Donoso vende vestidos en las playas ibicencas. Es argentino pero me dice que si lo llamo uruguayo no se ofende. Todo menos italiano. “Son como cucarachas”. “Han llegado para conquistar la isla”. Me vino a buscar a la orilla, espacio insólito donde me tiro con el cuerpo cubierto de agua excepto la cabeza: parezco una tortuguilla de caparazón transparente; de ese modo, vigilo a los niños que nadan a unos cuantos metros de mí, intentando curar cierto cansancio, emplastar vacíos que se me escapan por mis grietas, recopilar toda esa luz para dosificarla cuando llegue a casa: los inviernos en mi ciudad son muy largos con otoños de preámbulos y primaveras de resaca: todo oscuro.
No recuerdo cuánto me gusta ese cielo tan blanco hasta que lo tengo techando mis pasos. Miento, no es blanco. Amanece desnudo para ir pintándose. Pienso en Turner, en la primera vez que observó las atmósferas de Claudio de Lorena, el molino de Rembrandt, los crepúsculos de Gainsborough, la claridad norteña de Van de Cappelle,
Ahora estoy en la cala pero de tarde me iré a kumharas a sentir la anochecida que en mi recuerdo se promiscuye con el Arenal de Calais turneriano. El sol de las Pitiusas hay que desnudarlo, ir contemplándolo en sus movimientos, detenerse en sus mixturas y metamorfosis, recorrerlo como la carne deseada (yemas, labios, mirada).
Todavía estoy ahí y es cuando Donoso se arrodilla a mi lado. “Tengo un bello envoltorio para vos: sos rechula de verde”. Me acabé llevando sus orígenes, cómo había atravesado el Atlántico para quedarse a vivir en la isla, cuánto añoraba a su gente, de qué modo tan desesperado amaba a una mujer para cruzar por ella un océano y el vestido verde que me deja las piernas y los hombros al aire. “Sabés escuchar”. Los niños seguían chapoteando: aprendieron que el sol puede no acabarse, que el agua puede estar siempre caliente, que bañarse puede dejar de ser una operación llena de variables (que no llueva, que la marea esté baja, que la bandera sea la adecuada, que no haga mucho frío...) para convertirse en una extraordinaria fijeza.
Nos despedimos Donoso y yo en Cala
Después de calearnos el Este de la isla, compramos melón y sandía a unos payeses que eran rubios como los niños del maíz. Ella se llamaba Dorethee y era alemana. Empezamos hablando de Dusseldorf y acabamos contándonos nuestras preferencias sobre arte contemporáneo. Por un momento pensé que era la viuda de Konrad que estaba de incógnito en el terruño y a punto estuve de preguntarle por On Kawara y Joseph Beuys. Enseguida el payés la cogió de la cintura, era francés, muy guapo, para meter baza en nuestra conversación; estuve practicando un poco con el idioma galo (puf, cómo se me ha olvidado el léxico frutal) e inferí al poco que Dorothee y él llevaban muchos años en común, cada uno vivió su periplo antes de escaparse juntos a San José. Me explicó ante un zumo de melón recién exprimido que cuando decidieron unir sus vidas compraron una pequeña casa que arreglaron y a la que añadieron una planta más. Dorothee vivía arriba con sus tres hijas mientras que Cedric ocupaba la zona baja. Él también albergaba a sus dos hijas en verano que era cuando su ex-mujer le enviaba desde Reims a las niñas. De ese modo fueron ellas, las crías de ambos, quienes marcaron los ritmos de proximidad. “Sin forzar nos fuimos aceptando”. Hoy presumen de ser una familia bien avenida: “Fue una locura que salió bien”. “Es la isla”. “Da suerte”, sostiene Dorothee.
Creo que el aroma de mi cuerpo ha cambiado. En esos siete días el melón, la sandía y los frutos secos han debido de modificar mis segregaciones. Al despedirme de ellos me pareció que ella sonreía con cara de sandía y él tenía cabeza de melón. Me dije que me miraría al espejo nada más llegar al hotel.
Ya en el coche, les conté a los niños mi confusión de la payesa con los Fischer. Les expliqué quiénes fueron esos galeristas alemanes, hablé de la audacia y del valor, de la lucha contra los miedos en pequeños gestos, de perseguir lo que uno sabe que realmente ama. Les adelanté que al día siguiente se bañarían en un acantilado donde los peces les comerían los pellejitos de los pies, que su padre no estaba a favor de que yo los llevara pero que en mi opinión ya estaban maduros, como los pequeños melones de los que acabábamos de disfrutar, para vivir una aventura. Todo es dar un primer paso: Dorothee Fischer vació su monedero delante de Joseph Beuys y le preguntó que qué pieza de arte le podía vender por ese dinero para regalársela a Konrad. Fue un bloque con forma de rectángulo de cera “Sin título”. Así empezó su sueño: la primera pieza de su colección; nosotros íbamos a empezar por el acantilado.
Lo hicimos y como Señor Salvaje nos picaron las medusas, cuyas descargas aliviamos con nuestros propios orines. “Esto sí que fue una hazaña de héroes de cuento” exclamaba mi hijo mayor.
Tal vez haya sido el rito iniciático. La primera piedra, Donoso cruzó un continente, Turner desafió a
Siempre falta algo; uno viaja huyendo o buscándose. Ocurre que a veces se encuentra.
Como narraba Pereira, un acontecimiento inusual, no necesariamente el irse, despierta un yo que desbanca al hegemónico produciéndose una pequeña revolución en la confederación de nuestras almas. Alejada, añoré las manos del hombre que amo o quizá la penetración de nuestras manos (imitando esculturas de Nauman), la mirada de mi madre, también mi ciudad en bicicleta, mi hueco en la cama, el olor de mi casa... La vida cotidiana que tejo. No obstante, esta vez, sacrifiqué un yo zamarreante en esa isla y este nuevo que me va invadiendo (por ahora me llega a las rodillas) ha decidido no resignarse. Como comprar un bloque de cera o bañarse desnuda en peligrosos acantilados...
No hay comentarios:
Publicar un comentario