domingo, 20 de octubre de 2013

Premio Tigre Juan XXXV


"Tras un año de lecturas y más de 40 obras candidatas, el jurado del Premio Tigre Juan ha decidido otorgar el galardón a Sergio del Molino por su obra La hora violeta y en Marta Sanz por  Daniela Astor y la Caja negra. Dos autores de los cinco que llegaron hasta el final. Es la primera vez que esto sucede desde que nació el premio en 1978.
Además de los ganadores el jurado ha querido hacer una mención especial al autor Mejicano Yuri Herrera con su obra La Transmigración de los cuerpos.
El jurado ha valorado en el caso de Sergio del Molino la contención y sobriedad en la que la presencia de lo siniestro aparece levemente aludida. Una dimensión de la literatura como catarsis, la escritura como sanación y salvación.
De Marta Sanz el jurado ha destacado una obra que desvela contradicciones y zonas oscuras de un imaginario femenino ambiguo a medio camino entre la emancipación y el espectáculo.
Por último el jurado ha reconocido la obra del mejicano Yuri Herrera asegurando que es un autor que ilumina todo lo que en medio de la catástrofe colectiva sigue siendo irrenunciablemente humano.
Sergio del Molino considera un honor que le haya entregado el galardón ex aequo con Marta Sanz. "Este premio refleja que hay alguien al otro lado", reconoce que su libro es difícil y doloroso y por tanto es doblemente  difícil de transmitir.
Marta Sanz, ausente de la entrega por estar de camino a Méjico para participar en el Festival Hay de Jalapa, valoró este premio por su grandísima trayectoria literaria y por la calidad de los finalistas que le acompañaron en esta convocatoria del Premio. “Los nominados son tan buenos que el premio sabe mucho mejor”
La ganadora de esta edición ha confesado que este premio le devuelve a sus orígenes ya que su bisabuela era de un pueblo de Pravia y  confiesa que este premio le llega en un momento maduro de su carrera literaria, más equilibrada donde se sopesan mucho mejor tanto los reveses como las satisfacciones.
El Premio Tigre Juan se entregó  en el Hotel Meliá de la Reconquista en Oviedo."
[Actas del 4 de octubre. Los miembros del jurado para esta edición: Fernando Menéndez, Vicente Duque, Ángela Martínez, Eduardo San José y Natalia Cueto, bajo la coordinación del directivo de Tribuna ciudadana, organizadora del galardón, Javier Gámez.]

domingo, 13 de octubre de 2013

Laura Castañón, Dejar las cosas en sus días


Dulce peso

Dejar las cosas en sus días, Laura Castañón, Alfaguara, 2013

A mi tía abuela María Meana y sus caramelos de violeta… porque Laura me la devolvió

“Los hombres viven la vida a golpes: un nacimiento, una muerte. Las mujeres vivimos la vida como un río, hay cascadas, remolinos, el agua, no obstante siempre mana”. En el centro de Las uvas de la ira: restos de lector al beldar Dejar las cosas en sus días y su eco.
Un presente sin límite, como búsqueda, indagación, constructo de identidad; y un pasado finito, colectivo, seminal, a través de un discurso narrativo en tres generatrices. Un narrador omnisciente que perfila el núcleo individual de una familia compuesta por Benito Montañés y sus hijos, que completa con la colectividad de un vecindario en una burbuja patriarcal, una desazón, un paisaje moral que rodea el espacio origen (Pomar) y que remata en personajes e historias tangentes que se enredan de la mano de una sociedad quebrada por dos razas morales, la de los vencedores y la de los vencidos. Un narrador interno-protagonista, Aida, en el rol de bisnieta que reclama la memoria histórica y que, como individuo, arcilla modelada, ejerce el periodismo centrífugo (profesión) y centrípeto (qué fue ella, qué es, de dónde viene, por qué su ser se ahueca ante la irrupción del amor maduro como un tornado que convierte en borrosa la percepción de su yo atomizando cada una de sus certezas). La incansable tarea de buscarse cuando el equilibrio se rompe por efecto de las pasiones: “El amor nos deja sin argumentos y sin defensas”. Se sirve, además, de un narrador interno, personaje secundario, catalizador y vórtice entre los dos pliegues temporales, aquejado del mal del olvido (una vez más la memoria como bastidor). Así pues, estamos ante una recración, el relato de lo que acontece a la famila Montañés a lo largo de cuatro generaciones; el germen Bustiello, la colonia minera bajo el cinturón del paternalismo industrial de Claudio López Bru, propietario de la Hullera Española; dos paradigmas temporales: el pasado levantado en tres décadas (un arco que transita hasta la Guerra Civil) y el presente (desde la desacralización de la iglesia de la Universidad Laboral hasta el ascenso del Sporting a Primera División el 15 de junio de 2008); y tres planos, la casa de Pomar y su mundo; el presente de la periodista y bisnieta de Benitó Montañés, embarcada en la memoria histórica y en la causa misma de su existencia; y, finalmente, Andrés Braña que se balancea con el vaivén de dejar, o no, las cosas en sus días.
No hay partes empegadas. Suena en contrapunto. Con unos personajes que crecen y se levantan y te empapan; acompañándote más allá del propio texto; capaces de confiscar atención, sueño y emociones. Probablemente porque rebosan carne; ni pintoresquismo ni sentimentalismo gratuitos. He dicho carne. He leído carne. Colonizadores de papel en vidas de lectores.
Plantea en el plano personal, que no en el colectivo donde la tesis es clara y rotunda, la conveniencia o no del olvido, la nada de Faulkner. Ya desde el título se nos muestra el cauce por donde transita la escritura. La novela susurra, muestra, palpa. Resuena, se ve y late. De fondo, cimbreándose, hermoso y terrible, el tiempo: “Todo es hoy. Todo está presente. Pero también todo está en otra parte y en otro tiempo. Fuera de sí y pleno de sí” (Octavio Paz).
La hilandera: Laura Castañón. De pequeña, le cuentan que ya jugaba con papeles en la cuna; luego fue pez, tallerista, programadora cultural, comunicadora profesional y bruja roja antes que novelista, que no escritora; esto lo ha sido desde mucho o desde siempre. Mientras crecía, amamantaba o cocinaba. Habitó hasta hace poco en la orilla de la literatura, en su contagio, en su inquietud. La oportunidad de la novela llegó a su vida en uno de esos marasmos con que la muy diabólica golpea y con la forzada quietud, la extensión de la palabra convertida ya en texto. 554 páginas que un 24 de abril de 2011 dijeron fin.
“La vida es la búsqueda constante de un interlocutor”, segundo arnés de la novela. La cartografía de las posibles relaciones amorosas se presenta en la novela de una forma exahustiva, reveladora, intensa. Los modelos de enamoramiento pasan por el escarpelo. El amor fraternal y protector; la pasión autodestructiva; El amor fou; la sugestión del incesto; los amores infieles; la clandestinidad amorosa; la dominación; el fantasma de los celos; el amor domesticado; la amorosa genealogía con los mitos familiares; el amor de pago; las ternuras implacables; “el desamor con vocación de perpetuidad”; los amores indelebles…
¿Novela del tiempo y la memoria? Sí; ¿novela de amor? Rotundamente, sí.
Las curvas y la tenacidad de la nodriza Camino, la locura de Sidra, el alma femenina de Manuel, los secretos de la prima Begoña, la relación epistolar, incuestionablemente íntima y desbocada de Aida y Bruno, la sombra de Asier, la inquietante lascivia de Bartomeu, la adhesión de Efrén, el inquebrantable, noble y leal amor de Andrés, la fascinación de Claudia por Ángel, la frescura de Paloma y Antón, las carnes pecadoras de los prostíbulos, los árboles frutales de Migio en ofrenda…“Sobrevivir es tan complicado que bastante tiene uno consigo mismo”.
Junto a estos dos temas cardinales conviven, en la vocación por contar, un ancho y nutrido tapiz de secundarios; complicado presentar esta elevada miscelánea sin revelar los sucesos y tramas que alimentan la novela. Un friso esculpido en el detalle, el mimo, la cita, la ocasión; nada de acopio gratuito. Impecable en la particularidad de una piedra que cambia de color, de una planta medicinal, del nombre y tejido de una prenda, de las rutinas que nos definen y nos devoran. Hay una labor ingente de indagación y documentación en el conjunto de las cincunstancias geográficas, históricas, sociales, políticas y picológicas, cierto, pero no menos destacable son la pincelada y el pormenor que convierten a la abstracción que son los personajes en ojo, temblor y médula.
Rigor, asimismo, en el espacio objetivo: Aller, Gijón, Oviedo, Madrid. Igualmente en el grano y el poro: cómo se guarda la ropa, qué ocurre en un cuerpo no tan joven, las peinetas de carey y los caramelos de violeta, la vida en un hueso de ciruela confinado a la eternidad del vidrio, la turbiedad del ópalo de un anillo, la contingencia de la palabra en dos que ya se lo han dicho todo. Escribe Pierre Bergounioux, en Una habitación en Holanda “los lugares que conocemos bien son aquellos que nos afectan directamente, aquellos cuya influencia, ambiciones, poder han sido para nosotros una amenaza continua, una incitación permanente a pensar, a actuar”.
La novela discurre en la estética realista. En mayor o menor medida escribimos para el lector que somos, quizá ahí resida, como material narrativo, optar por la saga familiar, la novela de personajes o la mitología de la sangre. Y todo ello con tronío para la agudeza y el ingenio: “Ya ves tienes tú razón: el sentido del humor es lo que nos salva siempre”.
Es una novela para lectores, lo es. Para el aprendizaje de eso que se resuelve en lo humano; lo es. En cuanto al estilo: corrección, riqueza expresiva, alta competencia lingüística, manejo de variedades lingüísticas: la palabra se agita, en su uso y sus registros, de ahí que tropecemos con localismos propios de la diglosia de la comunidad lingüística asturiana: neña, rediós, tracalexu… puro decoro horaciano. Brillan la técnica narrativa y las herramientas del lenguaje. Abandona la tercera persona en tres ocasiones: en el discurso epistolar que mantienen Bruno y Aida a través del correo electrónico; en el diario de Claudia; y en la destreza de Laura Castañón para el diálogo. Las reproducciones de las conversaciones entre personajes imprimen ritmo, caracterizan en la acción, y no mediante la descripción, el temperamento de los actantes del relato: técnicamente magistrales. Es muy difícil encontrar en los narradores españoles la habilidad para el diálogo: aquí soberbia. Buen artefacto. Sólida máquina.
Y hay pétalo. Y hay raíz.
[Publicado en El Cuaderno: Mensual de cultura, número 49, octubre de 2013]


jueves, 10 de octubre de 2013

Mi Alice, mi Munro

Octubre es un mes que siempre me ha dado y me lo ha quitado todo. A partes iguales. Un mes de vida. Pero mucha vida en su afirmación; en su negación. Donde he comprobado el valor de las cuotas del tiempo: cada uno adapta las suyas. Consume las suyas. Invierte las suyas. Acabo de enterarme de que le han otorgado, por Tutatis, el Nobel a la Munro (para mí Alice siempre será la Munro). Ha sido en octubre. Sucedió en octubre, un mes cualquiera, el color del otoño. El mar, en su extraña calma, duerme plácido. Un Cantábrico con apariencia de laguna. Él dijo: "inquietante". Y yo no paré de hablar. Nerviosa, supongo. Algo que ver con los principios. La Munro lo hubiera contado mejor. Se habría detenido en el personaje secundario que dormía sus jueves al sol, en el anciano paseando a su nieta, en las atléticas jubiladas en ropa deportiva. En los sintagmas que empleamos con sus pausas y sus atropellos. En la forma de sus cejas; en la forma de mis clavículas. En el detalle que es donde brota la vida, que no cesa, ancha y estrecha. La Munro no es de bodas, muertes o asesinatos. No. Qué va. Ella atrapa en las palabras el diablo de la cotidianidad. Las emociones mordidas. Los anhelos fallidos. La soledad. Ayer vi De óxido y hueso y pensé en la Munro. "Vivimos como soñamos, solos", Conrad. La quiebra, el miedo, la nada, el drama de los invisibles. "Porque todo es un lento bostezo. Y no me importa/apostar al fracaso [...]" escribe Benítez Reyes. Pues eso, que ayer Audiard y la Munro fueron uno en mí. Y hoy algo empieza. Y a ella, al fin, le han dado su merecidísimo Nobel. Y tú eres un hoy. En octubre. También. Tú, yo, también.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Fernando Menéndez, Penúltimo danzante


“La vida puede ser elástica/ si se sabe escuchar” (Olvido García Valdés)
Penúltimo danzante. Ediciones La Baragaña. 2013.

Nada voy a decir de la génesis de este poemario que no haya sido reseñado por Luis Muñiz en el exordio al libro. Allí, el umbral y los gestos; el qué, el cuándo y el cómo de un libro maduro, con los ladrillos de la casa, el paso del tiempo, el ejercicio muscular, las travesías vitales, las raíces en forma de certezas. Libro de balances. De objetos, mapas, poetas nombrados en ofrenda, músicas privilegiadas. Fotografías que condensan por qué somos aquellos que nos aman. También la resistencia o como diría Octavio Paz “la actividad poética revolucionaria por naturaleza”. La indignación contra lo que viene de fuera, la bastardía de un poder político y económico: “levanté la voz/ empleé mi tiempo”; “habrá que decirlo/ hay que ahogarse/ introducir la cabeza hasta el lecho de un río”. Hay rabia ante estos “tiempos que corren”, un pulso con la mezquindad de quienes gobiernan; la perversión del lenguaje.
Al poeta, la vida lo colocó “en el lado de la muerte”: en Ullán, mira la muerte; en su cuerpo, la mirada sobre sí y su fisicidad en forma de espasmo, mira la muerte; en la orfandad que desarraiga a quienes amamos, mira la muerte. Y con ella el trote de la melancolía (Roque Dalton), “recuerdos como relámpagos”, “las cuentas del alma”. Y dialoga. Consigo, un yo que se desdobla, una intimidad que se comparte con ese otro en que a veces nos encarnamos, como individuo y como metonimia de lo humano. Habla de sí para comunicarse con los demás; habla a los demás, para saberse. La perspectiva de tercera persona que se agarra al primer verso, el él, el otro: “el miedo a la crónica ya quiere que escriba en tiras”, comparte con los versos el punto de vista de la primera persona, el monólogo, el dicente, voz y persona: “leo miradas expuestas en Rimbaud”. El yo que casi siempre se anega del nosotros: “en caso de ausencias hablamos para encender la noche”.
Quizá sin ese hormigueo, anuncio de lo pudo haber dejado de ser, no hubiera existido este libro que hoy celebramos, esta suerte de “tiempo de elegías”. Escribe Olvido García Valdés: “la cadena en que la muerte bulle/ fiesta/ larvada donde la vida prolifera”. Y Nandín como Pina Bausch “bailó sus sentimientos”, danzó en otro ritmo, con otros movimientos, en un continuo; “también el alma si se quiere reconocer tendrá que mirarse en otra alma” resuena Platón.
A través del tamiz de lo real: los paisajes y los afectos. La vida se desplaza desde lo que uno ha y no ha sido,  hacia el modo de la materia en que estamos hechos: de barro, finitos, mortales. Es Ullán que irrumpe entre el desayuno, los titulares de prensa, un domingo de lector aparentemente cualquiera; que contagia, que conmueve, que azota: “[…] de nuevo pensé de ti un contagio/una influenza en el ingenio oscuro de la endogamia”.
Una técnica muere y renace otra. Versos en tiras, sin pausa, anárquicos de la estrofa, manchas de tinta en minúsculas; rebeldía a las formas, mundos creados a la orilla de un aura distinta. Furor y brecha. De sus libros publicados, este es su poemario del Tiempo: “se sabe que hay un tiempo/que discurre/por detrás del conocido/ un tiempo nutricio/vegetal…”.
Fernando Menéndez se ve, en una suerte de autorretrato, a sí mismo como “un gran simio que llora por las vetas de una canica”, que sabe que “la palabra tiene en la palabra su mayor enemiga”; es viajante “en cercanías”, caminante de paisajes urbanos y de “vena hinchada en la sien, herencia paterna de que el exceso se vuelve euforia”. Asumiéndose, en sus versos, realiza la acrobacia, tratando, acaso, de suspender el tiempo, y con ello la realidad.
Se fija en un punto intermedio de la vida para contemplar. En esa confederación de almas, las hay dentro del poeta idas: “ovidio antonio senén se apretaban como cachorros/años después enseñan/ íbamos a una playa…/ conocí aquel verano muchas playas/ un nivel de vida/”. O: “mi abuela regresaba tiesa/ inocente/ glotona a los ojos de su hijo/ el porvenir lo fiaba a su nieto…”.  Hay otras recogidas en el fondo de una cámara, hechas papel. Estampas de edades pasadas, en su sangre, en su intimidad, “con las espaldas cargadas de memoria/ si no es llevarla a la espalda los recuerdos no deben verse”. El poeta, consciente de la mudanza, ordena los sucesos, secuencia el antes y el después, la infancia, el barrio, la familia y las ceremonias de cuando niño entre amigos, en la biología y en la carne elegida; se siente, así, parte de un tiempo que corre: “todavía no puedo decir lo hecho está hecho/. Cito: “… que el río no ha llegado aún a su desembocadura/ restan deltas/ la mezcla con lo salobre/ la sucesión de los días”.
La memoria se adhiere a los rostros de infancia, a las liturgias domésticas, a la atmósfera de eso que es y fue y será casa; al tiempo de una madre, también un día niña, que clasifica los paños y canta; al tiempo de un padre en su mecedora.
Por efecto de la edad la vida nos hace pliegues. Un tiempo ya ido, incontestable, pasado que se cifra en las cosas, solo sobrevive el objeto; la imagen que lo fija; la voz que lo rescata: “qué cosa esos bordes ondulados de algunas fotos/cómo anticipar el paso del tiempo cuando aún no habíamos llegado a nada”.
A pesar del amor al padre, la estructura descansa en el matriarcado. Agua que fluye, cuerpo femenino, río y delta. Más allá del puro tránsito calamos en los ojos, en la voz y en las manos de nuestra madre: “madre por madre quién viera la mía (…)/cantaba en cuanto yo volvía del sueño/ nandín dormiste…”; en el silencio y el espacio que rodea un vacío: “flor de barrio/ hermanito/la calle río sella tiene dos márgenes/ late despacio como una vieja arteria/ yo viví en la parte izquierda”. Somos en el padre cuya presencia en objetos, palabras, costumbres, araña el poemario. Somos en el amor de una Roma eterna. En las noches de música, disfraces, locuacidades que se pisan la palabra, turnos imposibles. En los aires de los ochenta donde un grupo de jóvenes solares serían futuros adultos poetas. En la carta a un amigo en un Curso de defensa personal. En el jazz que cala por dentro, la música que se cuela semánticamente por entre los versos, nominal o de género: “transporto en una petaca/como el agua/la música…”. En las lecturas, las fuentes poéticas, las bibliotecas. En los “objetos perplejos”, las aficiones y sus mitos (fútbol, minutos de descuento, Pep, el astro argentino; el cine, Godard siempre Godard); las personas con las que nos cruzamos cada día y que forman un mapa afectivo: los viajeros del tren, quien nos vende pan, la mujer que amamanta, la chica que se pinta demasiado…
Nombres propios, vidas, símbolos, efigies, figuras. Tablas de persiana que al cortar la continuidad de la luz nos ofrecen los rayos. Más arrebato que corsé. Es Fernando Menéndez quien explica la intención de su poética: “aceptar que la escritura llega de la urgente necesidad de ser barroco/cumplir lo suficiente para dejar restos en el plato sin gravedad que me sancione/ conseguir el gesto y la memoria suficientes//el respeto al fin y al cabo”.
Sus ritos, sus ceremonias, los garfios que lo prenden. Testimonio por donde se sumió un día la posibilidad de una nada. Grávido, escéptico, honesto, benévolo, agradecido y generoso, el diario de un yo que nació en verso. Musicalidad, altos y bajos, silencio. Libro de ritmo. Colores urbanos, lenguaje escogido. Los poemas se visten de una sintaxis rápida, lúcida, imán de matices. Tiempo de congestión. Más nominal que verbal: fijas fotografías que prescinden de acciones y procesos. Huidobro, Carver, Borges. Y Cortázar.
Hay razones, muchas, para leer a Fernando Menéndez, que tiene el don y su responsabilidad. En trayectoria (Historias somalíes, El habitante de las fotografías, Un hombre por venir y Porque no poseemos), y en este poemario de aquel que aún danza. Quizá sea este libro, que no llega a la cuarentena de poemas, su liquen más personal. Intimidad distanciada, pero intimidad. 
[Publicado en El Cuaderno: Mensual de cultura, número 48, septiembre de 2013]

domingo, 28 de abril de 2013

Desde donde escribo



Ese día

"Este es el escritorio en el que me siento

y este es el escritorio donde te quiero demasiado
y esta es la máquina de escribir posada ante mí
donde ayer sólo tu cuerpo estaba posado ante mí
con sus hombros recogidos como un coro griego,
con su lengua como un rey poniendo reglas mientras
se va, 
con su lengua bien sacada como un gato lamiendo leche,
con su lengua - nosotros dos enroscados en su
resbaladiza vida.
Eso fue ayer, aquel día.

Ese fue el día de tu lengua,

tu lengua que venía de tus labios,
dos abridores, mitad animales, mitad pájaros,
agarrados al umbral de tu corazón.
Eso fue el día en que yo seguí las reglas del rey,
pasando por tus venas rojas y tus venas azules,
mis manos bajando por el espinazo, bajando rápidas,
como por una barra de descenso,
manos entre piernas donde tú despliegas tu sabiduría
interior,
donde hay enterradas minas de diamantes y aparecen,
para enterrarse,
aparecen más de repente que una ciudad reconstruida.
En cosa de segundos está completo ese monumento.
La sangre corre subterránea, pero hace brotar una torre.
Una multitud debería congregarse ante un edificio así.
Por un milagro se hace cola y se lanzan confeties.
Seguro que está por aquí La Prensa buscando titulares.
Seguro que alguno lleva una bandera por la acera.
¿Si se construye un puente, no corta el alcalde una cinta?
¿Si sucede un fenómeno no vendrán los Magos
cargados de juguetes?
Ayer fue el día en que traje regalos para tu regalo
y vine del valle para encontrarme contigo en el asfalto.
Eso fue ayer, aquel día.

Eso fue el día de tu cara,

de tu cara después del amor, cerca de la almohada, una
nana.
En duermevela junto a mí dejaste pararse la antigua
mecedora, 
nuestro aliento se hizo uno, se hizo junto un aliento de
niño,
mientras mis dedos dibujaban pequeñas oes en tus ojos
cerrados,
mientras mis dedos dibujaban pequeñas sonrisas en tu,
boca,
mientras yo dibujaba I LOVE YOU en tu pecho y sus
tambores,
y susurraba: "¡despierta!" y tú murmurabas en tu sueño,
"Sssh. Viajamos a Cape Cod, vamos de camino a Bourne
Bridge. Rodeamos el Bourne Circle." ¡Bourne!
Entonces te conocí en tu sueño y supliqué a nuestro
tiempo
que yo pudiera ser perforada y tú echaras raíces en mí
y que yo pudiera aportar tu fruto, pudiera llevar
el tú o su fantasma a mi pequeño hogar.
Ayer no quería ser prestada
pero esta es la máquina de escribir posada ante mí
y el amor está donde está el ayer."

Anne Sexton, Poemas de amor


domingo, 7 de abril de 2013

The Wire

Siempre he tenido que explicar, en un universo posible alejado en el tiempo, exigiendo a mi alumnado un exceso de imaginación destinado a eso tan vaporoso e inapetente que es el contagio por la literatura cuando las hormonas dirigen tu vida, cómo era la sociedad del XIX esperando las narraciones folletinescas y su calidad literaria. El embrión de la novela burguesa. Ahora tengo The wire: describir la espera, la tensión, la pasión, el apego, la urgencia y vuelta a empezar es más fácil.
Soy un yonki de esta serie. Necesito mis viales.
Uno va distribuyendo sus devociones y adicciones de aquí para allá, a veces se proyectan sobre un otro que te quita sueño y hambre, te hace caerte de la bicicleta, te muestra que el sexo con amor es una experiencia inefable: es y, cuando es, roza la gloria de los dioses. No se necesitan palabras. Cuando no es, ojito, siempre está bien jugar a los médicos. No se me confundan. Quien escribe no es de piedra.
También tuvimos otras pasiones: los cromos, la cuerda, el fútbol, el chocolate, la colaloca, las maquinitas... hasta conocí a un anciano cuyo hijo había sucumbido por la adicción al vino blanco. De todo hay en la viña del Señor, y el que no sea uva que tire la primera piedra. Yo, sin ir más lejos, soy adicto al lenguaje. Ándele, ándele. Pero hoy no es el tema. Hoy va de ese microcosmos en Baltimore distrito oeste. O de la adicción a las buenas historias. Cómo Homero supo contar.
La complejidad de lo humano. En qué extremo del eje está el bien y en cuál el mal. Personajes paradójicos, heridos, arrogantes, a manos llenas, mutantes roles, vanidosos, hoy Héctor, mañana Aquiles y después Paris. C´est la vie.
-¿Cómo lo llevas?
-Día a día, mejor.
Y sabes que el ex-convicto, que según él ya no tiene lo que un día tuvo sin nombre que le permitía reventar a un tipo en un callejón y que lo llevó a la cárcel, buscando la redención en un gimnasio para sacar de las calles a los trapichas de medio pelo como entrenador, sufre de amores y que en ese diálogo que ambos mantienen y que yo les transcribo ella también. Pero que el boxeo, las cárceles, los gángsteres, los cartuchos voladores... las eventualidades y los azares de la vida volvieron imposible que esa historia terminara con un coro de gospel y un sí quiero merengón. Las mil y una noches en luna. Con todo, se aman y esa es la razón de la distancia. 
Y reconoces que todo sube y baja, que nacemos para la tumba, que todo se acaba, cuando los dos chicos malos, familia, corazón y sangre, se delatan mutuamente y es cuestión de tiempo que uno de los dos caiga primero; cuando el rey y su consejero beben el whisky de Judas, desde una alta terraza de Baltimore para ricos, mirando las luces nocturnas y recordándose el uno al otro la importancia de los sueños, el otro al uno, la contingencia de la utopía; cuando ya son hombres de negocios y poseen más que lo que podrían gastar en el milagro de la inmortalidad. Sin embargo, por mucho que se salga del barrio, el barrio no sale siempre de uno. No basta mover papeles, leer a Adam Smith, comprarse ropa cara, coches de lujo y pretender ascender socialmente untando a los politicastros de turno. Más pronto que tarde, el barrio que corre como oxígeno por las venas, los delata. Y es una lástima, sí señor, porque en sus carreras de pícaros y ladronzuelos, en su subida a la montaña del oro a través de los senderos de la droga, tenían un código de honor: fidelidad a los suyos, sagrada familia, 15.000 dólares que dedicar al deporte con el que sacar de la calle a los niños de los barrios bajos; ese buen apretón de manos. El valor de la palabra.
Un yo tú conmigo frente al mundo. Luego vino la apostasía. O el fin.
Y entiendes que los policías se emborrachan porque vuelcan agua en jarrones con agujeros, porque son títeres del agibílibus de la política, porque cuando se llega a comandante las mujeres que tanto los apoyaron, que creyeron ferozmente en ellos, que les contagiaron entusiasmo y fe en sí mismos, no son con quienes brindan la copa y consumen su carne insaciablemente celebrando esa noche. Que hay facturas, intendencia doméstica,  matrimonios líquidos. Somos mortales y estamos de paso.
Y te inclinas al ver cómo un buen sindicato defiende el futuro de los hijos de los estibadores...
Podría seguir. Omar es mi personaje. Uno de esos antihéroes que el western tan bien nos ha esbozado. Pero este tipo, sus Siete Tablas y sus andanzas merecen una vita nuova. Silba, Omar, silba.
Y entonces abro el correo electrónico después de unos cuantos días de merecidas vacaciones y aislamiento, y en un spam de publicidad me hacen un descuento maravilloso para pasar unos días en un apartado desierto de miel. Y hasta aquí pura rutina, leer borrar, leer borrar, si no fuera porque fue allí donde ella me llevó la primera vez, adicto tanto a su cuerpo como a su alma. Donde supe que un mapa de un mundo cabía en mórbidas rosadas carnes. Entonces recuerdo por qué Omar se hizo justiciero, por qué hizo de su misión vital vengar la tortura y muerte del amado, por qué cuando su segundo amante lo delata, excusándose ante él "No pude aguantar más", sus ojos se empañan, se llenan del aliento de la nostalgia y sin palabras te hace cómplice, como espectador, de que se ama, de verdad, una sola vez, esa en que todos los fósforos arden y el resto de la vida es, acaso, simulacro y cuestión de diversificar las adicciones. Que está muy bien y que es la razón por la que el pequeño Omar mira al chico molido y le dice, "Vale, vámonos". 
Está muy bien. Sí. Vale.
Sexo. 
Sin amor.
Todo se acaba, "Como si una gigantesca goma lo borrara todo y el derrumbe fueran las migajas". Sombras de lo que un día fue... A otra cosa, mariposa. Que aún nos queda The Wire. Y este largo y anfibio invierno parece, al fin, perecer.

jueves, 14 de marzo de 2013

Cuando nace un monstruo




CUANDO NACE UN MONSTRUO
Escribe: Sean Taylor
Ilustra: Nick Sharrat
Editorial Juventud, 2006

Ella siempre se sintió un monstruo pequeño. O quiso que un monstruo viviera debajo de su cama. Que los peludos tomaran vida. Eso fue mucho antes de la película Monstruos S.A. y Ted (una horripilante comedia sobre un oso de peluche rijoso que un día, fruto de un milagro navideño, se convierte en el humano osezno mejor amigo de un sinsustancia adulto Peter Pan).
A partir de que sus sueños se hubieran hecho realidad, sus posibilidades hubieran sido otras. Otra vida, otras amistades (acaso lanudas), otro tamaño de cama donde el insomnio tiende a aterrizar. Entonces, en aquella época, cuando intuye que empezó todo, le hubiera encantado leer este álbum. Pasa a explicar el porqué.
La peripecia se antoja sencilla, nace un monstruo, crece un monstruo y se reproduce un monstruo. La vida de un monstruo y su relación con los niños. La vida,  o la elección,  o los caminos que se toman y los que se dejan. Cómo decidir y cómo abandonar los miedos. 
El miedo en los niños (gran tema desde que los cuentos son cuentos, es decir, desde el origen del lenguaje), según la ciencia, se explica a partir de su ensayo adaptativo en pro de la especie: un precio a pagar, uno más, por ser humano, por la supervivencia, por dejar monstruitos y monstruitas, digo niños y niñas, en este mundo. Como adulta, a ella le sigue dando miedo elegir, tomar decisiones, responsabilizarse de su vida: como a los niños, como a las niñas, como a este monstruo. Es un relato de crecimiento, con un mensaje positivo, un ensayo que de forma agradablemente sencilla nos instruye en habilidades emocionales, en atender a lo que se siente cuando uno emprende un camino, aventura, experiencia, amistad. Con el monstruo, que en la segunda página ya es el niño, o la niña, o el adulto que lee (otro acierto de este volumen: atrapa al receptor y se mimetiza con él), aprendemos a escuchar nuestros pensamientos, las consecuencias, derivar  el miedo al absurdo y darnos cuenta de que nunca pasa nada: nuestra relación con las cartas que nos toca jugar y ya está. Uno, niño, niña, adulto, sale triunfador del cuento. Porque siempre hay otra vía, porque al elegir ganas y lo que pierdes ya no importa, no merece la energía, el tiempo, el desgaste, la ansiedad. Es un cuento para apandadores, aventureros, osados... miedosos, como ella.
Más aciertos. Más hechizos. Su estructura circular pero en zig-zag. Cada vez que el monstruo escoge, el monstruo avanza. La acción prosigue. Vence y vuelve a elegir. En definitiva, el monstruo vive las conductas que el niño teme y sale triunfador. Es la técnica del llamado “modelado”: vividos a través de otro aprendemos a superar los miedos. Somos más felices. Como nuestro monstruo.
La tipografía irregular, a varios tamaños, distintas fuentes, minúsculas y mayúsculas, es otro de los éxitos. El dibujo vibra en colores intensos, vivos, no existen grises y cuando aparecen son abandonados, al igual que el negro. Es impactante, influye su riqueza cromática y sus formas en un estado emocional positivo. Todo se destiñe de fosforescente fucsia o de rabioso verde puñeta. 
De vida. De ganas de vida.
Así, es un canto a la confianza. A partir de aquí, el texto se relaciona magníficamente con la imagen, van a la par hacia la cumbre de la confianza.
Ella podría leer este cuento. Si lo leyera podrían sucederle dos cosas, o ser más feliz o ser más feliz. En ambos casos no debería abandonar este mundo sin llevarse a la cama a este maestro monstruo.
Fue Dickens quien hizo de la tesis “El amor siempre es más fuerte que el odio” una obra magna; Cuando nace un monstruo se hace a la luz y el rayo alimenta la semilla de la autoestima. ¿Posible perfil del lector? De tres a treinta años pasando por trece. Con libros así, el fango del miedo de la vida adulta se pasaría sobre raquetas. O con botas de lluvia. ¿Ambas cosas, pues?

jueves, 21 de febrero de 2013

Barraca de tiro


La muerte, contestó severísimo el poeta, me busca y se divierte mordiendo pedazos antes de devorarme por entero.

Pablo Gutiérrez, Ensimismada correspondencia

Tiene el pelo tosco, recorte oscuro en marco para una piel amarillenta. Fuga del puente que va desde su madre hacia su hija. No nacida. Aún no. Jamás, quién sabe. Cuando te mira lo hace desde un lugar oscuro, flotante entre su biología de muchacho y su mirada de hombre. Allá donde sus pensamientos fluyen nunca existe la sustancia de ciertas palabras. Paz, por ejemplo. Resbala. Zozobra. En sus ojos no se ve fondo. Reflejan. No cuentan. Se desteta en ellos lo que haces, lo que dices, lo que eres. Al darte la vuelta, las líneas en cuña de tu cuerpo bajo la falda se entrelazan en lo turbio para contemplarte. Él sabe que tú sabes. E imagina líquenes en llanos limosos, flemas pálidas resbalando, desde su mente por entre tu cuerpo, manos toscas lentamente, no siempre, ordeñando, estrujando, abriendo carne, igual que bocas de peces. Lo ignoras. Te incomoda, sí. Disimulas. Tonterías. 
Qué importa. Tú eres una realidad más que nunca estará a su alcance. Otra. Como unos buenos zapatos, un hogar caliente, la voz de alguien tuyo celebrando el regreso. Nada más. "¿Qué es eso?". Y puede que se case. Su abuelo lo hizo, su madre también. De su padre solo sabe que vende hierba de calidad y practica surf en una playa de postal brasileña. Las mujeres son momentos de fiebre. Todavía eso. Hay coraza. Amor, no. 
Le gustan los poemas, las delicadas palabras en cadena caprichosa. Todo aquello que dice mar. Y lee bonito, nasalizando la dureza en los quiebros de la oralidad. Memoria. Desafecto. Apenas recuerda los sonidos de su lengua y sueña que un día fue familia para alguien. 
En su vida no hay mariposas amarillas. Ni zonas. Ni sabores de magdalena. Sus juegos dibujan una flecha, el arco tensado, la diana en círculos. Perdición. "Mato moscas a puñetazos", dice. "De verdad". 
Plaf, plaf, zaca.
En el parque lo respetan, saben que solo juega en lo híbrido, que tiene vocación, lava en la cabeza. Las bandas coquetean con la fatalidad de que nunca será suyo. 
Ni de nadie.
-¿Lo dejas?
-Es lo que toca.
-¿No quieres intentarlo?
-Es lo que toca.
Abandonó su libreta, el bolígrafo y un lápiz roído. Para qué clases donde no cabe todo esto. Hizo lo previsto. Se apoyó en aquel lado. Sin raíz, ni tierra, ni barandillas.
-Es lo que toca. 
Ni siquiera los poemas. El mar.
Que sí la cuchilla. Que sí. Solo el ataúd y la cuchilla.

martes, 5 de febrero de 2013

Milena

         Yo, alimaña del bosque, antaño, ya casi no estaba más que en el bosque. Yacía en algún sitio, en una cueva repugnante; repugnante sólo a causa de mi presencia, naturalmente. Entonces te vi, fuera, al aire libre: la cosa más admirable que jamás había contemplado. Lo olvidé todo, me olvidé a mí mismo por completo, me levanté, me aproximé. Estaba ciertamente angustiado en esta nueva, pero todavía familiar, libertad. No obstante, me aproximé más, me llegué hasta ti: ¡eras tan buena! Me acurruqué a tus pies, como si tuviera necesidad de hacerlo, puse mi rostro en tu mano. Me sentía tan dichoso, tan ufano, tan libre, tan poderoso, tan en mi casa, siempre así, tan en casa...; pero, en el fondo, seguía siendo una pobre alimaña, seguía perteneciendo al bosque, no vivía al aire libre más que por tu gracia, leía, sin saberlo, mi destino en tus ojos. Esto no podía durar. Tú tenías que notar en mí, incluso cuando me acariciabas con tu dulce mano, extrañezas que indicaban el bosque, mi origen y mi ambiente real. No me quedaba más remedio que volver a la oscuridad, no podía soportar el sol, andaba extraviado, realmente, como una alimaña que ha perdido el camino. Comencé a correr como podía, y siempre me acompañaba este pensamiento: "¡Si pudiera llevármela conmigo!", y este otro: "¿hay acaso tinieblas donde está ella?" ¿Me preguntas cómo vivo? ¡Así es cómo vivo!
Carta a Milena, Kafka


domingo, 20 de enero de 2013

Fanzine Estrada, n º0# Equipaje



Ya está disponible el número 0, Equipaje, del fanzine Estrada, proyecto Estrada-ideado por Job Sánchez Julián y Alba González Sanz; una colección-exposición de cuadernos de viaje multidisciplinares. En este número, presentado el 19 de enero, en mitad de la ciclogénesis, en el Centro de Cultura Antiguo Instituto de Gijón, comparto tinta con Antonio Seijas, Fernando Pubul, Adolfo P. Suárez, Marcos Torrecilla, Paula Suárez, Virginia López, Gonzalo Golpe, Alejandro Nafría y Antonia G. Tinturé.


Mi texto no hubiera sido posible, sin el empuje, personal y creativo, que Alba y Job suponen, siempre, para todos los afortunados que caímos un día en su mapa.

                                                                   *        *        *

El salto del cisne
Para Yolanda

“Todos los movimientos están llenos de significado.” Maya Plisetskaya

El equipaje

Aquellos nudos. Aquel ovillo. Tu gravedad.
En el fondo donde me miro, pozo o espejo, el reflejo, como de agua, persevera. No te envuelve, no se ondula, parece la dura carcasa del aire. Solo dentro, circundándote, se alcanza la flotabilidad. 
Sabes bien, hueles bien, suenas bien. Pero ha llegado la hora. Necesito tu ausencia. Debes irte. Renunciar. Soltar tus manos de mis manos, los mapas de tu piel en mi piel, el peso de tus huesos en mis huesos.
Tú en mí. Dejar de lamer de qué estamos hechos.
Allá arriba, me aguarda.
“Nadie sabe lo que puede un cuerpo”, rezaba aquel texto sabio. Tu elástica armadura. Si me lanzase, mirarías desde ahí dentro, en la profundidad de la imagen, cómo salto, cómo me desalojo, cómo te quedas adherido al suelo. Me exhibo, me atrapas, caigo y me rodeas; yo, tu títere; tú, mi araña. Poco a poco nos voy quebrando.
Me voy yendo.
Si no te miro, si me suelto, si abandono tus tobillos, tus muñecas, el cuello, los ejes y bisagras por donde me amordazas, el contraste entre lo horizontal y lo vertical me gusta, crea puntos de fuga infinitos; la vista, diáfana; lo frágil, dúctilmente inquebrantable, lo denso fluyendo. Y solo el aire.
Quédate, no vengas. Permíteme irme. Recoge la sangre, el gramaje de mi boca, las cuencas de los ojos; haz porosas mis clavículas, arráncame los senos; que mis brazos sean alas (todo, te lo regalo todo, las arterias de ida, las venas de vuelta, el vello del antebrazo, las esquinas de mis codos, la infancia de mis falanges, que no las quiero, que me estoy convirtiendo en pez y ellas, aletas); que mis muslos y su vientre se vacíen (todo, te lo regalo todo, la grasa, la encarnadura blanda a quien envistes, las flores rojas que entre mí nacen cada mes, mis nalgas y su boca; lo cóncavo, mis durezas, mis curvas, la solidez de mi fémur); solo mis pies como remos de aire.
Mete todo lo que ha dejado de ser mío y es tuyo en esa maleta; ya estoy lista para irme.
¿Cuánto hace que lo sé, que cada mirada se iba de ti más lejos? ¿Cuánto? ¿Ritmo, frecuencia? La preparación del viaje, de seis a ocho horas cada día, desde los cuatro años que sé que quiero renunciarte, desertarte, vaciarme. Toma mi cuerpo, ese es tu equipaje.

La eternidad

Y saltó. Y las formas con su peso, el dolor físico, la resistencia; la malnutrición, la fecundidad perdida, el pacto con el agotamiento. Él fue su equipaje que se ha ido al pozo, al fondo del espejo, la última pirueta.
Ella, al fin, arriba, flotante y deslizándose. Ingrávida, llámese equipaje; llámese cuerpo.
Fue el impulso. El canto del cisne. Un grand jetté. Luego, la ansiada levedad.

Natalia Cueto Vallverdú, noviembre de 2012