lunes, 5 de julio de 2010

Aroma, fibra, azúcares y agua

"[...] El hombre de barba llora
y cada lágrima es una canica
con un niño dentro que le ilumina la cara."

Eli Tolaretxipi, "Taza", El especulador

Los frutos de determinadas plantas, frescos, vegetales, los llamamos frutas. La carne de la sandía, la ferocidad del aguacate, el rictus del pomelo, la atracción libidinosa de la nectarina, la coquetería de las fresas.
La gente se detiene a mirarlas, los más osados se las llevan a la proa, entre el labio y las aletas de la nariz (parecen susurrar: “Te comería”).
Merced Acebal paseaba por entre los puestos, alzaba los ojos, como cuando éramos levantaba yo los bolígrafos “Bic naranja escribe fino” del suelo, una y otra vez, escurriendo así la mirada por debajo de su falda de cuadros. “La muy” pensaba entonces.
La riqueza en vitaminas es una de sus principales características; aroma, fibra, azúcares y agua.
Muchos hacían lo mismo.
De los colores frutales a los cartones que colgaban suspendidos sobre ellos indicando insultantes el precio: el coco, con sus ácidos grasos y ese aire de allá, se llevaba esa mañana el primer puesto. La voz de información: “Hoy y ahora mismo, los pollos asados en charcutería, dos por uno; repetimos: dos por uno”.
Apenas había cambiado. Seguía dejando ese olor, concitando miradas como muescas en los espacios por donde se deslizaba; ahora eran huecos entre cajas-escaparate de frutas y consumidores de sábado matutino rellenando carros con destino a la despensa semanal, hace años eran los cuatro pasillos que quedaban dibujados, como las cuadrículas de las libretas de matemáticas donde Rafa profesor recién estrenado dictaba: permutaciones, conmutaciones, variaciones, entre las treinta mesas del aula. Todo tiza.
“Delegada por unanimidad”. Como la Olivia Reyes de Eloy Tizón de “Velocidad de los jardines”, Merced nos pertenecía un poco a todos.
O en Merced sólo era deseo. Morderle sus muslos, las ingles entre líneas fibrosas, tragarle el azúcar, como néctar libado, que imaginábamos naciendo de sus pliegues. Hasta yo, quien tuve que envejecer veinte años para darme cuenta de que era uno más, sin querer me había infectado. Quizá descansaba en aquellas faldas, incitantes, respondonas como un buque que se va hundiendo y en el proceso deja parte del casco hacia arriba; en los jerséis blandos, como nidos, que recorrían de angorina los pechos crecientes; en su perfil que invitaba, entreviendo una tristeza agridulce, gelatinosa, como si al acercar tus dedos a su nariz pudieras quedarte con hebras de piel entre tus uñas; en el cruce de piernas cuando subía a la tarima para dirigir, como moderadora, las votaciones de aula; en sus tareas tan limpias que prestaba a cualquiera con esa generosidad en forma de brillo en los ojos o de lápiz entre los incisivos o de las hojas boca arriba “¿Quieres mis deberes?”.
A mí me llamaban Eduardito. Antes de ser ingeniero, tirado por medio mundo, de cansarme de vidas ajenas, de trabajos en desgana, de compromisos agrietados. Lo recordé cuando al acercarme a ella, por fin, me reconoció: “Claro que sí, eres Eduardito, con veinte años más”. Sólo pude decirle que había sido mi delegada favorita, que no había cambiado, que dudé hasta que la oí: esa voz, siempre continua, como cristal o agua. ¿Cómo se puede conservar una voz en el tiempo?
Merced como una escalera, en el agua de su boca; también ella, como Olivia Reyes, era una visión crujiente. Hacía daño.


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