jueves, 31 de diciembre de 2009

Tierra de audaces

Me dio por preguntarle a mi costilla mientras esperábamos en una cola larga como hormiguero amazónico que si el 2009 había sido un buen año para él (a todo esto el pobre sostenía en sus manos con pose de cura: tres bolsas, un conjunto de ropa interior de leopardo, una diana infantil, un paquete con libros, dos discos de vinilo envueltos en rojo; un arbolín del consumo, vamos).

―¿A qué te refieres? ―verbalizaba y fijaba sus ojos en mis ojos, parecía aquello Oklahoma en 1873.

―Vamos, no sé, ¿un año para recordar u olvidar?

La señora que se intenta colar a la sombra de nuestra perorata.

―Oiga, vamos a llevarnos bien. No me abra el hambre de justicia y venganza ―Jesse James habló por boca de mi cónyuge que no escupió tabaco porque sus labios sostenían la Visa card. Es en estas ocasiones cuando yo lo llamo mi Raskólnikov porque como él "no estaba acostumbrado a alternar con la gente y […] rehuía la compañía de los demás, sobre todo en los últimos tiempos”. No es peligroso, sólo que además de colon irritable presenta accesos recurrentes de misantropía: no se fía del género humano, es más de bichos: rural y seguidor de David Attenborough.

Se nos quedó, con la intrusa, colgada la conversación.

En el atasco prefindeaño le espeto:

―Regulín, entonces…

Se le cala el coche. Hay explicación: es nuevo y tiene un pedal como de camión, así que mi Henry Fonda tiene excusa.

―Regulín ¿lo qué? ―Añade con anacoluto y frunciendo los morros; el coche y los hombres, en fin, como si en ese artilugio se precipitase algún test de virilidad.

―El año, mi amor; este año.

―¿Y a mi madre?

―Pero, qué pinta aquí mi suegra ―Me pregunto yo.

―¿Le compramos al final, lo qué? ―Me fibrilan los palpos gramaticales.

―No lo sé, pero algo; seguro. ¿Y el año?

―Cógeme el volante que el mechero se me está clavando en la ingle -yo creo que quiso decir los güevos, pero trató de tener tacto y yo hice como si aceptara el eufemismo.

Fin del atasco. Silencio. Rumbo al Norte. Me relajo escuchando en el lector de DVD del coche la banda sonora de Barry Lyndon.

Tres viajes en ascensor: paquetes y más paquetes. Me asomo al pocito de mi armario. Todo son bolsas con nombres rodando entre mis vestidos y chaquetas; los envoltorios pequeños se manosean desmandados por mi ropa interior.

―¿Cenamos, no fea? ―Pintan lítotes.

“Oh, no”, me digo en apóstrofe, “antes mi trabajo de campo doméstico”.

―¿El 2009?

― Supongo que no.

―¿No lo qué? ―Caramba, osmosis en el vulgarismo; como las faltas ortográficas en los exámenes que de tanto leerlas se le agujerea a una la seguridad en las bes y las uves.
―No sé. Me gusta más el veinte―diez. Es redondo, veinte el doble de diez, un dos y un uno. ¡Joder, y que el 2009 fue una mierda!
―Eso. Y vivan tus ingles.
―Te invito a cenar fuera. Tierra quemada.
―Vale.
―Yo más.
Y con todo eso hubo sus cosillas: los siempre buenos amigos, gente nueva, viajes magníficos, curiosidades satisfechas (eclosión de nuevas), ruidosas fiestas, ternuras infantiles, incursiones gastronómicas, epifanías vitales, lecturas paliativas, bellezas consoladoras…

―“Más importa la menor carta del triunfo que corre, que la mayor del que pasó”, mi sabio y admirado Gracián ―me digo rozándome las palmas de las manos como si barriese el polvo de lo tosco y feo que el año en ellas me ha dejado.

Y así, viendo alejarse toda la nada de este año, recuerdo el poema de Carver (Miedo) y pido al año nuevo no tener tanto, ser más valiente: palpitar borrando torpezas.
Se me activa la mente. Pues eso.

Abandono el lecho conyugal. No puedo dormir. Enciendo la televisión.
Creo ver una señal: le guiño el ojo al 2010, flirteo y me propongo seducirlo (aún me quedan abejas para esta miel); me escurro en el sofá de mi salón sin más luz que la que nace del aparato: "echan " Tierra de audaces.



jueves, 24 de diciembre de 2009

Hacia la luz




Estos hombres, a fin de cuentas, obtuvieron todo cuanto la mano puede alcanzar con el brazo extendido. Variaba en ellos la longitud del brazo; en lo demás, eran iguales. Nunca conseguí sentir envidia de este tipo de gente. Siempre pensé que la virtud estaba en obtener lo que no se podía alcanzar, en vivir donde no se está, en estar más vivo después de muerto que cuando se está vivo, en conseguir, en fin algo difícil, absurdo, en vencer, como obstáculos, la propia realidad del mundo.

Pessoa, Libro del desasosiego

Entendí perfectamente la soledad del entrenador, su recogimiento, el respeto del grupo a una individualidad marcada, la fotografía del logro, el beberse el esfuerzo, la renuncia, el miedo, la soledad. El triunfo entraba por la boca, como un día dicen se abrió el mar. No es un secreto que admiro la profesionalidad, ni que veo en Pep un ejemplo pulcro, rotundo de la negación de la mediocridad. Lo sigo desde aquella primera publicación en prensa: nuevo entrenador del Barça. Pero no es sólo eso. Hoy no.

Supongo su vida entera, el recorrido, la realidad soñada concentrados en aquella exposición de su intimidad. Aquello empezó entonces. Quizá cuando era niño, cuando subió los primeros peldaños, cuando firmó algún que otro papel donde dijo no y acató las servidumbres del sacrificio. Cuando no pudo ser y cuando fue. En la quietud del fracaso, allí mientras no abrazaba lo entero sólo la superficie, imaginando lo que no se podía alcanzar.

Pero fue. Sucedió. Caminó en la estela hacia lo eterno. Y en lo grande debió de sentirse aquel niño con un balón bajo el techo de las copas. Se desnudó de lo adulto y se quedó con aquel temblor de los labios infantiles: la metáfora de las lágrimas.

Hoy es Nochebuena y he visto a un pequeño de seis años romper con la maldición tatuada en su nacimiento. No podrá, no llegará, no progresará.

Sé de su nacimiento entre máquinas y ruido, de su desconcierto, de su pánico.

Luces sin mamá.

Atado a una máquina, enchufados su latido y su respiración. El peso de la vida en tres kilogramos de carne titilando. Su recurrencia hospitalaria. Su debilidad: ingresos, percentiles bajos, crisis en morado al mezclarse sangre limpia, sangre sucia; lo cianótico bajo sus ojos, sobre su boca. Nunca rozó el abandono. Nunca.

Un año más. Otro.

Y otro.

Al pasar esta mañana por la meta, uno más entre todos aquellos niños fotografiados en la fiesta de los atletas, Las Mestas de Papá Noel, en su primera carrera, sin otro testigo de su fuerza que yo, sentí todo el peso de la magia del espíritu navideño. En su esqueleto, musculatura, órganos y vísceras era una etapa más, pero el hombre es un ser simbólico: el temblor de mi metáfora.

Bajo la lluvia, de vuelta entre sus manos, me parecía que la decoración, las luces, los espumillones, la gente hormigueando entre paquetes y lazadas tenían su función; un mundo dentro de otro mundo.

Plomiza la vimos.

Allí se alzaba: Francisco Fresno no supo que en su acto de creación había esculpido Hacia la luz para una criatura de rostro infinito que la miraba, capaz de todo, como a un tótem tallado para su hazaña.

Nos quedamos en medio de un cruce, la rotonda de Albert Einstein, disfrutando el emblema, cultivando en el ojo las celdas ambiguas que roturan lo gris. Es nuestro presente rodado de ayeres; de pie, pequeños y ceremoniosos, en este día, en que él y yo veneramos su virtud.

La dejamos atrás. Los dos, habitados de una suerte de gloria, atrapados en aquella metáfora, nos recogimos camino a casa.

Hoy es Nochebuena. Por primera vez, para mí, lo es.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Dedicatoria doméstica (Mis hombres II)

Sé que no era un buen momento. Y que no era justo, claro que no, tú lo dijiste. Sentimos el entorno como el molde que nos hace. No es verdad pero, como le pasaba a Einstein con el tiempo, es una ilusión tenaz. Las cacerolas sin fregar, las sartenes al fuego, los niños en su faceta más agotadora; un viernes sin horizonte es como un bajorrelieve y uno, una debe ser la figura que lo rellena, aquello que talla ese entorno. Seguramente te sentías sin extensión y quizás hasta desaliñada, hermosura apagada por la tos, la grisura, el peso de la tarantella cotidiana. A todos nos pasa. A lo mejor tengo estos días la pulsión de salir, oír música o ver algo distinto porque no me gusta el bajorrelieve de los días Koljós. Tus peroles y la cuesta arriba que eran las sardinas sin freír o la indolencia de tu compañero sólo te hacen, qué palabra tan bien hallada, “posible”. Conmovedora e ilusionante. Sin relación con el momento, porque sí, pero justo en aquel instante y cuando me fui, es decir, ahora, me sentí, me sigo sintiendo arena para ti. No agua. No luz. Vulgar e invisible arena.


Son esos momentos que me parece no tener qué ofrecerte que puedas amar o que te pueda servir de algo. Supongo que a veces siento eso porque es difícil no abrazarte, abrazarte muy fuerte. Tienes razón en lo de la compatibilidad o la coincidencia. Existe el amor en la diferencia, en la pobreza, en la mediocridad, en la vulgaridad física. Pero cuando un amor intenso, que a saber de dónde viene, se deja adornar por la compatibilidad plena y la complicidad: por el dinero que deja viajar y oír música como alarido y aleja las cuentas ansiosas; por el talento que provoca admiración; o por la belleza que arrebata; cuando el amor se deja adornar por todo o parte de eso, qué ancho es el mundo cada día. Qué vivo luce uno en los espejos. Ojalá sepa ser algo de todo eso. Tú lo eres todo a la vez, como una maldición.


Sé tu hastío y tu tristeza. Yo ahora sólo puedo decirte seguro que estoy enamorado. Y que quiero hacer cosas que tú ames. Es humano intentar atraer a quien tanto se quiere. Pero en tu caso además es confiarse a la mejor brújula. Lo que tú quieres siempre indica el camino correcto. Me faltó un abrazo muy largo. No me dejes. En esos ojos todo cobra sentido.


Te beso


PD. Te contemplo con avaricia, como si fuera un despilfarro el tiempo que paso a tu lado mirando para otra parte. Ojalá supiera pintar.


sábado, 12 de diciembre de 2009

Desasosiego

Para la hermosa Chus, su luz, sus ojos claros. Su azul
Dios me creó para niño, y me dejó siempre niño. ¿Pero por qué dejó que la Vida me golpease y me quitase los juguetes, y me dejara solo en el recreo, estrujado con mis manos tan débiles la bata azul sucia de lágrimas copiosas?
Pessoa
Supongo que estábamos allí. Nada más. Simplemente no me permito la superchería, la magia, la perversa intuición. Son palabras peligrosas, dialéctica de Poliburó, que encierran grasas históricas, prótesis para órganos atrofiadamente enfermos por funciones anómalas.

Confiesa, digamos que Gabriel, que está harto del tema, de cada declaración de un obispo, de un cartel en garfios pro-vida, de una glosa moral más. "Que se acabe ya. Que el debate escriba un punto y final. No somos lo que decimos, somos lo que hacemos".

-Ya se movía.


Silencio. Sorbíamos el café bajo los arcos del Auditorio. Alrededor camisetas rayadas, cortes de pelo como cascos asirios, chapas reivindicativas: todo geométrico, de izquierdas, aquella compañía prometía que lo rebelde aún puede sobrevivir.
Era hija de un obrero. La mayor de cuatro hermanos: impulsiva, tierna, con cuerpo de dictado feliz. Miraba el mundo, en piedra, madera o ramaje, desde lo azul. Tinta y agua. Ojos donde cualquier hombre hubiera matado por un turbado reflejo; ser cónsul de aquel imperio. Sólo tuvo suerte una vez; pudo equilibrar, ajustar velas, cerrar el abismo. Todo a cambio de aquel hombre. En él, con él, cierta expresión de justicia le fue inoculada. Cuando tu propio cuerpo es quien inficiona corres el riesgo de que te preñe de ira. Él trajo la calma, desterró el desasosiego; la apretó y se arracimaron. Desde entonces, duerme.


Siguió escuchando a Gabriel. Pensaba que él era obsceno, lo era en sentido etimológico: fuera de aquella caja de resonancia donde un día todo fue agua. Muchos mitos cuentan que en el origen solo había una inmensa extensión de líquido (la boca se llena de arcanos: Japón o Mesopotamia). Para otros, al principio sólo existía el vacío: abismo; caos. Cuando nacen los dioses alguien crea la palabra calma. Cuando nacen.
Los dos callaron. Para servir a los dioses, a sus vergüenzas, a sus miedos.


Le volvió al hombre la palabra como esos chasquidos de los viejos mecheros de piedra. El tono de su voz, que antes recordaba displicente, se abrió cálido, como el siroco que ruge en este diciembre que no se deja envejecer.

-Ella está bien. Yo la cuido.

Cinco meses y algún día más. Malformaciones en los conductos renales, pegotes de glándulas ovales, probablemente no pasaría de las veinticuatro horas si la gestación llegaba a término.

Yo acariciaba, en un ademán febrífugo, mis pendientes aciculares. Sólo escondía las manos.

-"El tiempo" decía la familia, como si fuéramos proscritos, "Sabemos dónde, aquí cogéis un autobús, allí seis horas más tarde, dos horas después y todo habrá acabado". Como si huyéramos, como si reflejásemos criminales, como si, apestados, ella y yo fuéramos conducidos a la Isla Negra.

La Venecia de Mann. La Lisboa de Alberto Caeiro. Él me las describió en las sirtes, sobre las siluetas con las que la montaña sombrea las carreteras secundarias.

Miré los arcos. Simulaban termas romanas. Apreté Fin, la novela que me había llevado por si el curso era como los de siempre, por si nada interesaba más que la firma y un crédito añadido a los beneficios de un perverso baremo que estoy obligada a rellenar. Trataba de acariciar falsos anillos que rodearían un posible tejuelo. Me sobraban las manos. Y el vientre.


-Él llegó, sabes. El primero nos dijo que no parecía claro, que la visión era difusa, que debíamos reunir varias opiniones. Que quizá, acaso, tal vez. Luego, supimos de boca del segundo que aquella vida se construía sobre un error de la naturaleza, un farol biológico.


No sigas, pensé. Apenas te conozco, vecino de banco, cómplice de un episodio de aburrimiento. No sabes quién soy. No sabes a qué renuncio. No sabes mi cómo ni mi cuánto.


-Este era de fiar. Nos informó de la situación, de los plazos, de los requisitos legales y del papeleo. Lo que más nos iba a llevar era el consentimiento. Cualquiera de aquellos, no sólo el médico, sino el celador que la llevaría (llamémosla Carmela) hasta el quirófano, el anestesista y su epidural, la matrona, la enfermera, cualquiera, he dicho, cualquiera podría objetar. Se comprometió a que se realizaría en el hospital, que los días orillaban el límite, pero que sería posible.


Mi madre dice que tengo cierto imán para recoger palabras de dolor ajeno: "En vez de orejas, me naciste con alma de expiación".


-Y encima la semana de espera hasta el compromiso de las piezas: una tras otra.


Olía a fritura. Techos altos.


-Todo fue rápido. Un parto sin dolor. Por la amiocentesis supimos que no será recursivo, pero aun así vino la autopsia posterior, ellos crean eufemismos Estudio anatómico; el quemazón de la espera. Sin salud mental, sin programas de ayuda. Carmela, no obstante, tiene estrella.


La anécdota fue cierta.


-Lo dicho, una gran cremación: ardiendo todos. ¿Subimos? Quedan cinco minutos para la segunda intervención.


Sobrio el auditorio. Novilunio tras el cristal. Yo, aparentemente entera, como una niña superviviente en mandilón que un día fue scout.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Jaculatoria

Hay coyundas que sólo caben en los sueños. Hay sueños que caen en la tentación de las realidades.

Trato de expresar mi gratitud a la que llevo a cuestas todo el día. Antes de abrir siquiera los ojos me quiero: Qué bien, otro día más conmigo misma. No siempre resulta, saben, pero mi terapeuta me dice que lo haga y yo obediente como un reflejo ejecuto.
Conductismo.

Visualiza tu día como un gran lienzo donde vas a escribir lo que quieras, pinta tus deseos y copia cien veces tus afirmaciones.
No más sumisión que la de mis nuevos pensamientos.
“Nadie actúa libremente si no es dentro de su mente; el genio es la voluntad de pensar”. Simone Weil dixit.
Todavía con los párpados caídos, pude recordar, seré endiablada, las consecuencias del sueño. Láudano para el cuerpo: el aliento masculino aún bogaba por mis encías.
Había pasado la noche entre las caderas de un hombre, un híbrido posmodernista: cuerpo de mi monitor de cardiotono, mente e ironía de Francisco Ayala y voz de Malamadre, Luis Tosar en Celda 211, (no pregunten, en los sueños las cosas salen así y a mí el punto macarra en oído siempre me ha revuelto las feromonas). Con cara manzana y la relajación propia del largo combate dije en voz alta “Doce veces”.
No creo que el origen del malestar tuviera que ver con lo codificado, sino más bien con el tonillo con el que yo aliñé el enunciado. Mi costilla saltó como un resorte. Tuve que abrir los ojos.
―¿Qué “Doce veces”?
Inspiro, expiro, me monologueo en silencio: “Eres maravillosa y te quiero. Éste es uno de los mejores días de tu vida. Todo lo que sucede, sucede para tu bien…”
―Estoy esperando.
Subo la sábana, me cubro el desnudo y me agito como un perro que se quita el agua del pelaje. Me siento en la cama y me concedo apenas un par de segundos para pensar.
―Un sueño, mi amor.
―¿Y?
Recuerdo, entonces, un vídeo de esos que te envían tus amigas sobre las diferencias entre hombres y mujeres y que alimentan estereotipos y roles. Es un monólogo donde un gran hombre explica la diferencia de respuesta según el género, a partir de un distinto tabicado de nuestra mente. Resumiendo la tesis de la historia, nosotras tenemos un amasijo de cables interconectados y ellos cajas estancas donde cada pensamiento no toca el anterior y donde hay una caja mágica, “la de la nada”, la que les hace contestar “Nada” y ser verdad que no piensan en nada.
Apostasía. Cruzo de sexo.
―Nada.
Fue mucho peor.
No muestres tus vergüenzas, me sugerí.
Me vi fabulando con Freud, contextualizando datos, “No sé, la muerte de ese hombre tan coherente, sus ensayos, la República, la película que fuimos a ver, Tosar, el típico feo que me gusta, los picos de ovulación, la lectura de Ofertorio antes de dormir…”
Ni yo misma sabía qué demonios significaba un sueño hasta que en el patíbulo de la almohada tuve que confesar al que comparte cama, cuerpo e hipoteca aquella ¿infidelidad?
―Vale. Te creo. Voy a hacer el café.

Seguí con mi monólogo interior. Comunicación, comunicación. En pareja todo pasa por la comunicación. Las relaciones amorosas no siempre son románticas, al menos en la expresión verbal. Yo soy romántica, lo sé, locuaz, también: celebro con el lenguaje mis emociones, con mis gemidos mis perversiones. El amor contiene muchas variantes de la alegría y la ilusión, pero también incluye siempre la vulnerabilidad (“el amor es ya un algo de arrepentimiento”). El amor se expresa declarándolo y describiendo a la persona amada. Por eso se dicen te quieros y por eso se dicen piropos. Pero también exhibiendo vulnerabilidad. Por eso se dice qué sería de mí si me dejas, por dios no te mueras, no me olvides. No se dice porque se sienta peligro de muerte o abandono. Se dice para expresar así soy de débil ante ti, esta sería mi herida. Bla, bla, bla. La confesión estaba a muchas verstas de allí, pequeña Scout.
Con todo, aquel aleluya de la comunicación se agostó. En lugar de la logorrea, salté de la cama blanca y ancha y me insinúe mimosa: donde la palabra estalló el gesto. Aceptó la fisiología de mi exhibición, los rudimentos de mi carne para el perdón, la intensidad de mi coquetería.
En la ducha, no obstante, tuve que borrar los recuerdos de la noche, el cuerpo seguía revoltoso.
Doce veces. Abrí el agua fría.
―¿Cuántas de miel?
―Mmm, no, no quiero. Gracias. Hoy solo y sin dulce.
―Vaya, yo que te iba a echar una docena…
Que una tenga que hacérselo en sueños con un mutante para que la costilla le haga el desayuno tiene bemoles. Una taza de porcelana, dos servilletas, el zumo de pomelo, la mermelada de arándanos y un platito con galletas. Cierta intuición me llevó a contarlas. Casualidad o no, allí había justo doce galletas.
Todo está bien. Me amo a mí misma. Ommm…
―¿A qué hora tienes la conferencia?
―A las seis.
―A las doce entre dos. O sea que por la tarde vamos juntos a llevar a los niños al cumpleaños de Manu.
―¡Ajá! (La inferencia de la presuposición me la tragué entre saliva, así sufrió la interjección).
La gripe A me había dejado la clase a medias. El conserje entró para decirme que sólo tendría una docena de alumnos: una fassi en medio del zoco.
El cuento que compré para Manu me costó doce euros y los mastuerzos Gormitis que escogieron mis hijos, como añadido, otros doce.
―¿Sabes dónde vive el tal Manu?
―Sí. La casa está en La Pipa, pondrá globos para anunciar el cumpleaños. No tiene pérdida.
Vimos las bolas de color al aire.
―Siete, diez, doce. ¿Te fijaste que son doce esferitas?
Inspiro, expiro. Todo es luz en mi interior. Me saboreo, me huelo, me acepto.
―¿Te llevo a Avilés?
―No, no hace falta.
―¿Volverás antes de las doce…?
Eran doce, por descontado, los alumnos presentes para el curso. Todo fue sobre ruedas. Era mi vuelta al público adulto. Hacía mucho tiempo que no impartía un curso sobre Pragmática. Después de la introducción sesuda, repartí los textos donde deberían comentar aspectos expuestos en la teoría. Leímos un cuento atmosférico, algo sobre vampiros, el genio, isotopías de Greimas, Nietzsche. Se trataba de localizar índices y síntomas que conducían a un efecto emocional que permitía la alta accesibilidad de ciertos supuestos. Yo tenía subrayados todos y cada uno de los elementos a comentar. Menos uno.

―Perdona ―me interrumpió Consuelo, como si me fuera a herir su intervención.
―¿Sí?
―No hemos hablado del número: La mañana del 12… Quizá no cayeses en la cuenta de que tanto éste como el 16 eran cifras malditas en Roma…
Ya no escuché más. Mi cabeza asentía como los perritos móviles que en mi infancia cubrían las bandejas de los coches, pero mi mente me contaba una historia mucho mejor, un relato ostensivo de una relevancia tal que concitaba todos mis esfuerzos cognitivos.

El texto gustó. La clase gustó. Yo me gusté, me acepté y me aprobé. No quise ir más allá.
A la salida me encontré con él. Al menos hacía diez años que no nos veíamos. La última vez nos recuerdo besándonos correcto (lo sé, se me ha colado uno de esos adjetivos adverbializados, interferencias de la Nueva Gramática cara y amarilla que se abre en mi mesa de estudio como una sulfúrica y magnética caldera).
Estaba guapo, como siempre. Probablemente el hombre más bello a quien yo había amado. Elegancia, inteligencia, exquisitez. Su cara, como un relámpago, alumbró esa zona de la memoria donde él se celebraba de mis carcajadas en un baño de Estambul.
―¡Qué sorpresa!
―¡Estás mejor que nunca!
―¡No…Tú sí que estás bien!
Me contó que había vuelto a Asturias después de un largo exilio voluntario. Que tras aprobar las oposiciones al Cuerpo de profesores de Secundaria pidió plaza en Mallorca. Que este año había regresado y que en concurso de traslados se le logró Avilés. Que había ido a escuchar la charla de un amigo. Que seguía enganchado a sus cosas: la natación, los viajes exóticos ("¿Has estado en la Patagonia? Está hecha para ti"), los buenos caldos, Cioran…
Noviembre entraba con fuerza. Nos lamió el agua cuanto quiso. Prometimos volver a vernos, llamarnos, comer juntos. Esas palabras de acción proscrita, cuanto menos generosas o cordiales o yermas.
―Luces preciosa, la edad te sienta bien. No seas perezosa, no dejes que pasen otros doce años.
Me amo a mí misma. Inspiro. Expiro.
Al abrir la puerta sonaban Los guajes en vinilo. Ganas de matar. Apagué mi capacidad inferencial.
Me quité aquella ropa empapada, besé a los niños durmientes, me acerqué al salón. Verbalicé los resultados de mi puesta de largo lingüística, escuché las postrimerías de la fiesta infantil, me tiré sobre el sofá en plancha. Centauros del desierto desplegaba como un cometa su magia.
―¿No nos acostaremos después de las doce, Cenicienta?
Reí. El lenguaje del humor: magnífico tesoro.
Y no. No nos acostamos después de las doce. Pero sí nos dormimos más allá de la medianoche.
El cuerpo no miente. Es esa melodía interna, que aparece, enredada en carne, para alumbrar un espacio evanescente; es allí donde te dejas llevar sobre una danza que marca un compás perfecto. Y todo sigue, a un son de pliegues, humores y ritmos oscilantes. De pronto te das cuenta de que llevas al otro viviéndote dentro, que ya ha amanecido y que la noche se te ha ido cabrioleando. Bendito vigor.

―Hace mucho que no teníamos un baile como éste.
De nada hace mucho (Escribió la Hempel).

Al apagar la luz, saboreé aquel renacido apetito.

“En la amistad como en el amor, uno debe guardar para sí sus zonas de misterio”, Tahar Ben Jelloun. Así que al cerrar los ojos, aún tibia la bula, conjuré a mi Frankestein onírico con la curiosidad de desenmascarar a quién o a qué remitirían sus añadidos, la prótesis que aquel día habría dejado en el replicante, la aureola de la depravación...
Susurré mi súplica: "Que sean doce... Por favor".

miércoles, 21 de octubre de 2009

Si nunca han llorado y quieren llorar, tengan un hijo

Hay un relato muy breve en Extinción (D. Foster Wallace) que le persigue desde la primera vez que lo leyó, a saber, Encarnaciones de niños quemados. No va a revelar nada sobre él porque su fuerza y su voz son inefables: uno debe leerlo; el autor finado se merece ese homenaje, el lector, a cambio, sentirá que se le ha regalado un tesoro. Ayer volvió a hablar de él, le decía a Raymond, profesor entusiasta del I.E.S. Jimena, que le encantaba su idea de hacer un monográfico con los de cuarto de E.S.O. sobre los monstruos, pero que aún le impresionaba más el opúsculo que audaz él les había propuesto desde la tarima: "Intentad escribir desde la demencia; no es tan complicado".
Entonces, le dejó el texto de Wallace, hablaron de sus acúfenos endiablados, de que el único modo de acabar con ellos, puesto que le corrían por dentro, tras haber intentado todo tipo de conjuros y exorcismos, era sacrificar el cuerpo de donde se nutrían: un día encontró el atajo del suicidio. Comentaron, asimismo, el don, el genio, el magnetismo, la enfermedad que nos vuelve más corpóreos, la huida hacia el espíritu; también cómo el mal supura por la sangre de nuestra sangre.
Todos hemos estado alguna vez enfermos y casi todos hemos rozado en algún momento los límites de la locura. Ella no fue excepción. Cuando así sucedió, una de las personas que más quiere le dijo que ahora sabría reír y llorar de verdad porque había tenido un hijo. Tiempo más tarde leyó, en la única concesión explícita a cierta suerte de ¿sentimentalismo? en el cuento mencionado de Wallace, la siguiente frase dirigida al receptor, con tratamiento de plural de cortesía pero directa a ese que inmerso a través de un sintagma verbal oficia de trágico coro griego, a mitad de narración, cuando los personajes se han puesto del otro lado, cuando la trama casi está resuelta, cuando la atmósfera ficcional ya ha humedecido el alma: “Si nunca han llorado ustedes y quieren llorar, tengan un hijo”.
Aquella misma canción.
Sabe que su amigo y Wallace nunca fueron presentados, pero reconoce en ambos la sabiduría (para ella, el escritor, merecidísimamente inmortal desde luego, se hace vivo, por tanto real y con derecho a la perspectiva temporal en presente, en sus textos). El aforismo de que por un hijo se hace todo se encuentra bajo las piedras, en la cola del pan, en la parada del autobús escolar, en los campos palestinos. Todos somos uno en apenas unas horas: el tiempo que media entre tener y no tener hijos. Ellos vienen y se abren nuevos huecos, extraños troncos cavernosos, fluidos y flagelaciones, sinestesias biológicas: un injerto en el alma. Ellos llegan para escribir y nosotros para leerlos. Brotan, simplemente, y nada vuelve a parecerse a lo de antes, sobre todo uno mismo.
Pero ella no lo sabía y su amigo sí. Cuando todo parecía desdibujarse le cogió de la mano, se agachó a su altura, le habló a la niña que había parido un niño y le dijo que todo saldría bien; sencillamente vería el mundo a través de otro. Es obvio que ser padre no nos da derecho a nada sino que nos implementa de obligaciones; horizontes de dolor se amplían, sensibilidades endogámicas, siniestras lealtades, egoísmos de mamífero. Pero basta mirarlos para sentir que uno ha cumplido en ellos el mejor papel que le ha sido concedido.
Ocurre que algunos no lo entienden.
La libertad en la interpretación: la sentencia dicha (por un hijo se hace todo) les faculta, cual terrorífico dios medieval, patente de corso para la aberración. Los mayores vampiros viven detrás de las puertas domésticas, en los sótanos de las casas impostadamente felices: las tragedias más perversas bajo el edredón de la sagrada familia. Ahí residen los monstruos: con la navaja sobre los cuellos y las mentes infantiles. Es tal el peso biológico de esa soga judeocristiana que en su nombre se siguen Cruzadas, se justifican crímenes, se moldean cadáveres en plastilinas.
De la novela decimonónica rusa le pierde el lazo sanguíneo como nicho de grandes ficciones: las que logran parecernos propias, las que nos devuelven lo paradójico, la alquimia de lo terrible y lo hermoso, de lo humano. No va a recoger la tan repetida reflexión sobre las familias tristes y felices con la que se abre Ana Karenina, ni va a recomendar lo último que ha visto sobre las relaciones biológicas, por ejemplo Il y a longtemps que je t´aime o La boda de Rachel (o la mirada cínica que sobre la institución burguesa regala la inteligente acidez de Mad men). Sólo que hagan un ejercicio de observación, que miren, que posen sus ojos tras las mirillas, que escudriñen en los parques… La cordura en los progenitores escasea.
Hoy la pillan furiosa y de mal café. Hoy ha vuelto a ensalivarse los dientes con la frase de Wallace. Cuando la tragedia se ceba en los pequeños, a Bambi le salen garras.
Lo dicho: “Si nunca han llorado ustedes y quieren llorar, tengan un hijo”.

lunes, 19 de octubre de 2009

Falco rusticolus

A mi valiente y blanco halcón gerifalte.
El banquete como discurso fílmico y el Foster Wallace del humor, ¿ficción, narración? son mis mejores antídotos contra la tristesse. Afortunadamente he añadido uno más: Jacinto Antón con su antología de crónicas Pilotos, Caimanes y otras aventuras extraordinarias. Os invito a que os perdáis por esas páginas muchas de las cuales ya las habréis leído en El País.
Comparto con él ciertos mitos, un interés por la aventura y una curiosidad compulsiva en los entornos más cercanos. Una cosa más: la admiración del valor, no sólo en los héroes que nos regala la épica, sino en quienes nos rodean, aquellos que se enfrentan al para mí, sin duda, gran tema existencial: el miedo.

Se llama Teresa, tiene apenas sesenta años, es una de las mejores personas que conozco; siempre ha sido bella, con esa hermosura alegre y grande de las mujeres de raza: apenas un cambio de luz y te muestra toda la delicadeza del equilibrio de las formas femeninas. Mientras escribo esto ella recibe una sesión más de quimioterapia.

La ha llevado su hijo al hospital, quiere llegar apenas un minuto antes de la sesión: no le sienta bien cierto espejo: los rostros secos y las cabezas pelonas.
Es su tercer brote de cáncer.
Ayer mismo guisaba un pollo en mi cocina con esa naturalidad con la que fabrican los objetos más complejos los artesanos más lúcidos: “Importantísimo el “chup―chup”, la sal al final del proceso, el vasito de cognac, el pimiento verde cuece más lento y repite menos”.
Hace seis años y medio le diagnosticaron un tumor de mama. Le dieron unos meses de vida. Decidió vender su casa e invertir todo su dinero en el proceso de curación. Pidió una cita con el oncólogo Josep Baselga. Ella vive en Gijón. Su periplo médico iba a ser en el centro médico Teknon, en Barcelona. Firmó la aceptación de un tratamiento experimental con fármacos nuevos que “se comían” las células cancerígenas de la mama. ¿Efectos secundarios? Estaban por ver.
Teresa salió adelante. Se iba en un avión y volvía en otro: sus vómitos, su cara verde, el temblor. Cada vez que la recogíamos en el aeropuerto era más enjuta, más transparente, más niña.
Las revisiones, el aguante, las rutinas como anclajes en un cuerpo bipolar. Índices tumorales, sesiones de radio, análisis de ruleta rusa.
Cada día más enjuta, más transparente, más niña.
Se reía, en momentos de cierta y extraña euforia, del tamaño de sus senos: minúsculos hasta que la menopausia le regaló unos exuberantes pechos de cinco tallas más de sujetador. Tensos, turgentes, punzantes… y enfermos. Tras la sonrisa, el ácido conjuro: “Que no me los quiten”.
Parece mentira, para el que está fuera, para el que no sabe, que la cicatriz de una ausencia sea para muchas de ellas la mayor de las preocupaciones. “Si me los extirpan, nunca superaré la enfermedad: ella me mirará desde dentro”.
Conservó sus bellos pechos. Dos años más tarde de la curación aparecieron células cancerígenas en el esternón. Pudo con ellas. Dos años después, una minúscula cabeza de alfiler canina y feroz palpita en su linfa; ella tiene el antídoto: con esto se puede. Repite en su coraje.
A estas horas la habrá intoxicado un poquito: sus venas serán agresivamente negras.

Sé que tiene miedo. Sé que es una valiente: se esfuerza por vivir su propia aventura, en los límites de la cotidianeidad, en la omnipresencia del cáncer.
Y el desgaste: la enfermedad no sólo ataca al cuerpo, nadie esperaba tantos vuelos, tantas recaídas, tanto de tanto. La alquimia de la lucha y el ansia por la vida, no obstante, le está funcionando. Es su gran hazaña; mi pequeña dedicatoria.

Hay una especie muy valorada en cetrería, el halcón gerifalte. Es largo, como Teresa, lleno de manchas, como el tatuaje que el mal ha pintado en la piel de esta mujer. Aristocrático, elegante, luminoso, como ella. Cuanto más níveo, mayor es su valor. Teresa se ha vuelto blanca: el plumaje corto en su cabeza.
Hábil depredadora, capturará al vuelo o en tierra este nuevo bicho. Se lo prometo.
Adieu tristesse.
Ella se llena de química y yo la espero con Jacinto Antón entre mis lecturas.
En un día como hoy, puede celebrar que acabó con el cáncer de mama.
Compraremos esa tarta, soplaremos esa vela y pediremos un año más que el bienestar regrese, que se le haga más fácil estar en este mundo, que el miedo, una vez más, sea vencido.
Mi admiración a todas aquellas mujeres invictas que han escrito su relato de riesgos y hazañas. Aquí al lado, sin aterrizajes forzosos, conquistas territoriales, cumbres inhumanas, coronas de emperador; que llevan en sus senos la batalla contra el cáncer.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Enzimas, postales y Thin air (Pearl Jam)

A veces sentimos que se nos otorga un papel, diminutas heroicidades en discurrires ajenos. Incursiones desencadenantes de experiencias ajenas. Un punto de contacto y nunca más: líneas divergentes. Pero en ese choque, la relación es biyectiva y los resultados de progresión geométrica. Casualidades que derivan en causalidades.

Esa excavación fortuita que dio con cuevas prehistóricas, tesoros egipcios, joyas bibliográficas; el maldito coche que se nos cruzó evitando que fuéramos nosotros los implicados en el accicente de tráfico, el atasco por salir tarde de casa esperando a nuestro compañero, retraso que nos impidió coger un avión que se estrelló… Me explico. Ayer me supe enzima.

Bajé la basura (es excepcional que yo realice esa tarea, no está en mi listado de competencias, a mí me tocan otras). Mientras mi costilla se ocupaba de bañar y alimentar a los cachorros, yo trataba de dar respuesta a una pregunta, de esas anchas y sin dobladillo, junto con otros compañeros del gremio de la enseñanza en un centro de trabajo, “¿Qué es la educación literaria?”… Como supondrán a tenor del burro, la albarda. En resumen, que se me fue la tarde, afortunadamente, de modo provechoso. Los reunidos, entusiastas y puede que ingenuos, tenemos fe en que la lectura es un virus que sí se puede inocular; a partir de ahí el reloj dejó de importar. Ya ven.

Fui de Oeste a Este, uno de esos maravillosos paseos que ofrece esta ciudad nuestra. La tarde parecía esperar en la playa, como al amado una novia virgen, la llegada del otoño. De verdes a amarillos. Abría el portal de mi casa justo en la primera oscuridad de la noche. Quizá podría haber sido otro día, era mi primera reunión; pero fue este. Quizá al llegar a casa podría haber cenado y bajar después la basura, pero excepcionalmente me dejé seducir por el sofá. Este capítulo tiene su truco, no se crean. Los niños ya dormían y la cena estaba lista. Me puse cómoda mientras mi hombre seleccionaba entre su filmografía uno de sus clásicos. Al entrar en el salón, las dos bandejas reposaban sobre los sofás. Max Ophüls, el guión de Arthur Laurents, nos convocaba con Atrapados. La trama de 1949. Una chica educada en escuelas de chicas, o sea, para cumplir a la perfección el rol que a una mujer se le atribuía (¿He empleado bien la perspectiva temporal, el enfajado del verbo al tiempo? Tengo mis dudas) en los años cuarenta, ergo, lograr el mejor marido que le asegure un futuro cómodo, conoce en una fiesta a un hombre de posibles. “Que Dios te lo pague con un buen marido y muchos hijos”. “La mujer que casa bien, siempre parece hermosa”.
Voy, voy, que pierdo la unidad temática corriendo peligro la coherencia textual. La chica y el multimillonario Smith Ohlrig viven un principio de matrimonio, que como todos empieza con promesas de final feliz, pero él sólo la convierte en una Nora, bendito Ibsen, pajarillo en jaula de oro. Al final, aquel asunto no era tan buen negocio. Algo oscuro empieza a suceder. Pero hasta aquí puedo contar. Vean la película que merece la pena descubrir lo que encontró Leonora la bella y lo que aconteció a los personajes.

Tal fue el deslumbramiento, que, una, forofa culé donde las haya, cambió su noche de Pep Guardiola en el Gregorio por el cine clásico. No me digan lo que piensan. “Nadie es perfecto”. Este periplo narrativo para explicar por qué fui precisamente yo quien bajó la basura y no él; y por qué lo hice fuera de la hora acostumbrada.

Bajé a la calle con mi detritus doméstico y me topé, delante del contenedor, con un hermoso mueble: un aparador de madera, imitación de ebanistería modernista. Era noche de recogida de enseres, toda la acera estaba salpicada de mesillas sin patas, restos de camas, algún colchón manchado, sillas varias… Pecios de vidas. Objetos no sagrados: qué contarían de sus propietarios. Mi mirada se perdió en sus posibles, la versatilidad y la historia de aquellas cosas (a Chema Madoz, fotógrafo de la metáfora del objeto, El País lo llama “el artista del engaño”). ¿Quién tendría ese aparador, qué guardaría en él, estaría vivo quien lo compró, sería acaso una herencia, qué cubertería atesoró, de qué valor, cuántos usos a su vajilla, sería el punto de apoyo de la espalda de una mujer mientras él le entregaba su boca en uno de esos arrebatos que logran entrelazarnos como calamares en plena lucha pero con lenguas…?

Abrí un cajón. La curiosidad me pervirtió. Debería no haber bajado yo la basura o haber ido a ver jugar al Barça o simplemente no ser el día de recogida de muebles. Podría haberme mantenido pulcra y en mi sitio, responder al modelo femenino reflejado en la película y no hurgar en la basura, pero no lo hice. Entonces, en aquel cajón, había una postal con la imagen del mercat de la Boquería de Barcelona en la que no se distinguía ya el sello, pero sí el nombre de la destinataria, Claudia Sans; no la dirección. La tengo aquí, sobre el atril de mi escritorio, la hurté. Tampoco suelo oficiar de ladrona, pueden creerme. El texto, curiosamente, no tenía la corrupción ni del tiempo ni de la suciedad. Se lee:

El error de Descartes. Si realmente fuéramos una realidad dual, cuerpo y mente, veríamos, oiríamos y tocaríamos con el cuerpo y recordaríamos, desearíamos y sentiríamos nostalgia con la mente (o el alma o lo que sea). Pero puedo asegurar que te estoy añorando con los ojos y con los oídos. No tengo alma que pueda sentirse hoy colmada sin oírte o verte. Y estoy deseando con la misma piel que no estés muy preocupada. La admiración debería ser cosa del espíritu y yo te admiro a voces. Descartes se equivocaba. Tengo ganas de verte.

Todo para que la huella de esos amantes, persona interpuesta, tenga voz aquí.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Coche negro para un paracaidista


... Once more he found himself in the presence
of mistery. Rain. Laughter. History.
Art. The hegemony of death.
He stood there, listening.
Listening, Raymond Carver

Cogió el teléfono. Yo lo miré largo rato, mientras hablaba. Dijo que con la medicación una neurona le subía y otra le bajaba.

-Sólo negro metalizado... Bien... Sí, acepta.

Antes de hacer la llamada dijo que había vuelto de un mes de vacaciones en Francia. "Pero no sirvió de nada: los demonios viajaron dentro."

-Ya. Así que de vuelta al trabajo y con ¿catarro? Síndrome postvacacional.
Él me sonrió. Pero triste. Vestía traje marrón y corbata azul. Hacía juego con sus ojos. Era hermoso. Un hombre bello. Demasiado. Se rascaba el pelo, canoso y engominado, con el dedo corazón. Las uñas perfectas. También el afeitado. Llevaba alianza. Yo también. Mi curiosidad venció a mi educación; mis ojos a veces parecen preguntas. Consecuencia: se puso a hablar. Pero no de coches.

Resultó ser deportista, como yo; con colon irritable, como yo; autoexigente y perfeccionista, como yo. Había vivido en un barrio residencial a las afueras de la ciudad con sus padres, justo a dos "caminos" del mío, nombres de flores, cursis, por supuesto. Ex-entusiasta. Padre pasional, esposo entregado. No dormía desde hacía varios meses. Como yo. "Simplemente no puedo, ya no sé". No hacía el amor con su mujer. Como yo. Ella, tras cuatro abortos, casi se muere entre sus manos por un embarazo ectópico. Se vio solo criando una niña. "Ha cambiado. Entre ella y yo, todo ha cambiado". Yo le devolvía la mirada y asentía.
"Tampoco yo. En todo, tampoco yo", quise decir.
-La cabeza estalla y los ojos parecen globos en el máximo de presión.
A ese hombre le faltaban años y le sobraba ansiedad.

-Te dicen que leas, que veas la televisión, que hagas tai-chi. Nada funciona. Tampoco la tila, ni la valeriana, ni la pasiflora. Sólo sus drogas de receta verde.

Tuvimos los mismos coches, nacimos el mismo año, nos casamos el mismo día. Ambos, él vendiendo, yo comprando, compartíamos un mundo posible. Mis datos revoloteaban por su mesa: nómina, DNI, última declaración de la renta. Paladeó mi nombre, mi dirección, mi profesión, mis ingresos, el domicilio de mis padres, las dos sílabas con las que llamaba a mi niña. Aquel pedazo de mesa contenía un puñado de mis huellas. Luego levantó la vista, la fijó en mi frente, dijo mi nombre. Yo ya le pertenecía. Era como yo.

-Seguro que te cruzaste alguna vez en mi camino. Me acordaría. Si no fuera por la medicación, de ti, me acordaría.

No recuerda, sin embargo, el color de sus pastillas. Cada noche el sueño viaja subido en una de ellas.

-Todo firmado. En dos días recogerás "a tu amigo", saldrás en sus ruedas. ¿Estás contento?
Me quito las gafas. Son oscuras.
-Debería estarlo.
Sólo recuerdo que las noches se me empapizan, que si no me hubiera cruzado con aquella mujer enferma que se estrelló contra mi automóvil no estaría hablando con este tipo en este concesionario; que lo grande: mi mujer, la niña, aquel coche, aquel día, las ambulancias, el tanatorio... o lo pequeño, Chus dejando su blog, me pesan por igual. Que estoy demasiado cansado.
He caído aquí. Como un paracaidista. Zombis conviviendo con humanos que te recuerdan que lo difícil es ser normal; que eres un egoísta. Que deberías estar agradecido.

Mientras vende coches, espera ese momento prometido, aquel en que estará a salvo.
Como yo.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Comunicación no verbal, el Transiberiano y la valentía




Para M.C.


"Una de las claves maestras de El ruido eterno: la voluntad de mostrar que todo está entrelazado, que la realidad no sabe de separaciones netas ni de oposiciones absolutas", ABCD (ABC 915).



Reflexiono sobre el supuesto origen de la comunicación, la importancia de lo no verbal, las consecuencias de su supervivencia en sistemas comunicativos complejos: nosotros. Lo que las máquinas no son aún capaces de reproducir: la sintomatología o lo indéxico que se desprenden del sujeto codificante.

Entonces, en paralelo, evoco la metáfora del Transiberiano y la debilidad (o cobardía o acomodo) del ser humano, el corriente, no el genio, para modificar lo establecido.

Dos relojes. El tren como un hotel. Siempre en horario de Moscú, a pesar de que se atraviesan siete usos horarios. Si son las cuatro de la madrugada en Mongolia, pero las cinco en Moscú, toca cenar. Fuera un reloj y un sujeto. Dentro otro: el yo. El límite espaciotemporal. La edad, la rutina, los paisajes de siempre, cierta acedia, continentes y contenidos. Interesante metáfora la del Transiberiano. El salto temporal como arcos anchos, dos límites que sólo convergen en cada uno de los individuos que comparten ese viaje.

No somos al margen de un contexto.


Enraizamos con el pacto tácito de la renuncia: el límite que fijan las potencialidades. Nos sentimos atraídos por nuestra propia otredad: lo que uno quiere escuchar, pero no puede o no se atreve a representar. Aquí, en este espacio cerrado (caliente y cómodo; burgués, después de todas las audacias) toca noche. Allá, en la periferia de los raíles y la estepa, luce el sol. Sólo se supura por los extremos. Siempre la frontera: la muralla, la piel, la puerta, el edificio, la ciudad, el país, la religión… Como ojos estrábicos: un eje visual para el sujeto; un eje visual para el objeto. Vivir arriba o abajo.

“¡Ah, el tiempo! Antes de opinar sobre este punto en concreto, sobre el tiempo humano, James debería comenzar por revisar los conceptos que había traído consigo de allá abajo”, La montaña mágica, Thomas Mann.

Aquí y allá abajo.

Lo dicho: pactos tácitos. Renuncias y negociaciones. Lo presente y lo ausente. Fue la emoción lo que privilegió la comunicación humana: no se podía razonar ante una leona hambrienta, ante el incendio del follaje, ante los saqueadores de carne humana. Sólo sentir (¡Peligro, huye!). No es casual que conservemos el gesto y la intuición: nos recuerdan que, a veces, es preciso bloquear la mente: sólo la turbación facilitará nuestra huida. El pensamiento lógico es infinitamente más lento, nos atrapa en su espiral. Súmale soledad y obsesión, y generaremos monstruos que nos devoran. Para ti, ser recurrente, atrapado, compulsivo y obsesivo, en una estructura mecánica y laberíntica (decisiones vitales, jugadas futbolísticas a puerta, ese tren que ignora la luz…); tú, si puedes, muévete. Rebélate. Huye.

“A pesar de todo, eran fieles y honestos el uno con el otro. Pero infieles y deshonestos consigo mismos. ¿O me estoy equivocando?”, Intimidad, Kureishi.


viernes, 18 de septiembre de 2009

Para el cuerpo, soma, belleza (Gorgias)

"... el horizonte de consuelos se reduce, acaso, a uno solo: la belleza, cuyo culto es la forma más incruenta de idolatría conocida."

Ricardo Menéndez Salmón

Belleza (I)

Belleza (II)




Carlos Casariego, http://www.carloscasariego.com/

Belleza (III)



“La escena final de su derrumbamiento es bien conocida. El 5 de enero, en la Piazza Carlo Alberto de Turín, Nietzsche ve cómo un cochero castiga a su caballo —transido de piedad, se abraza al cuello del animal y se desploma llorando”

Miguel Morey


Oír el trote lento del caballo
Sobre tibias arenas, el mullido
Crujir del grano undoso bajo el casco.

Alborotar las crines en cascada
Sobre el pecho de sangre, el cuello enhiesto,
Émulo del tronar, blanco en su espuma,
la testuz imperiosa, la quijada.

Acariciar el belfo, hundir las manos
En el vaho poderoso del que llora
La desgracia del hombre y, con calientes
Lágrimas, su final.
Besar el cuello
Del dios domado en que cabalga el mundo.
Janto, Vicente Duque

jueves, 10 de septiembre de 2009

Moras




Íbamos los dos. Él me miraba desde mi cintura.
“¿A dónde te llego?”
Caminábamos hacia su nueva escuela. Con los ojos fijos en nuestros pasos me di cuenta de que uno de sus zapatos tenía los cordones desatados. Quise arrodillarme. “Déjalo, mami, así tú no olvidarás que debes volver para atármelos y yo sabré que tú volverás a atármelos.”

Sus pequeños dedos intervalos de carne en mi mano.

Aún olía a bebé. Su piel aún retenía los jugos de la mía.
Los niños miran con otros ojos: tienen miedo a la oscuridad, al hombre del saco, al mayor (en el patio, en el parque); pero no a la vida. No saben. Ellos no saben.
“Ya vemos el edificio”. Me apretó la mano. Por un momento yo fui la pequeña. “Tengo miedo a su oscuridad, al hombre del saco, al mayor (en el patio, en el parque)”. Me detuve. “Hay moras rojas y negras”. Me preguntó “¿Qué son las moras?”.
“Son bayas.”
Quiso saber si se podían comer. “Toda la semana preparándome para dejarlo en su primer día de escuela y ahora que llega el momento hablamos de moras.”
“Las rojas no se comen, sino las negras.”
“¿Por qué?”
“No lo sé.”
“Yo las pintaría al revés: de color fresa las comestibles y negras las pudres. No te parece…”
“Sí me parece.”
Cogimos dos moras. Una en su mano. Él la olió (cada vez nos entreteníamos más, como si de ese modo el camino llegara a otro fin, el tiempo esperase por nosotros; el mandilón, el lapicero afilado, las ceras, la libreta rayada, la colonia en el pelo, las barras de plastilina… expectantes); no tenía más de seis años y era niño de guardería. Cinco cursos madrugando, en clases de colores, sonando Rosa León, hospedando en sus bronquios el virus de temporada, en sus intestinos toda bacteria golosa, sabiendo que el más fuerte es el que pega.

Deshizo sobre la palma, frente a la picuda maleza, cada fracción del fruto oscuro. Se llevó un gránulo a la boca. “Sabe a monte.”

Lo cogí en el cuello, besé uno tras otro sus senos, lamí sus montículos, palpé sus rugosidades, me colé por sus imperfecciones; mamíferos criando cachorros.
“¿Tú cogiste moras en tu primer día de colegio?”
También yo debí de ir a por moras, pero no lo recuerdo.
Ya no me apretaba la mano.
Fue él quien dio el primer paso, tiró de mí, cerrando en su puño, cuando el objeto había sido etiquetado como familiar, los restos de su mora. Yo lo imité, como si iniciáramos un rito.
"Vamos, mami."
Purgamos nuestros miedos.
Asistí, así, al momento privilegiado de la formación de un tejido infantil, el que configurará la memoria de un adulto que evocará una mañana, sin ruidos, camino a su primer día de colegio, de la mano de su madre ya siempre teñida de moras.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Desamor


En el estruendo de esta larga, silenciosa y horrenda
despedida
en la desolación de este adiós tan absurdo, tan
lentamente criminal
alégrate, alégrate, mujer, alégrate porque los dioses
los impasibles dioses de la calamidad nos conceden el
privilegio
de que nuestras heridas no obtengan nunca cicatriz
ni alivio

Tendremos, como todos los humanos, una separación
Pero a partir de ese momento nuestras horas serán ya
irreparables
como las de los dioses. Alégrate, mujer; alégrate
porque no quedará un solo lugar sobre la tierra
donde podamos encontrar el olvido, la paz, el apetito,
el sueño

Alégrate mientras se pudre mi nombre en tu boca
y piensa que ese sabor podrido será el partero de tus
hijos
y será la penumbra que confunda las caras de tus otros
amantes
y será finalmente el embozo protervo que acudirá a
arropar tu último frío:
¿pudiste alguna vez soñar una fidelidad mayor que esta
desgracia?

En cuanto a mí, tu nombre ya es azufre en mis encías
y no quiero otro dulce que esa yel ni otro sabor que ese
castigo
mientras pasen los años tumefactos, serviles, miserables
que habré de taladrar a voces y con cólera
hasta el instante misericordioso de la aniquilación

Alégrate de este dolor porque no va a cesar
Alégrate por esta ausencia infame que será nuestro nudo
Alégrate por esta ciénaga que es la distancia, donde
chapotearemos sin poder escapar
Y cuando llegue el odio, alégrate del odio, alégrate,
mujer
porque el odio será el más espléndido escalón de esta
escalera que subimos juntos

Alégrate, mujer. Canta conmigo a estos dioses siniestros
que nos conceden este sino de rabia y de fidelidad y de
alegría.

Alegría, Félix Grande

sábado, 5 de septiembre de 2009

La sinceridad obliga, pero hace feliz (R. Walser)




M. me dice ("Dos, un té con leche y otro con limón y sacarina") que en este final de verano sólo sabemos de muertes y separaciones. Yo la retengo, sus manos delicadas, lo perfilado de sus labios, (tiene boca de niña, acaso por eso conserva las pesadillas y la recompensa dulce), la voz sosegada, sus eses como arrullos. Ella sigue hablando. De fondo, el ruido de la cafetera, la gente que saluda al camarero, el tiempo, siempre el tiempo en esta ciudad enferma de oscuridad. Me ensimismo, la contemplo y evoco, rastreo recuerdos. Parezco estar, pero no es cierto.
"Lo has hecho" -me gustaría decírselo mientras atiendo al presente-. "Me has obligado a abrir el candado, escribir tu nombre junto al mío y dejarlos ahí, bajo el tiempo".
La echaré de menos, no sabe cuánto: los cursos duran como un embarazo, también gestan. Siempre me quedarán sus poemas y ese librín de cuentos, con su árbol, su abuelo, la memoria infantil. Y el miedo. Algún día, cuando no esté tan tierna la cerradura, escribiré sobre la calidad de esos relatos. La fuerza de su texto.


Entonces vuelvo. Llega F., arañado de humo, con su sabiduría y sus manos de roble. Pide café, nos hace reír. Me acompañan su mirada viva, su ágil conversación, sus modos inquietos. Me mira desde dentro y lee, como un crítico el cuerpo del texto.
Apenas nos tropezamos, me dio la mano, frente al charco; desde entonces ya no temo mojarme, dicen que los catarros entran por los pies.
Su humor, su lucha, las ansias de futuro: ante él siento la tierra, su fuerza y sus vaivenes. La necesidad. Me cuesta darle voz; ha sido muy grande durante estos meses. Quién me describirá Italia, las curvas de Mónica, los viajes en carreteras secundarias; quién reflexionará sobre el tejido pequeño de los días, el vino de las siete, la cena con el otro, las camas domingueras llenas de libros, la estética de Proust; quién me narrará, de lunes, la vida, en sus meandros, los baños en el río, el internado, la vendimia, el golpe que no podemos esquivar. "Te voy a añorar, señor del Bierzo. Muchísimo"; pero tampoco se lo digo. Disfruto de ese final, de la distensión, del recorte de este tiempo: la lógica de las conversaciones es extraña. Como dije, parece que estoy.
Y V. , "Agua con gas, por favor". El embajador. Dandi y literario. Otro de mis poetas. La elegancia, el verbo exacto, la risa. Las tardes de cine, el discurso caótico con sesgos dionisíacos, el terrible acúfeno, el vampiro ortográfico. No se pueden explicar ciertas soledades salvo a quienes reconoces como tuyos. Me has infectado de melancolía; el Nepal, ya ves, tampoco es un sueño; has venido para contármelo. La calidez nos seguirá poniendo de buen humor: las pruebas orales, la dispersión de Vila-Matas, el taller, lo que aún está por escribir, No has estado en Hiroshima. ¿Arte o ciencia? Seguiremos de este lado: no hay nostalgias estériles; no para nosotros. "Sí, claro que los exámenes de septiembre son un dolor", trato de esconderme tras la luz de mi sonrisa.
De C., "Un cortado", su ternura, la gran literatura de terruño, el ingenio en el diccionario; Lara y sus sombreros. La toponimia, el léxico frutal, los mejores pescados. Machado. Rosalía. Kavafis. El orador entre pasillos, los ojos de tus adolescentes imberbes, neuronas que avivas y empujas más lejos. Has puesto banda sonora a este curso, como si bailásemos una vez más; resérvame los bohemios: mi carné siempre tendrá tu hueco libre.


Han sido mis compañeros, hay muchos otros y muy buenos, sin embargo, estos son mis camaradas de café, de esa rutina acertada, no buscada, nacida por azar con mimbres de solvencia; se han acercado a poquitos levantando pactos.
Hoy, mochila al hombro, los miro con respeto y admiración: sí saben el valor de la instrucción pública. Sí creen que allí hacemos cosas importantes; son alfareros.

Miro desde un puente. Ellos en un lado del río, yo en el otro. Mis zapatos son viajeros, aunque hoy se tiñen de escarcha. Los rostros de mis alumnos se irán difuminando, son una pieza más de cada año que para nosotros tiene caducidad en cursos. Pero estas caras se me han metido dentro. Como esta punción de nostalgia.

Ya me voy. He anudado sus tiempos a los míos, sus nombres entre los hierros. He cerrado y tirado las llaves.

Mientras me alejo, unos versos de J. Doce:

...El aire está lleno de comienzos
y mil veces en mil calles distintas
alguien se tropezaba con una piedra
y esa piedra le abría los ojos...

Habrá septiembres para volver.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Usurpación


Si no fuera por su casa, por sus muebles, por él mismo... diría que aquella no era su mujer sino una impostora.


-Está en coma. Él está en coma y ella le trae a la memoria lo último, el recuerdo final, lo que ocurrió justo antes, días antes de la desgracia (por eso inserté la redacción periodística del suceso, el accidente de tráfico donde se produce un choque frontal y un hombre queda gravemente herido). Él está ido, allí, en la cama de un hospital y ella, simplemente en shock (de ahí la narración confusa, el divagar febril, la logorrea atmosférica...). Lo único que siente que puede hacer el personaje ante la situación de su marido es recrear con palabras su mundo, darle motivos para volver de ese estado. Ya sabes la hipercatesia.


-No entendí nada. Creí que escribías sobre la memoria. El tiempo y esas cosas.


-No -quiso llamarlo Ciruelo o Ly-Che, pero lo amaba demasiado para arriesgarse a la ofensa-. La forma imita el contenido, onomatopeya, ¿comprendes? Pretendía la colaboración extrema del lector, el collage lo ponía yo junto con la cohesión; la coherencia tras la intencionada incoherencia descansaría sobre la capacidad reconstructiva del que interpreta. Acaso fui oscura. Exigí demasiada colaboración comunicativa.
O no.


-Tú y tus metáforas. Qué complicadas sois las mujeres -le parecía que su esposa ya no sonreía sino que aquel gesto de los párpados semicerrados y los pómulos levantados se había congelado en su rostro, como un rasgo étnico, tal vez oriental-.

-Serán los códigos. Déjalo.


-Me inclino más por vuestros itinerarios inferenciales. No es empatía, lo que exigís se acerca, al menos en tu caso, pequeña, a la videncia. "¡Para con los pies que me desconcentro! Una cosa de cada vez, como los problemas que troceados se tragan mejor".
Si uno fuera más listo -se decía- vería en esos pies la delicadeza de una bella mujer china. Le gustaban más estos, momificados entre las vendas, que los de ayer, que los de todos los días, tan grandes, tan callosos, tan dejados.
Hablaban mientras Betty Draper vomitaba en el coche nuevo de Don Draper. Mientras lo doméstico lo invadía todo.

-Está embarazada. Fijo.
-No, cielo, vomita por la angustia. La verdad suele ser indigesta.
-Tengo que leer más: para entender Mad Men. Y a ti, mi amor.
A veces se extrañaba de las conductas de su esposa. Cierto. Pero aquella noche, el problema de aquella noche era otro. No conocía quién era esa mujer que comía a su lado, escueta y violenta como un estornudo. De dónde había venido, qué había hecho con la suya, la del día anterior, la de las horas y los minutos.


Estaban cenando. Con las bandejas en el salón, sopa, arroz y verduras. Las botellas sobre la alfombra. Él en calzoncillos y calcetines. Ella en seda amarilla, una especie de pien-fu con fajín. Sus manos, arriba y abajo, precoces, con todo su lenguaje; como una prótesis de sus dedos aquellos palillos.


-Está buena la sopa -trataba de cambiar de tema-; sabor extraño pero exquisito.


-Sopa de Wan-Tan.


Comida nueva. Pero estaba cansado para preguntar. Demasiados cambios en una sola noche.


Afortunadamente, suena el teléfono.

-¿Diga?

-¿...?

Escucha y gesticula.

-Hola...Viendo a Don... Segunda temporada.

-¿...?

-¡Tú también!... No... Claro que no hablaba del desamor. Trataba de conjugar el accidente, con el viaje, un discurso inconexo, críptico... No, no sufro... NO, no tengo nada que contar... Tampoco.

Aparta el auricular cogiéndolo entre las manos como si tratase de proteger del frío a un colibrí contagioso y se dirige entre susurros a su marido ("...es Celia, que ha entrado en el blog y pregunta, de nuevo, si estamos en crisis").

Sonríe, hacía calor fuera. Posa la bandeja, el teléfono en una mano, con la otra recoge los bajos de tanta tela.

"Qué pequeña se ve."

Ella sube al sofá y abre la ventana a la par que niega repetidas veces entre justificaciones redundantes a su amiga, la que no calla al otro lado del cable.
Puede con todo. Dulce, aristocrática, felina.
Él no se mueve. Sólo la mira.


-Zaijian.


Y cuelga más amarilla que nunca. Él piensa que a ella le sienta bien ese nuevo peinado: un pelo extremadamente liso, oscuro, como piel de foca que no deja de crecer.

Ella le hace una reverencia, junta las manos, pálida, y asiente con la cabeza como si estuviera afectada de una inquietante sumisión. In the mood for love.

Se rasca la oreja. No entiende nada. Cada vez menos. Continúa con la cena.

Como ya había dicho, seguramente tenía que leer más. Quizá así la entendería. La complacería.

Como Chow Mo-Wan. El otro sí comprendía.

Él también sentía la arcada, como Betty. Él también.



martes, 18 de agosto de 2009

Pide que tu camino sea largo




"¿En qué pensabas cuando pensabas en volver? No sé, en nada, ¿a qué te refieres? En algo pensarías cuando sentías que tenías ganas de volver, algo echarías en falta, ¿cómo sabías que te querías marchar? Porque no quería seguir estando allí."

Nadie morirá hoy. Notas. Chus Fernández



Vendrá para quedarse. Como aquellas tortugas. En el Ágora, al atardecer, siempre a las ocho menos cuarto. En Atenas el crepúsculo es puntual. Rutinario. Como unas pocas costumbres. Y, sin embargo, bellísimo.


¿Cuánto tiempo llevan en aquel jardín, tan lejos de su hábitat, inquietantes? Son animales prehistóricos, padecen cierta voluptuosidad: la que nace de la no subyugación.
Han estado.
Siguen.
Permanecerán.
¿Y si son los viejos sabios que transmutados vigilan desde la calma? Sólo sostenidos por el espacio, sin la magnitud del tiempo. Nadie las atrapa en mercurio. Se sienten a salvo. Dirección, Templo de Hefesto, sin número. Cuidamos las piedras. En desorden.


Imagino: le habrá dado por representarse en zombis, recordar películas de espectros (El fantasma y la señora Muir; El espíritu burlón...), soñar con Davos Dorf de la mano de Mann. Después de la luz un extraño túnel. Se sabe perverso. Menea las manos, se las pringa de sombra y gestos inefables; y se ha subido muy alto, allí, en las cumbres, donde los alambres.
Es lo que tiene el otro lado.


Yo le cojo la mano. Lo observo. Allá arriba, ya siempre lejos.


Huele a especias, parece souvlaki. Su fragancia ha cambiado. Dejó el día lleno de principios; entre ellos, un libro a medias en la habitación, la regla y el lápiz sobre la mesita del lado izquierdo de nuestra cama. Demasiados subrayados: Kureishi siempre lo turbó.

Pide en esa voz soberana feta y aceitunas de nombres imposibles, licores egeos, viejos hirsutos de melenas pobladas. Recrea aldeas blancas, mordientes acantilados, el mito de la Atlántida.

Es más sabio.

Yo le leo en griego, no sólo a Kavafis. En el nuevo museo de la Acrópolis hay una gran sala vacía. Espera. Como una debilidad del ánimo.


-¿Recuerdas nuestros pies cansados?

Erecteion. Las cariátides como fruto de la soberbia humana: el hombre ha logrado hurtarle a los dioses la pócima de la belleza.
Lo dijiste.
Asentí.
Desde el Partenón parecíamos druidas y tú reías, poquito, como si temieses ser escuchado; siempre has envidiado mi risa, esa eclosión infantil que libera mi yo más aniñado.

Escuchamos a los músicos mendicantes en Athinas, nos tropezamos con un escaparate invadido por un Sebald helénico en Normanoy, vimos la Acrópolis iluminada desde aquella taberna en lo más alto de Plaka, callados, Anafiótika arañada de gatos.


Casi todo arde; el fuego amenazó con rozarle la cintura. Claro. Tú no sabes. El funambulista interpreta únicamente las posibilidades de su salto.


-Pones ojos de espejo. Me asustan.
Hoy sólo me he vestido con tu colgante cicládico. Para venir aquí me basta el pijama y nuestras costumbres. La fe como voluntad. Continúo rebelándome contra el azar, mi hermoso malabarista. "Flácido y despeinado" (te susurro mientras enredo mis dedos en tu nuca).


"UN HOMBRE RESULTA GRAVEMENTE HERIDO EN UNA COLISIÓN FRONTAL DE DOS TURISMOS
En el otro vehículo circulaba una chica y dos niños pequeños, que resultaron ilesos pese a la aparatosidad del siniestro
Un hombre resultó herido de consideración en un accidente de tráfico que tuvo lugar en la avenida Rosario a primera hora de la tarde de ayer. El coche que conducía la víctima colisionó frontalmente contra otro que circulaba en dirección a Los Cantos. Según las primeras hipótesis, el conductor pudo sufrir un desvanecimiento que le habría hecho perder el control del vehículo e invadir el carril contrario."


Siempre hemos curado nuestras heridas en otros paisajes, lejos, viajando. Te ibas dejando los años, las amenazas, esa vanidosa desazón, aquellos silencios tan incómodos. En el kilómetro de ida te veías más joven, más bello, más tú; siempre te ha sentado bien la distancia.
Como ocurre a veces, mirarte a ti mismo desenfocado.
"La suerte es el cuidado de los detalles".
Por eso.
Aquí sigo.
Yo te cuento, acaso las dulces palabras con las que tejo te proporcionen la voluntad para volver. Como Penélope, trastornada, invocando el regreso de Ulises.

martes, 21 de julio de 2009

Vacaciones en Grecia





“[…] los hombres, ni en compañía ni solos, son capaces de actuar, de dar un paso, de saludarse, sin someterse a algún modelo, esto es, sin estilo ni ejemplo.”

Stanislaw Lem, Provocación.


Le cuentan que el verano es un momento difícil para las parejas. La estadística, principio de autoridad en los tiempos que vivimos, no deja lugar para el trampantojo; el oráculo no miente: las cifras de divorcios.

La diversión en lugar de la rutina; la elección sustituyendo a la obligación; las camas anchas y los cuerpos desnudos sin la superficie roñosa del cansancio. No hay excusa para la abulia; somos crujientes y se nos supone el apetito. Pero el verano en el amor anticipa, a menudo, el invierno.

De niña soñó Grecia. El mar de Homero, la vista de Itaca, los montes del Ática, la sonoridad de la lengua griega, el pulpo colgado al sol para la cena, los Kuroi, los frescos del Monasterio de Dionisio, el gran Museo arqueológico, el metro entre restos de la antigua Helade, los barcos de El Pireo, el teatro de Epidauro, Esparta, el aroma del barrio de Plaka, los desayunos bulliciosos (la Grecia más turca)...

Buscaba entre la multitud de guías turísticas una que llegara media hora antes que las demás; que generase la necesidad de cargar con ella bajo la pamela, itinerario y sombra para sus pies desnudos. Escuchaba en su iPod La Arabesque de Marin Marais, el "Ángel" en la corte de Luis XIV, el hombre que encerró el espíritu de Gambo en la viola. Fahmi Alqhai tocaba sólo para ella.

Él tiró de su blusa, se dio la vuelta y cogió su cara entre sus manos como un cuenco donde beber un par de besos. Qué gesto más íntimo para un extraño.

La mujer se ruborizó.

-¿De viaje?
- En ello. Estoy en ello.

Habían compartido guardias durante el curso, la frontera de sus clases eran las de él, sus noches de insomnio infantil hallaban espejo en las ojeras femeninas: ¿Pis? ¿Agua? ¿Mocos? ¿Terrores nocturnos? Y sus rastrojos matutinos los devoraba su simpático sarcasmo.

-En bicicleta y mojada. Sobre ruedas llega una profesora tan mona (envoltorio singular para un cerebrín sin par).

Letras y ciencias solidarias en la crianza.

-¿Roma?
-Al final Grecia. ¿Y tú?
-La hecatombe. Después de julio en Girona, trece años en común, una niña preciosa y sesenta meses desayunando desamor con grimosa convivencia, inauguro mi metro hacia la individualidad: hoy ha sido mi primera noche sin esposa. Nos hemos separado.
-Lo siento.
-Ella vino, yo le dije que no era buena idea; luego vinimos, nos dijimos, el uno al otro, que quizá; y ahora el jamás, harto de divagar, abandonó el columpio y vino para quedarse: soy profesor de matemáticas, no un cadáver de lo irreversible.
Antes de que me preguntes: estoy bien y la niña (la rizosa y arrubiada Lena) estupenda.

Salió por pies y sin un libro con el que preparar el viaje. ¿Miedo al contagio?

Al llegar a casa, en el contestador, Duna lloraba.

-No aguanto a Carlos. Soy marxista, fui trosquista, sé de los deslumbramientos y el cansancio de los cuerpos. Pero me voy. Lo dejo; yo me quiero. A mí misma, me quiero.

La boca le supo a polen. Duna sin Carlos.

En la piscina los niños jugaban, las familias eran felices del mismo modo, sonreían y parecían querer vivir lo que fingían. Se ungían de planes, hipotecas, comidas de suegros y consuegros; amamantaban con palabras su segunda vivienda, la oportunidad de la escuela infantil, la conveniencia de un coche cada vez mayor.

Olivia Reyes pasó sin saludarla agarrada al carrito donde dormía su bebé; dejó su mano atrapando sombras en el aire.

-¡Qué rara está Olivia! Las hormonas del primer trimestre de lactancia.
-No. No es eso.
-El estrés de la oposición a maestra.
-Tampoco.
-El bochorno que nos parasita.
-No te enteras.

Nunca se entera, anfibia, a pie entre el despiste y el ensimismamiento, lo desenfoca todo. Llega tarde a las citas y a las personas.


-Aubi, el aguafiestas ("Velocidad en los jardines"), en un arrebato de furia, la abandonó.
-¿...?
-A cambio Dios le acaba de abrir una ventana: ha sacado la oposición de magisterio en Murcia.
-¿Desde cuándo crees en Dios?
-Vas a destiempo. No te enteras; si no va encuadernado, garamond 12 y versa sobre lo existencial, tú no te enteras.

Dejó a los niños duchados, merendando en el parque y con su padre apoltronado en un banco, la boca ojival y el aliento de asombro:

-Me voy. Me faltan los billetes de ALSA a Madrid, la crema barrera total para el sol y la guía de viaje.

La bicicleta saltó San Lorenzo para hundirse en Paradiso.

-¿Grecia?

Aquella voz era la sinécdoque de un compañero de pupitre en el último curso de Bachillerato, otrora Fitipaldi, hoy juez oficiando en Poniente. Sus ojos inquietos desde el tobillo de la mujer a su lectura.

-¡Qué bien te veo! -Dueña de todos los secretos no supo decir nada original.
-Todos mejoramos con los años. Todos. -Su inquietud se tornó más revoltosa. Con la mano rápida ella bajó la guía para tapar sus muslos.

-¿Casada?
-Bastante.
-Y te vas a Grecia con tu marido.
-Sí. Una semana. Después otra a Andalucía.
-¿Niños?
-Dos.
-Ya. El primero fruto del proyecto de vida, el segundo la llave que tapa el agujero de lo umbrío. Palabra de juez.
-¿Lo umbrío?
-¿Desde cuándo no interpretas el término real y el término imaginario en las metáforas? Tú no eras la que en tercero de BUP leía a Kafka...

Fuera, un niño rumano lanzaba el diábolo al techo de aquel incendio de verano mientras los transeúntes despistados arrojaban monedas a la gorra que, en la vorágine del movimiento, había rodado hacia el suelo. Era rumano, hacía de titiritero y su gorra presumía la mendicidad. El modelo. Funcionamos con modelos. Prejuicios y previsiones.

Por la ventana de la librería, el artefacto subía y bajaba, subía y bajaba. Como si intentara acelerar, viñetas de lo vivo, un ritmo y un tiempo desajustados.

-Tengo que irme. Cuídate.
-Barrunto que te veré pronto por los juzgados: agosto con tu marido. No olvides tu guía micénica, requisito sine qua non. Palabra de juez.

Ella sólo quería ir a Grecia.

Llenar su bolsa de viaje con piedras, caligrafías de sus paseos. Algún que otro Ulises; arena de Santorini. Luz para el invierno. Imágenes donde beber; cuando se seque.

Amar y ser amada, reinventar sus cuerpos, húmeda Cefalonia, bajo la misma noche que silenció el secreto de Penélope; el magnetismo de Helena.

Se abraza a su aún esposo y cruza los dedos. Les espera Grecia. Y el nombre exacto de las cosas.

Palabras de Tersites

Esa carcasa ocre es Helena, la gracia de la nuca
aureolada de cabellos traslúcidos.
Los que la amaron son inmortales ahí, en la tierra inverniza
o bien envejecieron con una pierna rota
dislocada para mendigar unos vasos de vino
-y yo, el giboso, el patizambo, me acuerdo algunas veces
de la altivez biliosa de los jefes aqueos
considerando la pertinencia del combate
inspiración segura de algún poema heroico
cantor de esta campaña y su cuerpo de diosa:
polvo para quien no la amó, sus versos humo.
Es la decrepitud lo que enciende esta guerra.

Guillermo Carnero

viernes, 17 de julio de 2009

Crónica poética



Gerhard Richter

Me gusta la profesionalidad; no la titulitis, ni el linaje, ni el agibílibus. Camarero, agricultor, médico o criador de West Highland Terrier. Repito: la profesionalidad.
No soy periodista, nunca lo he pretendido. Me disgusta la crisis por la que pasa el sector, el abuso, los bajos salarios, el cierre de medios; pregunto a mis amigos del gremio por las causas de la carcoma, el desequilibrio, la mala inercia. Cada uno aporta sus argumentos; todos asumen el problema. Algunos dirigen el dedo hacia el intrusismo, la proliferación de gabinetes de prensa o el desprestigio de su labor: "La gente piensa que cualquiera puede serlo". No es así. Nunca es así. En ningún oficio. Desconozco la fontanería, me aterra que mi coche encienda alguna luz porque no sé ni por dónde entra el aceite, descubro magos en cada amigo "Chapucerillas" que me arregla una puerta, la persiana que sube mal o el desagüe que no traga. Siempre tengo a mano para los desperfectos Páginas Amarillas y así va mi economía; pero el estado de mis cuentas no es el tema.
Eso sí, curiosidad no me falta. Mi amiga Helena, la mejor enfermera, se ríe cuando le pregunto cómo se pone una inyección, mi mecánico Primarso tiene toda la paciencia del mundo cuando me agacho con él a que me enumere las piezas de los clásicos que reconstruye, Arturo Mely, nuestro amigo confitero, me llevó una mañana a hacer cruasanes con él, Juanjo me subió en tractor a recoger el ganado a los montes de Yermes y Tameza... Podría seguir, pero no quiero perderme en enumeraciones abiertas: mis conocidos saben que soy una curiosa insaciable. Les hace gracia esta perversión mía, así que me la alimentan.

Y claro, llegó el amigo periodista. Gracias a la confianza (más bien generosidad) de Miguel Barrero esa madrugada pude hacer una crónica poética para el periódico de la Semana Negra A quemarropa. Me planté en el evento con mi Moleskine rojo, regalo de un Embajador, no voy a decir quién ni de qué país, una tiene su lado en sombra ("-Estoy con usted. Pero tenga cuidado. Además, la gente es, precisamente, lo que oculta", Luis Alberto de Cuenca dixit); y un bolígrafo Bic cristal azul (el glamur llega adonde llega, no más). La encantadora Julia me escuchó y me explicó el protocolo y, al llegar la hora acordada, allí estaba yo, jugando a ser "cronista". Qué difícil. Mucho texto, demasiado que contar y muy poco tiempo para llegar a casa, encender el ordenador, ponerme a darle forma al cubismo de impresiones y enviarlo para que en el taller pudieran cerrar la edición e irse a la cama (durante estos días apenas duermen; sus jornadas son largas y agotadoras).
Me puse a escribir. Sólo sabía mirar el minutero de mi ordenador que no paraba de avanzar; en mi caso las palabras medidas y los réditos del tiempo no consiguen un buen maridaje. Se intentó. La intención, la mejor; las ganas y el entusiasmo, todos. La voluntad y el compromiso, montaraces. No pude recoger versos bellísimos, ni anecdótas de los poetas, ni las curiosidades del acontecimiento; apenas lancé los títulos de los poemas elegidos. No me cupo cómo cada uno fue tomando su lugar, quién besaba al otro y quién estrechaba la mano; cómo me enterneció la historia de 51 años de amor vivida y contada por Félix Grande, grande, grande; el respeto de García Montero por Ángel González o la admiración que le profesan él y Félix Grande a Antonio Machado; o la dicción y modos de Marco Antonio Campos: el canto de su voz sobre los versos, sus elipsis aristocráticas y el espacio para las pausas, como abrazos de silencio.
Ni tampoco.
Los aplausos y los vítores, Bravo, Bravo, de un público enaltecido por los poemas de amor que cada uno de los poetas escogió para esa noche. La cintura de Taibo, su buen hacer. Y el poder de convocatoria de la palabra: una de la madrugada, la Carpa del Encuentro completa, día laborable; luego dicen que la poesía es la hermana pobre de las letras.
Sentí la urgencia, la rapidez y la fuerza del idioma; pero, sobre todo, la dificultad de ese menester. Yo sólo era una invitada. Ellos hacen esto todos los días; a menudo, varias veces. Que este texto sea una simple huella, el rastro de lo que yo no soy, pero por una noche he sido.
La fusión de competencia idiomática, pericia informativa, selección, jerarquía y pertinencia de datos, todo enfajado en unos tiempos y espacios pautados, me parece una labor durísima; un afán encomiable.

Así, más o menos, me quedó mi crónica. Gracias, a Miguel Barrero por el capote, a Julia por abrirme hueco, a José Luis Argüelles por compartir un espacio propio, a Ángel de la Calle por permitirme escuchar y al taller Morilla por abrirme, de madrugada, la puerta de su "casa".

Temperatura poética

Semana Negra. Madrugada del 17 de julio. Gijón. Atmosféricamente: un extraño.
A la una de la tarde ardía.
A la una de la madrugada, sin embargo, en las vísperas del recital de poesía, en la Carpa del Encuentro todo eran gases y fluidos fríos. Los tres poetas formaban un triángulo frente a los asistentes, que, sentados sobre plástico o madera, observaban cada ángulo lírico. En la izquierda, Marco Antonio Campos (Ciudad de Méjico, 1949), con chaqueta azul y bufanda a cuadros rojos y grises, sonreía, aliviado, al serle entregado su libro, aquél que él había olvidado con los versos destinados a la lectura nocturna sobre alguna mesa de algún café de este Gijón en el que dice sentirse tan a gusto; en el centro, como un oyente más, descansaba en una silla de madera, Félix Grande (Mérida, 1937), abrigado bajo el color caldera. Sonaba en una voz y una guitarra El sitio de mi recreo, el primer ángel invocado en la noche: Antonio Vega. El último, cerrando la figura por la derecha, fue Luis García Montero (Granada, 1958).
Taibo de rojo, con una bebida de cola en una mano y el micrófono en la otra, invitó a los ruidosos a sentarse o a autodesalojarse. Con el silencio llegaron las presentaciones. El abrazo y cada escritor a su silla. A la una y cinco Taibo II convidó al segundo ángel de la noche, el poeta Ángel González, a quien agradeció, “Allí donde estés” la fundación de aquel proyecto: una noche en Semana Negra para la poesía en la voz de sus poetas.
La convocatoria según el criterio de antigüedad en este evento la abrió LGM, seguido de MAC y cerrada por FG. En principio cuatro rondas de versos.
Pero el clímax necesitó una más.
“Nunca grandes prólogos ocultaron bellas palabras, así que os dejo con ellos”. Taibo se fue y el poeta granadino inició el acto leyendo un poema inédito, dos folios blancos entre sus nudosas manos: “Tal vez nos vamos de nosotros mismos pero queda casi siempre una puerta cerrada”. Lo cotidiano, las pequeñas manías, el neurótico que llevamos dentro, la realidad, una vez más, convertida en materia poética. "Todo es raro y difícil/como llamarse Luis/vivir en el segundo izquierda…" Y el aplauso.
Marco Antonio dio las gracias por hallarse allí, afinó su voz de perfume mejicano y abrió su participación con un grabado español, un Toledo de río y eufonías, de repeticiones y clásicas imágenes, de referencias a la Antigüedad. Gesticulaba su mano derecha como si hilvanase cada verso, cada rima, cada anáfora o personificación, quién dice que lee, el poeta aprieta y declama:
"El río bebe la nieve y dice al detener la lengua su nombre oriental…Sólo sé que soy alguien/ un aire, un simulacro…que asumió la desdicha y el propósito".
Félix Grande escogió, después de los agradecimientos, llamar al siguiente ángel de la noche, Antonio Machado: se pone las gafas y sostiene el libro entre las manos, sobre la mesa, en el aire. Habla de sus cinco abuelos. Los tres adoptados, Bach, Pablo Iglesias y Machado. Siempre Machado: "Es como un milagro… allí donde el corazón está perdiendo la vista veo paciencia…"(Machado: consuelo, bálsamo, misterio y silencio). Y el hueco que se le abre en la casa familiar: "Una silla para ti, la mejor, la más vacía".

La atmósfera mantiene su tendencia al equilibrio: los gases y fluidos calientes nacen del verso, del poema; de aquellas tres voces. Rotundas, mágicas. El público aplaude. Ya no hace tanto frío. El gigante de la feria también calla. Y escucha.

LGM leerá dos inéditos más en sus cuartillas: “Hay hombres que parecen un paisaje” y “El idioma es la patria del poeta”. ¿Quién dijo que no todo contenido puede caber en el recipiente del verso? Los amigos, las palabras. La poesía tensa, contenida, emocionada. Discursiva y bella. Él también habló de Ángel González y de Antonio Machado. “Colliure”: "…emoción de saber compartir una derrota". Terminó con “Nube negra” un poema, rítmico y anafórico, escrito para su amigo Joaquín Sabina: allí donde se escriben las canciones con humo blanco de la nube negra.
Marco Antonio nos leyó en sus turnos otro grabado, para Paulina, el tú, las grandes y feas palabras: "Yo quise, anhelé que mi cielo se hiciera en este mundo". Un poema al amor adolescente (entre el Mistral y el patio del colegio, cuando no existe el ayer y todo es mañana: "Eres la reina/no sé. Tal vez"). También volvió al mundo clásico con “Cefalonia” y la hermosura de la isla de Itaca. Grecia y el último viaje. Cerró su intervención con unos versos dedicados a Claudio Rodríguez, el penúltimo ángel, el penúltimo invitado a la mesa: "Tú deja que esta calle/siga hablando por ti, por mí, por todos."
Ya habían los poetas ahuyentado el lobo del frío.
Félix Grande, en estrofas tradicionales, homenajeó a los amores perdidos “Alegría”; a la esposa después de 51 años, Francisca, con su soneto “Boda de oro” (la mujer que hace las mejores tortillas de la Europa occidental, las cenas que tanto gustaban a su amigo Claudio Rodríguez): "Ahora es por fin cuando el amor comprendo." Cantó a la guerra y recordó la belleza de la seguidilla de Miguel Hernández, el último ángel invitado, “Nanas de la cebolla” con “Nanas de la metralla”, escrito para su hija Guadalupe con motivo de la noche de la matanza de los abogados en la calle Atocha, enero de 1977. Quiso en la ronda extra entregar su voz, en memoria de Claudio Rodríguez, en recuerdo de las postrimerías de sus noches, al flamenco: la belleza de lo inefable capturado en apenas 20 ó 30 sílabas, las que caben en una copla. También al gusto de Antonio Machado y de Ángel González.
Los celos. "La noche del aguacero dime dónde te metiste que no te mojaste el pelo. "
El saber no ocupa lugar. "En la hoja de una oliva escribí yo esta sentencia: aquel que quiera ser sabio, qué trabajo le cuesta."
De tema social. "Mira si soy desgraciado que estoy deseando morirme para dormir atechado."
El miedo y el escalofrío. "Mira p´arriba y verás los tres balcones abiertos y una ventana cerrá."
Eran las dos y cuarto. La muerte, el amor, el tiempo, las palabras, la guerra. El último aplauso.
Y el calor.