un refugio y allí anidé."

Me dio todo lo que tuvo y lo que no tuvo. Me reconoció como suyo. Lo demás: a nadie le importa.

―Hoy no iré a la huerta. Parece que va a llover. Dile al tío que guarde la yegua.
―Sí. Ahora voy.

Fue muy fácil ser su nieto. Acaso su hijo: esas mujeres no diferenciaban, abrían las alas y te metían dentro. Como un vientre jamás saciado.

―Después de la cena leeremos un poco, tu padre vendrá tarde. Lo esperaremos.
―Claro madre.

La máscara. Y la nostalgia.
Me duelen los restos de su vida.
Me acerco y respiro su vejez, como jirones de tierra mojada. Cierro los ojos. La veo trajinando en la cocina, subida al almendro, colocándose las medias y haciéndose la raya, con ese pelo ondulado, fuerte y telúrico, con el genio enhebrado a la cintura y la risa tendida entre los labios.

―¿Quién eres?
―Soy tu nieto.

Ha vuelto a irse.
Y yo con ella.

“… y ¿dónde estoy ―me digo―
y quién me mira
desde este rostro, máscara de nadie?”