sábado, 19 de junio de 2010

Walk Like An Egyptian

All the bazaar men by the Nile/
They got the money on a bet/
Gold crocodiles (oh, wey, oh)/
They snap their teeth on your cigarette.
Bangles

Cuando era una adolescente mis compañeras de primero G, hoy tercero de la ESO ¿G?, y yo, dos morenas, dos rubias, nos presentamos a un concurso de “Play-back”, entonces se llamaba así, con una canción de las Bangles (cómo nos gustaban; claro, éramos mitómanas perdidas. Eso también la edad lo cura).
La discoteca ya no existe: adosados de altas calidades. Ni la maderera (actualmente un hotel-spa) donde el padre de Eva nos llevó para que nos hicieran unas plantillas de guitarras eléctricas que luego industriosamente recortamos con una sierra de pelo donde dejamos media diotría y yemas enteras, pintamos y decoramos como las que aparecían en las manos de las chicas del grupo en la funda del vinilo. Tampoco aquellos vínculos que nos hacían estar todo el día juntas, colgadas del teléfono, ensayando la tarde de los viernes antes de irnos al Tik (así se llamaba la sala de baile) y los sábados por la mañana, diciendo no a los púberes que con aquellos movimientos nuestros en el foso nos habían descubierto para el mercado de la carne: "Míralas, si además de empollonas tienen cuerpo". Nada que no haya cambiado: todos somos el mismo bajo el talismán de la pubertad. Así que por unos meses, de aquella, cambiamos las novelas y poemas de las tardes de los viernes, lo sé raritas éramos un potosí, en la biblioteca Jovellanos por movernos frenéticamente a la espera de llegar a la final del concurso.
Que si llegamos, pues sí llegamos, pero no ganamos.
No esa prueba, sí otra, más importante: superar cierta rigidez social, timideces varias; integración, socialización y flexibilidad, en suma, cierta cintura que nos vino muy bien para sortear lo gregario de la vida en las aulas; también construirnos un vestuario con trapos, el diseño y la imaginación que le echamos a los instrumentos musicales, fuimos peluqueras y maquilladoras (ahí descubrí la laca, nunca más), traductoras... Fue divertido.
Pero eso quedó atrás y no era mi intención hacer hoy una entrada sobre mi momento Bangles.
A lo que iba, que ando muy cansada y eso me hace estar más dispersa que de costumbre, quién me iba a decir a mí que veinte años después iba a pillarme tarareando esto mientras leo ora sí y ora también las páginas de política y economía de prensa escrita, prensa digital y blogs críticos.
En fin. La que se nos viene encima.


martes, 15 de junio de 2010

Melindres domésticos



Así me viene. Una anormalidad, adiposidades de las capas de la alegría. Son adquiridas; yo siempre defendí haber nacido alegre. Entonces llega él y me pregunta qué me pasa, son lechugas que me obstruyen, en lugar de las orejas, lo feliz (desde chiquito le encanta que lo mire por dentro como si fuera una huerta: lavemos esos dientes, que hay coles; mmm, qué uñas, se nota que te han germinado las habichuelas; dónde se vieron unos rabanitos tan frescos en las plantas de los pies...). Vence pronto, una anomalía, un estrechamiento de miras, la risa afónica, pulsiones varias y puntos débiles; espasmos en el entusiasmo. Es una melancolía que trepa, delicada, algo fría; densa se enreda, alga o hilo, por los pies, como agua en lo profundo.
Nada que no se cure con una manta, dos o tres versos, música macarra, algo de sueño y miel.
Vaya, no nos gusta la lluvia.
Mamá... Estás caliente; tu piel huele a ti.
Lo abrazo.
¿Y si te cuento un cuento?
Vale, probamos.
Corre que te corre por el pasillo en la ida, plaf; plaf-plaf, un salto, corre que te corre por el pasillo de vuelta, un brinco, justo a mi lado.
Hazme sitio. Se cuela por debajo de la manta y sube una pierna sobre mi rodilla, me descoloca el brazo, quita, jo, déjame meterme por ti, para pasar a apoyar su cabeza en mi pecho, ahí, por mis huecos. Mejor. Entonces huelo su pelo, la fragancia, la carne palpitante, restos de feto y colonia infantil; y él empieza: también tengo mis cuentos preferidos, este te va a encantar, seguro que te ríes con los guisantes. Se titula La primera vez que nací.
Me llega él, en su voz. Yo no lo escucho, me lo sé de memoria; como las venillas que le cruzan la frente (un árbol, acaso un garabato, algo dadá), los ojos hinchados del cansancio, sus dedos sosteniendo las páginas (largos, abiertos, promesas de fuerza y ternura; como las del padre de su padre, uno de esos hombres); tres lunares y medio en el mentón; asimétrico, cuando sonríe sólo se le abre en la mejilla izquierda un hoyuelo. Ha heredado mis colores, la palidez, lo acuoso de la mirada de mi familia y ese modo tan mío de morderme el labio inferior cuando dudo, cuando no sé, cuando mastico el pudor.
Ahora, ahora vienen los guisantes.
Pero sólo es melodía, no identifico la articulación; no distingo. Es tono. Es su erre que no arranca, su respiración ojival, el silbido de sus eses.
Un día floté en tu pecera, aquí dentro y se estira, cede el cuento de sus manos a mis rodillas y lleva su dedo índice a mi ombligo.
Arruga la nariz, observa desde abajo, respiramos ambos de su aliento y me quita el cuento de tapas duras: de mí lo recupera suyo.
Continúa leyendo.
Es tan grande en un cuerpo tan pequeño: pasa el tiempo en sus huesos, en la forma de su rostro, en su barriga que ya no es redonda, piernas largas, oquedades en su boca (tres, me han caído tres dientes). Ya hace preguntas serias, operaciones matemáticas, tiene su propia gente, sus conversaciones, sus preferencias: en fútbol, jugamos en campos contrarios.
Me alegro de haberlo conocido, de que sea tal cual es, de querernos de este modo, tan inevitable; su intuición le ha crecido muy deprisa. O resulta que es carne desgajada, pero mía, que vive discontinua; nos percibimos en cuerpos ajenos (igual que me despierto si él lo hace, me duele la tripa con sus retortijones, se me enciende la garganta en sus anginas; él, quizá, sabe cuándo duermo y cuándo no; cuándo me viene uno de esos accesos; y cómo se curan). También presiente que no se nombra, que no hay que darle cuerpo, ni letras amplias o estrechas, que hay que dejar que escampe, como esta lluvia tozuda.
Sólo sé cuidarte.
Hace ruidos, pone voces, sube y deja en suspensión aquel adjetivo impaciente. Luego cae y se le escapa la risa (siempre la misma, aquella, esta; ojalá mañana). Su padre dice que no es de carcajada; no como yo.
Me mira, cruzamos pestañas, algún que otro beso; pocos, o-ji-to, que estamos leyendo y luego nos enredamos y nos ponemos a hacernos mimos, la manta un ocho, las cosquillas, dónde sus pies y su pelo; y se nos escapa el tiempo, la lluvia.
Casi siempre esa tristeza.
Y se va.

(La foto me la envió Aida Menéndez Puente.)
(El libro infantil, La primera vez que nací, está escrito e ilustrado por Vincent Cuvellier y Charles Dutertre, editorial SM.)

sábado, 12 de junio de 2010

Carta a Teo


Hola Teo:

Soy Ratoncito Pérez y estoy muy gamonedamente contento de que me hayas dejado tu dientecito de leche: es casi tan parmesanamente bonito como tú.
¡Quedará salmonetemente bien en mi estantería de piezas 2010!
Antes, con tus otros mozarellos caídos te dejé buenos y roquefortetes regalos (casi no cabían por la tubería que sube a tu casa, así que realicé un gran esfuerzo para entregarte lo que te merecías, bien valía un camembert); esta vez es distinto.
Te he estado observando, mirando, olisqueando y no te has portado fetamente bien, que se diga; bueno, esta semana sí (sé que lo estás intentando y que, como eres un niño harzer kase listísimo, lo conseguirás); en un principio, no te iba a traer nada, pero como has mejorado en tu comportamiento te dejo esta moneda. Eh, no te preocupes, he olido ese otro diente que se mueve (mmmm gruyeremente delicioso); tienes tiempo, pórtate bien, sé bueno como tú sabes serlo y agradece tu casa, tu familia, tus cuentos, tus juegos y yo, a cambio, con el siguiente dientecillo te dejaré un regalo que valdrá por los dos. Pero, y es un pero muy, muy grande, si te portas mal, gruñendo, picando, no agradeciendo tu suerte y el amor con el que te cuidan, no te traeré nada más: NADA MÁS.
Palabra de roedor coleccionista,

R. Pérez