sábado, 31 de diciembre de 2011

Deshuesado el 2011


"No se permitía el lujo sencillo de la culpa. Dada su propia naturaleza y las circunstancias de su vida con Edith, no había nada que pudiera haber hecho. Y aquel conocimiento intensificaba su pena más que ninguna culpa y hacía el amor por su hija más penetrante y profundo.
Ella era, él lo sabía, una de esas personas extrañas y siempre encantadoras cuya naturaleza moral era tan delicada que debía alimentarse y cuidarse para que pudiera ser completa. Ajena al mundo, tenía que vivir donde no estuviera en casa; ávida de ternura y paz, tenía que alimentarse de indiferencia, insensibilidad y ruido. Era una naturaleza que, incluso en escenarios extraños y hostiles donde tuviera que vivir, no tenía la fiereza para repeler las fuerzas brutales que se le oponían y sólo podía retirarse a una quietud en la que sentirse desolada y pequeña y estar apaciblemente tranquila."

J. Williams, Stoner

Por fin el cierre del año, el balance, las presencias y sus ausencias, el viento que sopla a favor y el que va en contra. Los propósitos idos y los que nacen. Es difícil recordar todo lo ocurrido en doce meses, saberse cada uno de lo que somos en el conjunto que descansa bajo nuestra certeza de existir uno, de tener un nombre, unos apellidos, un lugar de nacimiento, unas raíces, una familia, un hogar. 
Estoy a unas horas de mi cita con la San Silvestre. Respiro hondo, como lo hago cuando detengo la carrera y bajo el volumen de la música en el MP3, mirando el mar, en el punto en que doblo mi cuerpo por la cintura y me dejo caer: Natalia, has llegado a la meta, ahora camina despacio; respira. Y el corazón rebaja su ritmo, el cuerpo que me contiene, humillado por mis excesos, toma la revancha, duele aquí, suena allá, cruje de este otro lado. No obstante, las endorfinas fluyen: estoy viva, es terrible, y estoy viva.
Creo que lo leí en Luz de agosto, dónde si no, Faulkner magister, que todo tiene su castigo como todo tiene su recompensa. Así se corre. Así se vive.
No ha sido un 2011 de páramo, sino de carne en plétora: en la luz y en la sombra. He dado una vuelta al mundo de mí misma para regresar a lo que parece ser el mismo sitio pero que jamás será ya lo que un día fue o era. 
Capas de experiencia me hollan. 
Las preguntas nunca son sencillas, las respuestas sí. El ímpetu, la cada vez más esporádica inocencia, los errores, el santo Grial, las tozudeces, la versificación de una historia que se niega a entrar en el ritmo de esa forma poética que habíamos conjurado... me contienen. 
Algunas personas llevan un mapa para caminar por su futuro, otras, como aprendices de geólogo, vamos cartografiando el territorio en la medida en que se construye bajo las pisadas. El amor es fácil, la vida nunca lo es, algún hombre mío me lo dijo; de hecho, si así fuera, no la sentiríamos como vida: la línea blanca que se dibuja en la máquina conectada al cuerpo sin picos ni pulsiones denota ausencia de latido. Cuando todo se aquiete, no estaremos viviendo. Eso no; será el mero fluir. Vale. También vale. 
Las crisis son imprescindibles, el término en su etimología griega, para el crecimiento. Me compadezco de la crisis interna y asisto como los pequeños mocosos de Capra, con humildad sin aceptación ni resignación, a lo que las finanzas con sus gruesos dirigentes han hecho de este año que nos conduce una suerte de esclavitud y primitivismo económicos. Dios había abandonado a los judíos en el campo de concentración de Auschwitz- Birkenau, eso era lo que se decían para poder entender la crueldad de lo vivido. Sin dioses a quienes responsabilizar de lo que ocurre, me asusta el mundo que deviene por los adultos que ahora son niños. Prefiero pensar que el ruido también impondrá su calma. Nacerán arranques, asistiremos a rebeliones, indicios de que estamos en movimiento, no expectantes. Confío en que la macroeconomía nos obligue a lo humano. No quedará otra. 
El marido de mi abuela, teniente en el bando republicano, vivió dos guerras, pasó hambre, frío, fue torturado, escapó de la pena de muerte en bicicleta, vio morir a sus seres más queridos, lloró ante una Unión Soviética que le volvió frágil el ideario por el que tanto había luchado...; con todo, no vaciló ante lo humano. Fue un héroe de guerra y un héroe de vida. Y el hombre que volvió cincuenta años después, viudo y con diez hijos, a buscar a mi abuela con la que se casó setentón y locamente enamorado. Nunca se resignó. Era un rebelde por eso la vida le quitó y le dio todo, a partes constantes. Hablaba poco y era sabio. Siempre admitió que este asunto de estar aquí sin esperar un cielo era complicado. Pero no se sentó a mirar, sacó los puños; en lo grande y en lo pequeño. Cada fin de año, brindo por ellos y los invoco, a él y a mi abuela, las dos personas que más he admirado en la letra minúscula.
Las personas valemos más por lo que callamos que por lo que decimos, por nuestros gestos que por nuestras palabras; el oropel sometido al veredicto del tiempo, siempre baratija. Así que hoy cuenta lo acumulado, lo aprendido, lo refutado y el misterio de lo venidero. Más allá de las intenciones se abrirá la tierra y ya veremos cómo la vamos penetrando. 
En la mochila llevo provisiones: el agua de las personas que amo: mis amigas y mis amigos, los de la sangre aceptada; el brillo de los que apenas acaban de incorporarse y con los que me hallo en pleno descubrimiento; el talismán de mi entusiasmo que me empuja a la vida; las clases, los pasillos, los adolescentes: el rigor que se hace sentimiento; la mecánica de mi cuerpo, que esté sano, que siga corriendo al lado del mar, que no me abandone ni me castigue, que me regale el tesoro del placer, que siga sintiéndose joven porque está lleno de cosas por vivir; el afán del lenguaje: aprendizaje constante y adarce; los nuevos proyectos: en qué aula y a qué lugares me llevará la docencia, cómo el libro que está en construcción irá sedimentando, qué artículos me nutrirán, qué miradas arrojaré sobre la obra de otros, qué apasionamiento me atrapará al hilo de este o aquel asunto teórico; la ilusión de la epifanía sentimental, esa también la incorporo; libros, libros, libros: ficciones, ficciones, ficciones, ensayo y pensamiento, poemas; películas sí, como escenas sin término de Fellini, Antonioni, Truffaut...; poco más necesito porque la brújula que no va a la espalda, sino en la mano es ese tú, penetrante y profundo, que es la carne de mi vientre y para quien Claudio Rodríguez me regala los siguientes versos:

Quisiera estar contigo no por verte
sino por ver lo mismo que tú, cada
cosa en la que respiras como en esta
lluvia de tanta sencillez, que lava.

Adieu 2011, Adieu...


jueves, 29 de diciembre de 2011

Enigma y Simulacros. Sobre el devenir trágico de la escritura literaria



"Tiempo destruye a tiempo, voz a voz, hombre a hombre.
Sueño destruye a sueño. Otro es el mío ahora".


Pere Gimferrer


Querido Vicente:


Tiene la vida sus propios mecanismos compensatorios, como el día su luz y su noche. Ayer recibí una mala noticia, escribí una entrada llevada por la animosidad y cierta vehemencia que no suele caracterizarme. Ocurrió que alguien a quien quiero mucho, válida por sí misma, sí, pero merecedora de una vida plena, también, la suerte y esas cosas, sufrió uno de los aletazos de la injusticia. El moho que no le toca. 
Ha iniciado un nuevo camino, alguien la hace feliz. Entonces, a él en el arco de la ley lo dejan fuera. Un padre sin sus hijos. Un buen padre, pero de eso ya hablé mucho y no muy bien.
Me enfadé por él, por ella, por ser mujer. Me hirvió el corazón. Fui azúcar en punto. Esta mañana comprobé que mi amiga y su amor han resuelto, han pactado, han aceptado e inician un nuevo proceso en la batalla, de la mano y con fuerza. Vale. El post no lo quito, una también tiene su lado oscuro. Narices. Fin del capítulo: fortuna estará con los audaces y mi salmonetina rubia y su chico serán recompensados. Seguro. Y tendré la suerte de que seguirán formando parte de mi paisaje 2012. 
Eso sucedió ayer, interior mañana. Exterior tarde fui a ver a uno de mis favoritos, mi Chemina, nada me gusta más que bajo la lluvia y con los cascos en formato macarra pasear la playa vacía rumbo a comprar libros. Entro, saludo a JL, husmeo, comentamos, escucho música Paradiso... ayer, encima, había bola extra. Un texto que anhelaba, zaca, punzada en piel. 
Aquí lo tienes, Vallverdú.
Y fui todo lo feliz que triste había sido horas antes con la noticia de M., su compañero y el fallo de la jueza. Lo dicho, la vida como balanza. El ritmo del carrusel.
162 páginas de reflexión y belleza. Orestes, Nietzsche, Gracq, Jünger, Runciman, Sade, Kafka, Blanchot, Améry (Sebald, Calasso y Canetti en sombra)...; un puñado de nombres que sostienen, como emblema, el amor a la literatura. Por sí ya bastaría como anzuelo. Pues bien, solo es el principio. Eurídice para Orfeo: lo escrito que perdurará en lo privado del exegeta como ofrenda al público lector. No es un libro fácil. No lo es. No se acerquen a butacas cómodas de ficciones dulces. Quien agarre esta lectura será quien haya llegado al final de El árbol de la vida "leyendo" una teosofía y no un Brad Pitt peroquémehashechomelargodelcine. Por ejemplo: nadie prometió que lo hermoso fuera fácil.
Nada de amabilidad, de concesiones, de compasión; el descenso será al infierno del ser humano, a lo oscuro de la naturaleza, a los puentes hacia el lugar donde acaso nunca debimos de ser invitados. Se sufre y te enamora. Lo uno no sin lo otro, dos caras de un proceso de vida. El envoltorio: toda una confesión apasionada de uso del lenguaje. Estilo, delicadeza, preciosismo. En la lectura declinante, los tiempos serán rápidos, la riqueza extrema, las sombras muchas. Hay un juego de espejos. Hay una exigencia máxima. Hay un río de referencias que solo un poeta culturalista, de haber nacido en el dónde y en el cuándo no digo yo que no hubiese figurado nuestro ora poeta ora estudioso entre los Novísimos, podría diseñar en párrafos que huelen a ensayo leído en la vieja Viena, a noches insomnes del filósofo prusiano, al explorador encendido porque en su búsqueda, a pleno desierto, no lo asisten los mapas. 
Carne oscura. Pan negro. Absenta y sangre.
Bajo el armiño, releo. Asciende y me gusta. Un poco más que la anterior vez. 
Enigmas y simulacros.
No quiero hacer una entrada sesuda, con él solo cabe el champán y las ostras; un buen caviar en el salón, la elegancia del diplomático, el savoir faire de a quien le nace la clase, a mí me deja la sombrilla. Algo más laborioso lo haremos después. Ahora suena el arrebato.
En la mitología de lo nuestro, solo quiero dejar constancia de que fui una niña abriendo el libro, desenvolviendo el artefacto, recibiendo la luz de Alcides. Fui feliz. Ahora me relamo, releyendo todo y tanto. La condición humana, la grieta y la herida. 
El sol entra y yo me tiro en el sofá con el don entre mis manos. Estoy de enhorabuena con tu ensayo. Debes creerme, a pesar de mi comportamiento incestuoso, es una joya. 
Siempre estaremos solos, ex ovo y hasta el fin. Tú lo dices y yo asiento.
El tambor percute. Mañana estaremos muertos. Ergo voy a disfrutar de tu libro, amigo. Y las hebras de lo dicho, sentido, vivido flotan. Te quedarás, entre los míos, hasta la hora quieta. 
Qué bien. Tu libro es un regalo. Alimento y luminaria. 
Te dejo, mon chére, pues voy a disfrutarlo.


[DUQUE V. (2011), Enigma y simulacros. Sobre el devenir trágico de la escritura literaria, Vaso Roto Ediciones.]

miércoles, 28 de diciembre de 2011

La custodia se la han dado a ella

Para M. que sabe cuánto deseo su felicidad; que ésta se haga presente

Hoy quisiera ganarle / un poco de terreno a lo indecible [...] cada cosa llenada de sí misma. 

Tomás Segovia

Al cerrar el correo, indignada (una de las palabras, lo sé, de este 2011 que se diluye) por el ala expansiva de la injusticia, supe que contra cierto tipo de iniquidad, estable, consolidada, asentada, poco hay que hacer salvo rebelarse. Una lágrima al teléfono, un "Lo siento" trasnochado, un "Iré a verte cuando quieras". Estoy a tu lado. Al suyo. Poco más. 
En un día como hoy la culpa, la costumbre y lo atávico son los únicos argumentos que pueden motivar una sentencia que quite los hijos al padre. Al varón. No es un hombre que haya puesto su semillita en un vaso de carne bien nutrido, que se ocupe de lo otro, agenda completa, mientras ella se hincha como un globo, vomita ora sí y ora también, respira cargando las bolsas de la compra, aspira con las piernas abiertas y tira un plato al suelo, sola, con ese muñón de carne alimentándosele por dentro. Y un "Descansa, mi amor" siendo en realidad un "No es cosa mía". "Ya irá tu madre al parto que a mí verte así de abiertona y echando de todo por ese agujero no me conviene que igual luego se me cruzan imágenes mientras canto ópera sobre tu cajita mágica, cualquier sesión de sexo de sábado, y eso, ñanñanñán no es bueno mezclarlo. Quita, quita. De paso, ya le digo yo a tu suegra, mi madre, que se venga a dormir con nosotros los primeros días, que  te ayude en las noches de llantina y en los túperes que me llevo al trabajo, para que estés aliviada. Como ves, todo pensado y organizado, para eso está tu churri: para tomar la dirección y lograr los objetivos. Somos una empresa, hala, tú a parir."
La mujer transparente, la mujer que ya no busca, la mujer incondicional.
Comento, con pesadumbre, que a las mujeres nos han engañado, o nos hemos dejado engañar, tanto monta monta tanto. No tenemos todas esas piernas para aquellas muchas carreras que se abren detrás de la línea blanca que dice: eres mujer, lo eres, y mejoras cada vez que te lo dices, igual que él; igual que ellos. 
Las mujeres caen como moscas. 
Las mujeres toman pastillas (para poder estar activas, para que no las arriende la tristeza, para estar húmedamente calientes de noche, para poder dormir). 
Las mujeres atiborran los gimnasios. 
Las mujeres se someten a la cirugía estética; reciben implantes que no logran tapar los agujeros que las succionan. Por dentro. Siempre por dentro. Con agujas les borran a bótox el oficio de la vida.
Las mujeres se deforman estresadas, cigarrillo en boca, el móvil con el manos libre, paradas en doble fila para recoger el traje del mastuerzo en la tintorería 24 horas, corriendo la jornada que se inicia con el desayuno de los niños, el desayuno del trabajo, el desayuno del gimnasio, el desayuno de las extra-escolares, el desayuno de los deberes, el desayuno de la colada, de la cena, del estudio nocturno (el trabajo está muy mal, sube, aspira, trepa), de la plancha mientras se instruyen en cine clásico o con el deuvedé de cómo se habla alemán en tres semanas o documentales de la 2 no sea que...; de noche, entre las doce y las dos, recuerda que el desayuno incluye irte a la cama, pero "con ganas", ¿eh? A mí no me vale un sexo flojete: tú como una loba, mi amol, que en la web me he puesto caliente esta tarde mientras tú no tengo ni idea en qué malgastabas "tu" tiempo y "nuestro" dinero. Ya que estás levantada, anda, de paso, tráeme una cervecita, que el tute me ha dejado la lengua seca. E igual quieres más.
¿Más?
Y ellas se dicen "que te la pique un pollo". Seguramente, sonriendo. Claro, somos siete mujeres por cada hombre y vete tú a saber si no llegará otra que te encienda mejor el mechero.
Un poco más tú. Solo pides eso.
Y se hacen viejas, y se mustian, y se entristecen; porque van perdiendo los años en las orillas sin saber que se alejan de su presente. El río sigue fluyendo. Sin la alegría, al menos, de tenerse a sí mismas; de ir más allá de un contenedor de generaciones anteriores, de expectativas elevadas, de hijos que les nacieron, de un hombre que hace mucho que ha dejado de converger con ella, en ella, hacia ella.
Hasta aquí lo sabemos todo. Hay otro discurso. Lo hay. Un hombre que es compañero, que ha sido quien a fuerza de cuidarte, de cuidaros, ha construido contigo una vida, un hogar, unos hijos. Que supo respirar por ti o contigo, que hizo tus días más cortos y tus noches más largas, que aplaudió tus logros, que rebajó tus miedos, que te quitó la carga para que pudieras caminar a tu ritmo, de su lado o un poco por delante. Que se ilusionó metiendo el predictor en tu orina, que dibujó planetas y constelaciones en el universo de piel alrededor de tu ombligo, que cantó para que pudierais dormiros, tú y el latido que llevaría vuestro nombre. Que fue, ilusionado, expectante, amándote a pesar de todo o por eso mismo, a cada cita médica, al vaivén de la glucosa, a las ecografías, a las clases preparto; que compró bodies y calcetines; que entrenó con el nenuco y el pañal; que te admiró, en la hembra, cuando de tu cuerpo vio el trabajo, la fuerza, el don de lo que nombramos con la palabra "vida". Que hizo los biberones, las curas, las visitas pediátricas, los ingresos en neonatología, las noches, las mañanas, las nanas, tus descansos; que construyó a tu lado, contigo, los meses y los años de esos niños que lo llaman papá, que le piden agua a media noche, que no pueden dormirse sin su cuento, que lleva para ellos el uniforme de conductor, de cocinero, de Mago, de constructor de teatros de madera, de voces y dibujos. Que cocina las mejores papillas de fruta, los más exquisitos purés de carne o pescado, los desayunos del cole; y hasta los besos más ricos. Su padre y su madre, refugio, fuente, hogar.
Sucede que un día ya no funciona. El amor caprichoso y fortuito se va y un no sé qué necesario para seguir sosteniendo la familia desconoce el milagro, se pierde el sedal. Y ya no sois dos, pero continuáis siendo cuatro o cinco o seis o más. 
Hoy, amor, sin embargo, ya no te amo.
Y decides o decide. Y algo se rompe, algo que no podrá unirse, necesitas que así sea pero no puede, no puedes. Pides que algo ocurra. Esto es. Pero no llega. Le das a la tecla y no tira. Te engañas. Se engaña. Cubrís de gente, de agenda, de opuestos, para que no llegue el espacio denominado "Al fin solos". Para que no. Muy profesional. Sí. Por supuesto.
Recuerdas, caminas despacio, sacas las fotos, reúnes a la familia. Nada. ¿Ahora qué? Solo la nada.
Así que te vas. Querrías no hacerlo. Vale. Buscas a esa persona que se te ha ido. Te acercas. Y el frío, y el dormir a un solo lado de la cama, la llave que no entra con ímpetu en una cerradura desde donde no ves la casa; o su casa. O tu casa.
No me esperes, descansa, debo darle al trabajo. 
Abres la ventana. De la calle sube el ruido, la charla usual, la putrefacción que desde el camión de la basura se te mete corriendo, acompañando: ¿eres tú acaso quien huele así?
Y tienes que irte. 
Las relaciones son asimétricas y la generosidad no abunda en el amor; cuanto menos en el desamor. Es una cuestión de poder. Gana el más fuerte, ni de broma el mejor.
Y no me vas a dejar colgado. Colgada. Te quedas y te aguantas. Te lo crees y punto. Y ya veremos. La casa es mía, la hipoteca nuestra, los hijos se quedan. 
Él vive para sus hijos. Ella lo sabe. La juez duda. Ambos los han criado. Si me apuran, él más. Por eso pide la custodia compartida, porque quiere a sus hijos con su madre. Con su padre. Casi como entonces. Ella no. Son míos. Y un detective los vigila. El informe los enseña en el parque, en una obra de teatro infantil, en un zoo de inmersión visitando gorilas de espaldas plateadas. Y los abuelos cubren las noches: pobre, mírala, será capullo. Y el victimismo caliente como un huevo. Y alguien te dice, si tienes el derecho, ejércelo. No seas tonta. Así oro parece plata no es. Que te quiten lo bailao; al enemigo ni agua: la mitad de la deuda, los euros de pensión y ya veremos si no te pones brava.
Se te olvida que uno solo conserva lo que no amarra. Que los hijos sí tienen memoria.
Los cantos de sirena están ahí. Vamos, hombre. Un caudal de voces femeninas: son tuyos, nosotras parimos y nosotras decidimos, él no será ya tu salvavidas. ¿Quién te va a mirar, ajada y llena de estrías? Lo mejor de tu vida se lo ha llevado él, rezaba una copla. Pues que pague, sí que pague, venga que pague.
Los hijos, entonces, se quedan. La juez duda. Buen síntoma. En los tiempos que no están con el padre la madre los comparte; no con él. Porque no llega, porque no sabe, porque no puede. La casa la pagan a medias; él tiene un cuchitril porque no da para todo. ¿Y han de vivir así, mis hijos o sus hijos, ya no nuestros hijos? Sus suegros no le hablan. Recoge a los niños en el portal. La culpabilidad lo va untando, lo envuelve, cuando lo llama, cuando le falta al respeto, cuando le cambia las horas y las citas, en la gota del rencor y la revancha; los tiempos y las vacaciones. Ha dejado de ser aquella roca donde ella crecía. Que te den, machito.
¿Y los niños? ¿No son suyos y míos? ¿no hemos sido dos empollando, sobre el calor, anudando? ¿qué tierra les dejamos, mi amor, qué tierra?
La llama. Sin el fragor del consenso. Ahora te lo cojo. Ahora te cuelgo. Ahora te insulto.
¿Dónde se ha ido? ¿Dónde está ella, aquella a la que le nacieron nuestros hijos? A tu servicio para que no me los quites; a tus conversaciones para que no me los quites; a tu dolor, tu angustia, tu desesperación, para que no me los quites. Tu amigo te dice que si te vas, vete. No acates, no consientas, no le des la mano. ¿Y mis hijos? Es su madre. Soy su padre.
Si los quieres, pelea ante el juez.
Sal de casa. La amenaza en el aire.
Y lo haces. Vaya si lo haces. La abogada te dice que confíes. Eres un gran padre, hay un compromiso, todo  sopla a favor. La jueza tarda porque se lo está pensando. Nos regala esperanza.
Es un buen índice: es bueno, es bueno, es bueno. El aire seco te enreda con hojas. Una mujer con un acordeón canta que la vida es un dilema. Esa que pasa, junto a los árboles, entre el parque, en el cigarrillo que te fumas en el ínterin que esperas a que la abogada llame y tu vida sea una u otra. No hay ciencia, solo estadística. Pintan bastos.
Y descuelgas, en el corazón una banda sonora suena, esa sonoridad de la que no te vas a desprender nunca.
Ella dice, te llega despacio y deprisa, como una ola, como la tercera ola:
Ya ha salido la sentencia. Le dieron la custodia a ella. El hembrismo y sus cadáveres. ¿Estás ahí?
A partir de ahora ya siempre estará en otra parte. Fuera o casi fuera. O lejos. No lo suficientemente cerca. Se le acerca un niño porque se le ha salido la cadena de la bici y no sabe cómo ponerla.
Al hombre también se le ha salido la cadena de la bici. Tampoco sabe cómo ponerla.
Soy mujer. Somos muchas las mujeres. Tengo hijos con el mejor padre del mundo. Tenemos hijos con padres maravillosos que nunca deben dejar de serlo. Ni yo, ni tú, ni ella se lo quitaría. Es a mis hijos, a sus hijos a quienes nunca les quitaría, les quitarían a su padre. Quizá todo está en darle la vuelta a las cosas.
Ayer brillaba la luna en menguante porque la luz de la tierra se reflejaba en ella. Nos hicieron creer que era la luna quien desprendía esa luz. Era falso. Ahora sabemos la verdad: el itinerario correcto. Nos hicieron creer que los niños eran cosa nuestra, lo cambiamos, pudimos hacerlo, costó mucho y durante un largo tiempo en el afán de que fueran también cosa suya. Ahora sabemos la verdad. Por los hijos y los hijos de nuestros hijos.
No ha ganado ella, no ha ganado la mujer, no he ganado yo contigo; no soy parte de tu hazaña. Porque han perdido los niños. Porque hemos perdido con ellos.
Según Raymond Chandler "Hay rubias y rubias".
Una vez más, la cuerda se ha roto por el lado más débil.
Zas, cayó la trampilla.
Y solo por ser mujer noto la vergüenza, como él, vejado, cada vez que un hombre levanta la mano a esta, esa o aquella mujer; le digo a ese hombre ahora tan frágil "Lo siento". Por descontado, le estoy pidiendo perdón.
Como el judío que no tiró la piedra; como el amo ante el negro esclavo a quien liberó; como el alemán, que no participó de la autocracia, en el sembrado de cadáveres judíos.
Lo siento.
Perdón.

["Las niñas se quedan" es una frase que da título a un cuento de Alice Munro en la antología El amor de una mujer generosa. Por eso el eco.]
[La frase de Raymond Chandler me la recordó, a propósito de cosas menos tristes, entre cervezas y música de Nick Cave el poeta Fernando Menéndez, Un haz fecundo/ paracaídas que surca este enredo de esferas...]

lunes, 26 de diciembre de 2011

Y Yahvé puso una señal a Caín


Gijón, salón de actos del Antiguo Instituto. Día 22 de diciembre de 2011. Mientras los afortunados saltaban el crepúsculo entre cava y lágrimas porque la mano de la Suerte se extendió a través de un número premiado por su casa, su familia, su municipio, Amelia Valcárcel ofrecía una conferencia de una hora sobre la "ontología de la deuda": ni una butaca vacía, lo cual nos reconcilia con el ser humano. Un poquito, ya saben. ¿Precio o valor?
Sucedió que allí asistimos a la maestría, a la constancia, a la erudición. Todo nace con una semilla. Una pregunta, un roer intelectual que debe saberse engrasado, una chispa flotando sobre el ramaje del investigador. La exploradora cargó su mochila e inició su camino. De un pasaje de la Biblia que compartió con Rafael Sánchez Ferlosio nacieron las primeras notas. Somos hijos de los hijos de un fratricidio. Llevamos el mal, la culpa, el crimen anidados a nuestra especie. Fuimos pastores o agricultores. Caínes o Abeles. Agazós o Kakós. ¿El perdón? ¿El arrepentimieno? ¿La memoria? 
"El perdón es la vertiente moral del olvido. Si hay una señal nadie puede olvidarse del crimen". Sucedió que esa reflexión seminal dio lugar a un estudio, a una publicación, a esta conferencia. Desde el púlpito hablaba una maestra, también una entusiasta. También. 
Y una estudiosa y una contadora de historias; y la humildad de quien explica:

Las historias que los relatos religiosos transmiten nunca son inocuas. En el mundo del objetivismo moral, la intención no cuenta, todo sucede por algo. La moral grupal no necesita la intención. El mal es objetivo. Está ahí. En la moral arcaica el arrepentimiento y la expiación no eran conmutativos. Es un rasgo arcaico propio de la historia prefilosófica de los términos morales. Todo mal es resultado de un mal previo del que se constituye como castigo. La Grecia Antigua, El Antiguo Testamento no saben de la intención. Los Dioses envían calamidades. La cólera divina hasta la cuarta generación y será en forma de desgracias. Como herederos del Siglo de las Luces, como hijos de un XX hermenéutico, todo ha de ser contextualizado y aprehendible, creemos que el padecer males es azaroso, aunque lo seguimos llamando mala suerte. El Código de Hamurabi, La Ley del Talión: el mal por el mal dispensado por una instancia superior, externa, llamada Justicia o Ley, sobre la base de la venganza, detiene la cadena infinita del desquite. La culpa deja su marca. Dios vengativo frente a Dios misericordioso. La necesidad del perdón fundante para que todo siga, avance, sostenga una sociedad o una familia. ¿Perdón u olvido? En la desmemoria puede negarse el perdón; prefiero olvidar a perdonar. Porque el perdón necesita de pocas palabras y de un gran esfuerzo. ¿Es acaso el perdón el remedio del que se sabe en el lado débil para mantener la dignidad? Perdono porque no saben lo que hacen. Pensar siempre es decidir. Olvidar y perdonar ¿demasiado complejos?. Lo que no se nombra no existe. Olvidamos para sanar. Y volvemos al compromiso: detrás siempre esa deuda porque solo perdonaremos cuando reconozcamos que existe el débito; como un acto de clemencia. Olvidar es humano. El perdón no es justo. Nuestra vida es finita, por tanto, qué beneficiosa es la desmemoria. ¿O no?


Hasta aquí puedo contar. Disertó sobre esto y mucho más. Explicó, resolvió, aclaró. A los Magos les pido el libro de Amelia Valcárcel, La memoria y el perdón, que no cambio, claro está, por la clase del día 22, pero que devoraré a fin de fijar todas esas ideas que sus palabras sembraron en mí. Así lo viví. En estos tiempos donde abundan tantos eruditos a la violeta, escuchar a una profesora universitaria, y utilizo el término a carta cabal, dando la lección, resulta una extrañeza. Algo mucho más excepcional, si me apuran, que el toque azaroso del Gordo navideño. Pero claro, valor y precio hoy en día son sinónimos. Michelangelo Buonarroti murió un febrero frío lleno de oro que su sobrino heredó. Este dato no deja de ser un chascarrillo anecdótico: es la escultura en una Piedad, la belleza en un David, la pintura al fresco de la bóveda de la Capilla Sixtina, la cúpula de la Basílica de San Pedro... lo que marcan a Miguel Ángel. Lo universal puso una señal en Michelangelo. Dejó un fruto. Y para el mundo que se funde generación tras generación el valor del arte, de la sabiduría, de la ciencia dejará absortos los ojos. Es otra suerte de señal; que como aquella también "dice" incesantemente.

[VALCÁRCEL, A. (2010), La memoria y el perdón, Herder]

domingo, 18 de diciembre de 2011

Pabellón chino

La complicidad, las risas, los cuerpos.
Un año después de aquello, Lou observaba a Rainer cómo mezclaba el yogur con la mermelada en un anexo al Boutique Hotel en la vieja Lisboa. Rainer, sin saber qué era lo que pasaba por la cabeza de aquella mujer, posó la cuchara, arrastró la silla hasta la pared, embozó el mantel de lino y se deslizó hasta la boca de Lou. Rainer nunca sería consciente de qué modo su cariño llegaba a aquella mujer. Cuando forzaba su punto de vista, cuando la encandilaba, en la consciencia de que la estaba seduciendo, jamás llegaría a la entrega y la adoración que Lou sentía por él cada vez que sus modos delataban esa intensa ternura espontánea.
Gozó de Rainer todo instante posible. Vivió su amor como si ese alemán con media sangre española fuera a morir cada madrugada para reencarnarse doce horas después.
Rainer fue su presente. 
Rainer que la salvó, Rainer que zurció, a golpes de constancia, la carcoma en el corazón de Lou. Rainer que nunca supo que Lou había sobrevivido. Que ella ya no creía en los milagros: que se prometió no volver a amar, a ser estúpidamente ingenua, a ejercer la generosidad; Lou que huyó de sí misma para poder soportar el dolor, la ausencia, el silencio. Lou que no contó con que para amar se necesitan dos personas y que aquel hombre venido del Norte no dejaría de seguirla, de ir a la batalla con sus armas, que no renunciaría a ella, aun cuando Lou se había roto y en su fragilidad había edificado de nuevo una coraza; que había confiado sus días a esa construcción de ingeniería, fabril, industriosa. Él no la dejaría irse. A pesar de Lou. Ese hombre nunca se resignaría.
Rainer la cogió fuerte de la mano. Salta conmigo, Lou, hazlo.
Y bajaron corriendo las escadinhas de Santos y rieron en la salazón del bacalao, entre portugueses que los miraban irritados y comensales venidos de fuera, a los que tenían que empujar para saltar la mesa y comerse la boca, allí, en la sencilla y familiar casa de comidas, Flor dos Arcos, en el fado y la Alfama (la chica de la cruz, incómoda, se santiguaba; había venido a una convivencia de novicias teresianas, había caído en la mesa al lado de Lou; en el frente de Rainer, una alemana entrada en carnes de viva voz solo cesaba en su perorata cuando el hombre se levantaba para besar los labios de la mujer. Rainer podía decir, gustaba de decir, solía decir, Lou, mi mujer). El gris lisboeta se hizo verde. Como sus silencios interrumpidos por la efusividad y el ardor de un abrazo retozón y caliente en los escondites que la niebla invernal les regalaba mientras atravesaban Rua das Janelas Verdes. 
Allí, en esa, vivió un teniente; toda campaña que emprendía era aprovechada por su mujer para quedarse encinta del hombre a quien amaba. Siete hijos, con los apellidos de su padre y de su madre. El marido nunca negó la paternidad y murió rodeado de su descendencia. Agradecido, incluso, de que el amor de otro hombre le hubiera sembrado la casa, a cuya ventana un hombre y una mujer, años más tardes mirarían para hacer de su vida un relato.
A Rainer le enternecían el uso que Lou hacía del idioma, las palabras que traía, sus grandes ojos abriéndose mientras se detenía a detallar eso y aquello, las estrías alrededor de sus ojos, como líneas dirigiendo el tráfico de las miradas al centro, iris y pupila. A Lou le gustaba que Rainer buscase la verdad, que le recitase párrafos completos de El Banquete, que asistiesen a sus opiniones citas y lugares. Porque Rainer era hombre de opinión. Suya, acertada o no; controvertida, en muchas ocasiones, cierto. De opinión. Con el brillo con que los entusiastas enceran su discurso.
A Rainer le apetecía preguntarle a su mujer de dónde le venía, así, sin avisar, ese gesto, como virutas de humo que le empañaban los ojos de tristeza. Nunca lo hizo. De antes nunca nada fue nombrado. Como una ofrenda a la desmemoria y al olvido.
Todo empieza en tu boca.
La verticalidad de Lou y Rainer. Sus besos. Como el vodka frío para un alcohólico ruso.
Tomas vino para quedarse. 
Rainer la rescató.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Que el diablo se lo lleve


"Era como si la feminidad fuera una corriente que atravesara un cable del que colgaba cierto número de bombillas iguales."

William Faulkner, Santuario

El extraño se acercó a ella en la sala de profesores. La mujer miraba la publicidad que las agencias ofertaban para la Nochevieja.

Roma.

Se detuvo a mirar precios, hoteles, horarios, días disponibles.

El hombre se acercó por detrás.

-Yo vuelo a Roma cada Nochevieja.

Lou no lo conocía. A pesar de su despiste, solía quedarse con los rostros del profesorado del centro. Nunca lo había visto antes. Quizá acababa de incorporarse.

-Me llamo Tomas. Sustituyo a Florian, el titular de alemán. Una baja. En principio dos meses.

-Ah. Florian.

Florian y Lou habían tenido sus coqueteos. Alguna noche había amanecido en su cama. Nada serio. No para ella. Lou, el mundo está lleno de hombres fascinantes. Pero tú aún no lo sabes. Llegará aquel que nos vengará a todos. A todos los imbéciles que nos dejamos seducir por una contoneante puta de piel pálida que mueve el culo como si sus rodillas estuvieran constreñidas por un cinturón de cuero. Un Florian despechado le había escupido aquellas palabras en una ocasión en que ella rechazó la oferta de subir a su apartamento. Días después, sobrio y delante de la máquina de bebidas calientes, pediría perdón.

-No necesito tus disculpas, Florian. Son cosas que pasan. El malentendido. Cada día.

-Ya. Cada día.

La cortesía había salvado la obligada convivencia. Pequeños gestos que implicaban la correcta compostura que se supone para dos compañeros.

-Sólo soy eso para ti. Está bien. Compañeros.

Lou hizo ademán de levantarse para asistir a la impecable presentación de Tomas (un hombre mayor, demasiado mayor para cubrir interinidades. Aroma estudiado, Issey Miyake, cabello abundante, altura; parecía llevar entre los huesos, bajo la americana, lana fina y estilo british, un arma cargada, eso suponía que el resto sabría leer que estaba lista y dispuesta para ser empleada. Sí, en cualquier momento. Eso).

No le dio tiempo. Con la cara girada, aquel hombre tomó el rostro de Lou entre sus manos y lo besó. Un beso a cada lado, como si se conocieran de antes. A Lou la incomodó y a la vez la perturbó esa intimidad que se arrogaba el recién llegado. Notó cómo la mente retrocedía frente a un brote de insumisión sin lograr apartar la atracción que aquel hombre liberó en su cuerpo. Un deseo físico tan intenso que casi se podía oler. Hurgar, masticar, manosear. Como un nudo de carne haciéndose.

-La vida no deja de sorprendernos. Tú, ¿sola? en el Panteón. Yo solo. Sería excesivo coincidir contigo en Nochevieja. Y peligroso. Dos o tres noches. Con sus días.

El arma cargada. Qué imbécil.

Descarado, el hombre sonrió con muesca de hiena, un algo que lo delataba como un espíritu depredador.

Así conoció a Tomas. Con la mirada rígida, ni siquiera pudo decidir el gesto; el cuerpo entregado, como un puñetazo sobre la mesa, en un acto de rebeldía, semejante a un perro que no puede dejar de salivar ante un trozo de carne. La rigidez de Lou resquebrajada, su autodominio, el control de las emociones; clic en la coraza inexpugnable. Y se abrió, por una vez, el cuerpo de Lou pudo. Así fue. Como tal cosa.

No volverás a verme, Lou. No te llamaré, no te escribiré, no te felicitaré ni en Navidad ni por tu aniversario.

Tomas vino para quedarse. Tomas, de trazo difícil, pagado de sí mismo, afilado en fundarse. Elegancia y apostura. Ese hombre tenía un vacío, un espacio que siempre mediaba entre sus ojos y los del otro, aquello que lo definía, acicate y ancla. Certeza. Tomas sentía que todo él era ese pozo negro. Lou se dio cuenta demasiado tarde de que aquella película de Antonioni que él le regaló en sus primeras navidades juntos, Las amigas, era una declaración de principios: Yo no necesito a nadie.

Tomas representaba a Lorenzo, aquel hombre que coleccionaba epifanías ardientes, puntos álgidos del enamoramiento, pintor frustrado e incapaz de amar a alguien. Un “artista”, un misántropo huyendo de los que tildaba de mediocres, muñidor de fracasos que se escudaba tras la traducción para que la bandera del oficio tapara la ausencia del don. Nunca sería un escritor. Ni siquiera de segunda fila. A qué intentarlo. Es tan fácil ser un triste.

Lou salmodió Tomas vino para quedarse (como una enfermedad crónica; como la lengua del invasor; como la catarsis en la tragedia).

Como vino para romperme el corazón.

¿Y Tomas?

Le soltó la mano, corrió al igual que un niño tras la cometa, excitado, exacerbado, radiante. Incandescente. Igual que ese mismo niño en su primer día de luces navideñas. De los primeros Reyes Magos. De esa bicicleta tan codiciada. El niño que un día rompió un cristal con piedras y salió deslizándose, entre vítores y aplausos, con todos, los de tercero, los de cuarto y algún rezagado de quinto nivel, gregarios de sus pisadas. El que engañó y no fue pillado. El que pudo robar las bragas de la maestra Casilda una mañana de agosto en el tendal próximo a la escuela y las pasó, de mano en mano, en los baños, al inicio de curso, triunfo y trofeo, entre todos aquellos que se encerraban con él en el lavabo.

Tomas las tiene, Tomas las tiene, Tomas las tiene.

El chico que condujo a escondidas el coche del abuelo, ese mismo que pasó un fin de semana en Ámsterdam fumando hierba, vio a los Rolling Stones en Londres y se licenció en lenguas modernas. El muchacho que probó el sabor agrio nacido de los plieges de todas esas muchachas que alimentarían sus ensoñaciones allá cuando fuera viejo.

Paseaban por Piazza Navona y él vio aquel puesto de películas de segunda mano.

-Espera aquí. No te muevas. Ya casi vuelvo.

Parecía tener veinte años menos. La diferencia de edad que lo separaba de Lou.

Apenas habían dormido. La había llevado a cenar a una taberna en Via del Corso, según Tomas, el mejor solomillo de carne danesa a la pimienta. Compartieron, Tomas cebaba a Lou, la mujer celebraba a Tomas, el postre de lechosa papaya. Hablaron, caminaron la noche romana igual que si Fellini los hubiese llevado de la mano en la película homónima, rieron, se besaron bajo farolas, en callejones, como si el mundo los ignorara. Eran piezas, ingredientes de un cuadro de Brueghel el Viejo, sobre la tela del invierno. Se amaron para pagar los intereses de aquellos años en que no se conocían, para asegurar, hacia delante, la memoria a la que acudirían despúes del final, que llegaría, impasible, terrible, reiterativo. Ominoso como todos los finales. Lou y Tomas en el círculo defectuoso, opresivo, inconcluso. ¿Inconcluso? A Tomas le gustaba jugar; el juego era una forma difícil de tener una vida fácil. O algo así.

Nunca he podido lograr olvidarte.

Al amanecer ya no eran los mismos. Tomas y Lou. En qué orilla del Tíber quedaron sus nombres escritos.

Cuando después el hombre vuelva a la capital italiana, lleve a esa, a aquella, a cualesquiera mujeres, bajo diferentes lenguas, nacidas en ciudades opuestas, por los lugares de Lou (mientras, en alguna parte, siempre habrá alguna otra parte, la mujer ya lejos, la que un día también fue suya, caminará felina, coqueta, ondulante, en su carne de hembra para el otro hombre, quien la mirará, siempre existirá ese otro hombre, y deseará poseerla hasta la entraña, como entonces lo hizo Tomas), cambie en su memoria los datos, juegue a borrarla en esa boca, llevado a escribir con lápiz sobre su álbum, a tachones, cuando eso ocurra, caerá sobre la mujer, moviéndose, derribado ya, con la pulpa caliente aún, latiendo y retrocediendo en sus atributos. Tomas languidecerá en ese ataúd de carne. Y será solo entonces…

La blancura de Lou. No quiero pensar en ella. Toda esa servidumbre.

Lou vestida de rojo como una caja de resonancia a sus envites, la luz de Roma coloreando su piel hasta el dorado, como si fuera un icono bizantino. Su voz de agua, la boca abierta, imitando el asco, por encima del gemido. Como una yegua que no se resiste, encelada; con todo su peso, inconfundible, negando la costumbre.

Lou. ¿Qué haces, dónde vives, qué comes?

Fue ella quien le contó la disputa entre Bernini y Borromini, a qué se debía aquella escultura con las manos cruzadas sobre el pecho protegiéndose de la fachada de la iglesia, las insidias y venganzas entre ambos artistas. Reían como agua de la Fontana. Monedas, deseos, pies descalzos. Los pechos, sueltos, colmados, parpadeantes bajo el jersey de angora rojo. La mujer que le negó lo que era. Lou a pesar de Tomas. El verdor en unos ojos.

Vete. Diablos, vete.

Pedía Tomas al fantasma.

Había tirado todas sus fotos excepto aquella que le tomó en la plaza del Campidoglio, con su vestido rojo, los labios hinchados, con las aletas de la nariz abiertas, seguramente en pupila ancha, en una curva fértil de su ciclo, tratando de congelar un fragmento de vida en que Tomas sí fue feliz.

Erosionado, aprieta su mano derecha, empieza la nostalgia. Allí donde estuvo hace mucho tiempo.

No quiero pensar en ella.

No haberla conocido nunca.

Lucia de Lammermoor o Judit de Caravaggio, qué importaba. Ahora nada importaba. Ni sus piernas cruzadas en Sant´Ivo, ni el éxtasis de Santa Teresa en Santa María de las Victorias, ni San Pablo. Ni el gesto de su cara, sucia de Tomas, el desaliño de su pelo, de vulva a labios, cuando era Tomas quien entraba en ella.

A Tomas le gustaban los fantasmas por eso llevó a Lou a Roma, solo para enseñarle el tablón de reliquias, o falso museo de las reliquias del purgatorio, que se conserva en el Sagrado Corazón del Sufragio.

A Lou le gustaban las películas de amor por eso se fue con Tomas a Roma. Nunca más bajaría esas escaleras, nunca regresaría a las tabernas, nunca buscaría un pastel recorriendo todas las confiterías del centro antiguo mientras aquel hombre, sus manos perfectamente arregladas, el sombrero ladeado, la desfachatez de su mirada, la colonizaba de un modo del que jamás podría liberarse.

¿Y Tomas?

Aquel corazón roto ahí dentro.

[El título, cómo no, deudor de Faulkner.]


jueves, 8 de diciembre de 2011

Así estaba muy bien

“¿Qué por qué no? No sabes bien la cantidad de razones que podría enumerarte, pero en este momento, solo existe el sí entre nosotros, por lo que nos ponemos en marcha los dos juntos, como una pareja que fuera a emprender un largo viaje tras varias horas preparando minuciosamente el equipaje, ella arrastrando una maleta y él con una mochila, hasta el punto de que nadie diría que no nos conocemos, que mi maleta no se había visto jamás con su mochila hasta este momento.”

Tsruyá Shalev, Las ruinas del amor.

Rainer era un hombre de constitución fuerte, mandíbula cuadrada, ojos como canicas de mar encerrados en párpados que de rollizos semejaban moluscos secos. Ojos tiznados por un surco de pestañas comprimidas, de puntos continuos, un reguero de alga oscura que confería a su mirar la profundidad de una efigie egipcia. Dos grietas verticales anunciaban su edad de pómulo a carrillo como dos zurcidos hundidos en tela sepulcral. Algo ungía a ese rostro duro cierta vulnerabilidad: un pequeño hoyuelo, de eclipse, en el vértice izquierdo de su cara.

Si fuera de piedra, y en vez de hombre arquitectura, podría configurar un pórtico con colores renacentistas. Robusto pero atlético. Espaldas y caderas anchas, más largo de piernas que de cuerpo. Su piel recordaba esas bolsas de lienzo blanco que se guardaban antaño en los armarios para la lencería y demás ropa delicada: quebradiza, entretejida por venas y lunares, sin red grasa, como piedra o mármol en su encarnadura. Sus manos se curvaban en sí mismas, madera, troncos sobre agua, expresión de tierra. Aun cuando nació en Nuremberg todo en él rezumaba estepa; salvo sus modos suaves, cálidos, trufados de movimientos enérgicos no obstante graciosos, acaso turbados por esa mandíbula angulosa que realzaba su rostro en un bisel hostil. Rainer era hiedra de aventura, culo inquieto, alma leve de pájaro. Nunca había logrado armar un refugio más allá de un par de meses; de haber nacido en los tiempos de conquista hubiera explorado tierras lejanas a cambio de lechos itinerantes y compañeros de camarote. A pesar de ello, era insólita la sensación de lealtad que todo él segregaba, un temple, cierto sesgo como humo pionero y épico: en un cruce de pocas palabras, en el tiempo que dura un trago de barra, la fugaz conversación de un turno laboral, Rainer reflejaba la consistencia de los afectos permanentes: a quien llamar cuando el coche nos ha dejado tirados, con quien contar como acompañante en una delicada visita médica, los oídos que tras la atenta escucha olvidarán el vertido tóxico del desamor. Su verbo era culto, de palabra escogida y erudición sólida (había cursado estudios en distintas ramas de las humanidades tras licenciarse en ciencias geológicas); sin imposturas ni arrogancias: a aquel hombre la conversación le nacía como agua de montaña. Como tocado, aderezo, espíritu, Rainer se crecía en el trato: un capitán, brazo de mar, con la selecta apostura diplomática de un cónsul. Esa mixtura, un mohín, el látigo sedoso de sus palabras rotundas, reflexivas, gráciles, adornaban al lábil caballero que surgía de la cimentación a priori de filiación rudamente eslava.

De intuición sabia, detectaba sin error a las anguilas, a los perifrásticos, sujetos rodeados de ambages que no son en la vida sino que están por ella: la vanidad y su primogénita, la fama; el dinero y sus comodidades; el poder con todos y cada uno de sus precios. Aquel hombre de alma elevada y observación escudriñadora, un Sócrates contemporáneo, calibraba lo humano como la mano del ciego el peso de las monedas: de agudeza ancha, perspicacia y nula entrega a la lamida, Rainer se movía con rapidez a la hora de detectar el lobo.

Hijo bastardo de un excombatiente de la cuarta bandera de Falange española tradicional de Navarra, medalla a la campaña, teniente coronel de intendencia de la armada, había sobrevivido a las dificultades de la sangre, la vergüenza, la rabia. De él solo conservaba el daño sufrido por su madre y la intensidad de aquellos ojos hundidos.

-Buenos días –dijo Rainer.

Lou, enroscada sobre sí misma, sobre el resbaladizo equilibrio que le daban las dos piernas cruzadas, levantó los ojos desde los zapatos de charol rojo hasta la mancha con la que la propia sombra de su gorro enmarcaba el rostro de Rainer.

El invierno se colaba por las nubes, en las copas de los árboles, en el vaho que empañaba el autobús que Lou dejó pasar, mientras se preguntaba qué papel jugaría en su día o quién sería aquel extraño tan digno que se dirigía a ella con semejante familiaridad.

(Así estaba muy bien, frase de cierre del cuento de Carver, "Leña", en la antología Si me necesitas, llámame.)

martes, 6 de diciembre de 2011

La tarea

Para Teo que siempre me espera

Hoy Teo ha llegado a casa con el cuaderno viajero. “Mamá” –dice con esa voz que tanto me gusta, casi tanto como el chocolate con una porción inmensa de cacao- “escríbeme, porfi, una historia de cuando eras pequeña”.

Es difícil eso de recordar tan atrás y más difícil eso de escoger entre los recuerdos que uno supone propios y no insertados (fotografías, viejas historias, leyendas familiares).

Yo creo que vuelvo a ser pequeña desde que Teo y su hermano pequeño me acompañan: hacemos meriendas especiales de colores, leemos cuentos con voces, jugamos a palabras encadenadas, anidamos la cama por las mañanas como si fuéramos osos “cavernosos”, nos aficionamos a las chuches, vemos películas de dibujos animados, nos hemos comprado botas de agua, verde fosforito y azul eléctrico, para saltar en los charcos y corremos cada día rapidito, rapidito, muy rapidito a la parada con miedo a perder el autobús del cole. Sin mis hijos mi vida sería la de un adulto, pero ellos hacen que de vez en cuando, un poco todos los días, saque de paseo a la niña “traviesa” que en algún lugar llevo escondida.

En fin, dice Teo que contar lo que vivo con ellos no es la tarea que pide su profesora, sino que los deberes deben hacerse según las instrucciones y en ellas se señala bien clarito que hay que recuperar lo de antes:

-¿Antes de qué, Teo?
-Antes, mami, cuando de verdad eras como yo.

Teo es muy seductor y convincente o yo arrastro el haber sido alumna obediente, sea como fuere, aquí estoy, delante de mi memoria escarbando para encontrar algo de mi niñez. Y buscando, buscando, me apetece hablar sobre la figura de los abuelos. En concreto de mi abuela Teresa la que hoy sería, de estar viva, la bisabuela de Teo.

Mi abuela era catalana y muy divertida (el ser de Barcelona, para una niña de provincias, le daba un perfil algo exótico, sobre todo en sus dimes y diretes, su aire elegante y su acento tan del ensanche), me hacía reír cuando estaba enfurruñada poniendo caras de payaso y generando ruiditos con la boca que saliendo de una cara como la suya no quedaba otra que repeler los morros y expulsar una gran carcajada; bajaba el volumen de la televisión hasta el silencio y doblaba con su voz las películas imitando idiomas imposibles y diálogos desternillantes que generaban cosquillas en mi tripa y risas en mis labios; me inculcó la afición a la lectura porque en los libros yo podía ser una superhéroe o una villana mala malísima, viajar al fondo del mar donde solo existen animales abisales, escapar con una masa resbaladiza, llena de pseudópodos, de tres cabezas, habitante de un planeta lejano llamado Saturno, a patinar por los anillos o jugar al fútbol con una manada de sucios y gigantes elefantes llenos de buen humor y piojos saltarines; me dejaba untarme las manos con harina y mantequilla, dibujando bigotes de azúcar y aplastando huevos con la batidora –cárgate a ese, mira que el otro aún tiene media yema…-, mientras hacíamos bizcocho para merendarlo con chocolate humeante las tardes de lluvia; bailábamos con la música muy alta canciones de cuando ella era joven (tangos, sobre todo tangos porque había ganado con mi abuelo varios premios en las fiestas de Gracia, boleros, chachachás); me infectó de la necesidad de viajar para conocer mundos diferentes, personas de todas las razas, vientos huracanados y otros pacientes, oler aromas extraños y bañarme en aguas frías de río o mares calientes: ella me subió a mi primer avión y me aconsejó que guardara siempre dinero en la hucha para atravesar el mundo a dos alas; me convirtió primero en una niña curiosa, luego en una joven exploradora, después en una mujer ávida de vida, porque si no nos rodeamos de interés e ilusión por aprender y conocer a personas, historias, lugares o fenómenos científicos nunca abandonaremos la pequeña carcasa con la que el aburrimiento, la maldad, los obstáculos nos van cubriendo hasta la coraza; hizo que aprendiera a reírme de mis fallos, que me gustasen mis defectos (tengo un ojo bastante más grande que otro, soy tremendamente despistada y ensimismada, me salen mal las letras dobles como por ejemplo la rr o la ll, sí también la ll, me quemo si me da el sol y cojeo los lunes y miércoles, especialmente en los años bisiestos –el resto de la semana las piernas me sostienen a la vez-, lo que me hace cimbrar el culo como si llevara en mis genes sangre caribeña); me invitó a que me dijera todos los días delante del espejo que no soy perfecta pero que soy la persona que más me quiere en el mundo; me hizo prometer que me cuidaría y que cuidaría a las personas que me amasen; me hizo escribir mil veces y sin faltas de ortografía que el amor no duele y que quien nos quiere tiene que respetarnos, protegernos y ayudarnos, ofrecernos luz y jamás oscuridad; me convenció de que el mundo es del color del que deseemos mirarlo, así que se inventó un par de gafas alegres, me las colgó en medio de las narices y con un sortilegio y un abracadabrapatadecabra las volvió transparentes pero imposibles de arrancar (así que si alguien me mira detenidamente puede ver que la patilla izquierda ha perdido la invisibilidad y se me nota un poco); me propuso probar deportes diferentes a fin de que alguno me engatusara y lo consiguió después de que me retorciera el pie surfeando, me rompiera la nariz en boxeo y se me saliera una costilla en un partido de rugby. Me inculcó ser independiente, no aburrirme nunca, sembrar mi mente de preguntas; no depender, en la necesidad y en la urgencia, de los demás, sino pender de una cuerda donde cada uno de mis amigos tuviera sitio a mi lado. También, a nadar como si toda mi fuerza la imprimiese en ese intento.

Pero sobre todas las cosas, sobre todas, toditas, todas, me enseñó que ella sería un paraguas que me protegería del frío, de la lluvia, de los malos sueños, de los calambres, de los brujos pirujos, de las mañanas tristes y de las noches solitarias.

Cuando ya le quedaban muy pocos días para irse de mi lado, me regaló un secreto: se convertiría en una estrella y desde allí arriba sería un paraguas estelar, enorme y poderoso que cubriría mi cuerpo, mi vida, mi corazón y los de mis hijos y también los de los hijos de mis hijos y así sucesivamente.

Ya no tengo a mi abuela, pero Teo aún tiene a sus abuelos con los que hacer planes: lo llevarán a la cabalgata de Reyes o le cocinarán su comida preferida o sabrán contarle historias maravillosas de niños salvajes en veranos calurosos entre campos de almendros o de manzanas. Los abuelos y las abuelas son especiales porque acumulan tantos años que transportan secretos, pócimas, cuentos, ritos, mapas, tesoros, bibliotecas, varitas mágicas y lo más importante: kilómetros y kilogramos de amor. Y logran que nos convirtamos en niños y niñas felices y muy, muy, valientes: tienen una goma especial que borra la tristeza y el miedo.

Cuando Teo esté leyendo esto en clase yo estaré en el trabajo sin él y como siempre lo estaré echando de menos, es una de esas cosas que te brotan cuando te haces mamá, como los granos con la varicela; es un poco rollo, pero es que lo realmente divertido es ser del tamaño de Teo, llegar una mañana de diciembre al cole, después de haber corrido rapidito, rapidito para no perder el autobús, y que una compañera o un compañero saque el cuaderno viajero y cuente un cuento de cuando antes; de cuando sus papás y mamás también eran pequeños.

Lucia di Lammermoor (II)



Barceló, Despotirons

Mi tentación hermosa,

cada noche te busco, cada noche.

Ana Rossetti

Solo espero que nunca la tristeza

te trate como a mí.

Jon Juaristi

Lou, cómo no amarte.

Me gusta recordarte así, tirada sobre la cama en el nido que nuestros cuerpos habían dejado sobre el somier, (caliente, semilla o vida) ese que dibuja huellas -un calvario de arrugas en las sábanas, un charco de agua, unas postillas de carmín rouge- y está ocupado a medias.

Estos ojos míos te llevan dentro.

Te observo apoyando la espalda en el alféizar de la ventana, mi mano izquierda, fuera, sostiene el cigarro que no quieres compartir. Me balanceo sobre la cadera, si tú estuvieras de este lado cruzarías las piernas sobre el ángulo derecho como las mujeres parisinas de los afiches de los años treinta.

Déjame imaginarte, te levantas, me quitas el cigarro, me metes la lengua, me muerdes, succionas y un hilo de baba rueda, tuyo, mío, se derrumba y corre desde las comisuras de nuestros labios por tu cuello, coges mi índice, lo llevas ahí, me empapas.

Qué hermosa eres, Pipi, solo cubierta con medias amarillas ("No, mi amor", responderías insolente, "medias color azafrán"). Te pintaré en el vientre calabazas.

Echada, como única prenda te cubres con esas bragas de color verde manzana espolvoreadas de puntos, topitos desdibujados, sin perfiles, que parecen negar la oscuridad que te habita, la madurez de la carne ya hecha, atravesada de miradas, dolencias, otredades. Tirada, yo distante, a través de ti pasa la luz astillada de agosto, tozuda pese a las persianas bajadas, perfilando tus sombras. Comisqueas con la derecha –pan, pistachos, cereza pequeña-, con la izquierda garabateas densos rojos sobre tu cuaderno de pintura. La cama se sigue tiñendo en virutas descamadas. Es admirable ese frenesí, tus dedos apretados contra las ceras, como si todos los pasteles parieran rabia. A pesar de secarte con los ojos, parece que estás de vuelta, como cuando paseas bajo la lluvia sin paraguas, húmeda y con sed. Esa sed de Lou. O su nadar contra la corriente.

-¿Qué miras, mi sol?

Ni siquieras levantas los ojos, me regala deseo esa caída de pestañas ajena a mí, displicente, indolente al yo amante que te contempla. La ofrenda esquiva de un cuerpo lanzado a despistarme, a deshacer los puentes levadizos, a ofrecerse sin condiciones. La falsa independencia de tu forma de moverte, la exención de cordura, “Yo te entrego abismo”, puertas que se abren, calendarios sin rotular.

-La vida “lo abismal, el amor, el espanto”. El modo en que mueves el blanco de tus muslos “con todo lo que hiere y duele y nos enferma”.

-¿Gimferrer?

-No, “mi tentación hermosa”; Antonio Colinas.

Cómo no amarte, Lou.

Cómo

No

Amarte.