viernes, 20 de abril de 2012

La Voz de Asturias: juntos al final




"Durante la noche anterior me acordaba de que tu padre me contó en cierta ocasión que los marineros se niegan a aprender a nadar porque así, en caso de naufragio, se ahogan enseguida y no tienen tiempo de sufrir. No conseguía dormirme. Estuve dando vueltas en la cama hasta el amanecer. No podía evitar que me diesen envidia los que se fueron al principio, los que no tuvieron tiempo de ver cuál iba a ser el destino de todos nosotros. Porque yo he resistido, me he cansado en la lucha, y he llegado a saber que tanto esfuerzo no ha servido para nada. Ahora, espero."


Rafael Chirbes, La buena letra


Llovía calle abajo, camino de la librería. Han cerrado La Voz de Asturias. El mensaje de texto lo sentían, corriendo de móvil a móvil, aquellos que hoy no tendrán horario laboral ni nómina a final de mes, los que por costumbre, acierto, sentido crítico y social, la han comprado siempre, cita desde hoy suspendida, y una inercia a contracorriente que, sujeta al voluntarismo, más el deseo de otra realidad que la realidad misma, escribía desde la resistencia. Se cae uno de los pies del periodismo de mi casa. El mío, claro. Quien me dice. Y manca.
En la superficie es un mordisco más, un tramo de camino que nos cierran, un gesto violento, otro, en el cristal, y no muro, de un mundo cada vez más frágil, más injusto, más feo. "Se nos muere el mundo": es una forma de hablar que oigo cada día en gente que me gusta, que me importa, que respeto; y "Ni la muerte ni el miedo son limpios" escribió Chirbes. Donde la suciedad, donde el miedo. Cierto día mi abuela me explicó que en Barcelona la posguerra se veía en la miseria de la gente y utilizaba esta palabra en su semántica más ancha, como desgracia, como falta de alimento, como pobreza, como suciedad; también como muesca del cúmulo de avaricias. "Nena, la ciudad era la miseria". 
El miedo nos hace entornar las ventanas, mirar hacia el otro lado, decirnos que aún no a nosotros. Nos mentimos. Somos miserables. La máquina es voraz y viene a llevárselo todo, tras comer al hijo violará a la mujer para ser el macho Alfa y llenarnos de cigotos que generarán otro ecosistema, con otras reglas, otros pactos, otros precios. Más Alfas, menos cultura, más siervos. Una selva más salvaje. Y el padre llevará una bala en el carrusel de sus posibilidades: antes de que su hijo devenga en alimento de la fiera, será él quien lo mate. 
Bajo el agua de ayer noche, recordé ese mundo apocalíptico de Cormac McCarthy en La carretera. La parte física del golpe, supongo. Porque eso sentí, un extraño crujido desde dentro, entre la carne y el hueso, por donde discurre lo sanguíneo y lo mineral. También pensé en el primer día, la primera langosta en el desierto, el primer contagio; el primer judío, republicano, argentino que no volvió a casa; el primer griego que inició sus lunes al sol. Es físico. Es suma de miserias. De esto algo tiene que salir. "Soy perezoso y soy pesimista" me decía ayer mi admirado Álvaro "pero nunca me he podido permitir ni la pereza, ni el pesimismo" añadió. No nos lo podemos permitir. Tampoco el resto. Limpiarnos el dedo de la miseria en la camiseta del de al lado. Es la grasa de un sistema contra la higiene de la inteligencia, de la resistencia, de la creatividad; de la suma. Tú más él y conmigo. No hay otra. 
Sigo con las agujetas de la noticia del cierre, con la trepanación silenciosa y laminada de los medios de comunicación que escriben con noes, mientras leo en clase con mis alumnos La buena letra. Me pillo explicando con analogías, recurriendo a símbolos, enfadándome porque la injusticia se parece siempre a sí misma y en todo lugar. Hay líneas que podrían haber sido escritas ahora mismo. Pero yo no soy  Chirbes. No tengo el don. 
Sin embargo, vivo en contrasentido y no me callo: me han quitado La Voz, pero no voz.
El compromiso de los intelectuales, como en Islandia, ayer, hoy, mañana, debería estar de este lado, debe enfocar hacia la codicia y la estupidez, hacia la manipulación y los estragos, hacia el barrido de las falsas cortinas de humo. 
Claro que, ya estudié yo en mineralogía del extinto primero de BUP, el talco es de difícil fundición. Soplamos el polvo que nos arrojan de este lado a la vez que este se expande en el de allá. Cortinas y cortinas de humo, polvo, talco. De día en día: Sanidad, Educación infantil, primaria y secundaria, prensa rebelde y Universidad. Inglaterra en los 80. El sello de Margaret Thatcher redivivo. Estudiarán no por mérito sino por dinero, el talco en este caso el argumento de que la Universidad no puede mantener alumnos en tantas convocatorias, solo estudiará quien quiera aceptar el sacrificio. Ya. Huele a rancio. A sucio. A miserable. ¿Para qué la clase media? Aristocracia y pueblo llano. Riquísimos pornográficamente, de un lado, y mano de obra barata, del de abajo. Ya veremos a quien le damos la llave del "conocimiento". Pensamiento o filosofía fuera, carreras sin alumnos; clásicas, ídem, para qué queremos a Herodoto, Catulo, Sófocles, otro plumazo; las Humanidades no mueven el engranaje económico, no alimentan a la bestia insaciable, no amordazan las bocas, quita, ¿libertad de prensa? no, mejor puro gabinete de prensa... Y así. 
De lámina en lámina y ya no con silencios, a puro machetazo. 
Entre las piezas carbónicas de la tijera, siluetas queridas, amigas, admiradas, de la familia que uno elige, en un paredón que hoy pinta tristeza en colores provincianos. De un paredón que empieza a semejarse a la miseria. Nos acompañamos en silencio, nos permitimos el pésame, el mensaje, la llamada, nos acariciamos con palabras y el triángulo al que pertenecemos, fatigado, tiene aroma de tanatorio. 
El cuchicheo, aquí, allá, va y viene, "¡La Voz, no, hostia, La Voz, no!" levantaba un hombre viejo la  palabra ante el café frente a los ojos bajos del camarero. "Un pedazo de historia, joder; un pedazo".
Que no nos quiten la voz. Ni nos oculten bajo una nube de talco a esas nuestras tantas personas que hoy no han podido construir Voz para nosotros; ni a nosotros mismos: porque ellos, somos. 
Neguemos, así,  La buena letra. Que tantos con tanto esfuerzo sí resistan. Que la lucha sí siga. Que sí sirva. 
It´s too late to stop now nos dijo, levantándose, tras el golpe, mi poeta. Pues eso.

miércoles, 18 de abril de 2012

La hora inconmensurable


"A las madres porque a ser dos se empieza desde ellas"

Erri de Luca, El contrato de uno (Dedicatoria), Siruela

La hora en que naciste yo nacía a la maternidad. Abriste mi carne, tropezando desde mis jugos hasta tu aire. Eras largo, irregular, sin marcas ni lunares, con el pelo ensortijado, oscuro entre pelusa amarilla ahí en las calvas, olías a hierro y a papel de estraza, y tus mamas palpitaban inflamadas. Tenías los puños cerrados, la nariz filiforme y extrañamente respingona, con pompas. Donde tus babas; donde mi sangre. Parecías un trapecio de cartón con largas cuerdas, cuatro, de cuyos cabos colgaban tus dedos, en tus manos; tus dedos, en tus pies. Te posaron sobre mi pecho, te llamé suave, entre lloros y gemidos, silabeé dos veces, otras dos. Por fin tu nombre se llenó de ti. Moviste la cabeza, estiraste el cuello, tortuga blanda, entreabriste los ojos, claros donde contener toda el agua. Eras lo primero mío, el sentido de las manos abiertas, el que llegó para no ser arrancado.

La hora en que te perdí. Hacía viento. Y era otoño. Consumida la espera entre cuatro paredes. Fuiste un escalofrío, un caballo de mar, el parpadeo del alimento de mi vientre. Te hablé, te acompañé, escuchamos música de réquiem, paseamos juntos en una ceremonia oscura, cerca del mar. Te vi titilar en mis adentros, agarrarte a mí, la trepidación de tu latido. Eras una hoja sobre intenso aliento. Solo es un coágulo. En mi escafandra, una tristeza, dos dolores, tres puntos, cuatro personas, tantas como esas paredes. Eran verde pálido, lavadas, había una grieta que atravesaba el techo de esquina a centro. Durante la noche anterior no dormí, te conté cómo habías llegado, de quién venías, el amor tan grande con que habíamos diseñado tu arquitectura, cómo eran tus mayores, el nombre de tus hermanos, el tuyo. Después no dormí. Hoy tampoco. Era otoño, no lo olvides. Apenas una hora. Y el frío se me quedó dentro.

La hora en que leímos tu primer cuento. Las letras eran enormes, altas, hicimos escalada por la articulación y lo difícil de las erres, aún hoy no nos salen. Caminabas por las líneas a dos pies, ta-ca-tá. Seccionando ataque, núcleo y coda. Hay historias aquí y tú las escarbas, luego las plantas, crecen como las lentejas sobre el algodón que guardas en la nevera. Descubriste que África no era el nombre de un perro, que un espejo lindaba dos mundos, que una cebra quería competir en las carreras inglesas, que la rosa se abre solo una vez y que amar es un verbo con demasiadas esquinas. Que patinar, andar en bicicleta sin ruedinas, comer con cubiertos, vestirse solo, todo ya te lo habían contado cuando sucedió. Me dijiste, me gusta más el chocolate que el brócoli, me hablabas del mal y del pecado. Te caíste de un tejado al averiguar que hay niños que pegan sin más y niñas que te tiran del pelo como forma de saludo y empezaste a caminar sobre zancos entre esos niños y esas niñas. Perdiste lo que viene destinado a perderse. O crecer. Es parecido. De entonces te quedaron las manías, tu afición a coleccionar objetos, taparte las orejas cuando la cena está muy caliente; evitar las formas redondas. En una hora que se sumó a otra descubriste que yo soy imperfecta, pronto no la más hermosa y enseguida me soltarás la mano para caminar y seré yo quien te pida mimos y besos y cuentos para espantar las pesadillas. Serán horas que se sumarán a otras de las que penderán esas nuevas. Quizá entonces entenderás por qué yo quiero vivir en Islandia, creo en los elfos y me gusta contar los segundos, cerrarlos en la caja con llave, numerarlos con mi pluma en mi cuaderno rojo, esos segundos con los que engarzas los minutos en el puzzle de tus horas.


domingo, 15 de abril de 2012

Vacaciones en Roma




Cada uno es libre de dar a su vida el sentido que le apetece. Para mí, la vida es educación: un proceso de aprendizaje [...] ¿Qué me interesa aprender? Cosas muy vagas. ¿Se puede aprender la humanidad, la belleza, el tiempo? No, no creo. Pero si hay algún lugar para intentarlo, ese lugar es Roma.

Enric González, Historias de Roma


Querido, ya estoy en casa.
Vengo de un lugar hermoso. Una ciudad opulenta, sin duda. La belleza de la Historia, la inesperada hospitalidad, el próspero y acariciante Tíber, la fuerza del Imperio, la moral renacentista, el lujo barroco, el dominio maduro y pornográfico del absolutismo papal;  la construcción de eso que se llamó el Cristianismo. He saboreado la alegría de la cocina, el bullicio serpenteante de las vías, el calcio en las bocas abiertas. Las miradas, mucosas que se nutren, abajo, en potencia, atrevidas, a la zaga de piernas ágiles de mujer. Hembras orgullosas, cimbreantes, brazos desnudos donde agarrarse, clavículas crepitantes, caderas anchas, entre motos, ruido adherido a la atmósfera como escama al camaleón. La llaman Roma; tan ajena y distante a mí, ignorándome y yo maravillada. Voy del contorno al centro. El Quirinal, barrio vivo, comercial, asiento de la rapacidad del mercado, bancos, empresas, trajes y maletines. Los autobuses forcejean entre el avispero de coches y motos, yendo, viniendo, en el labio exterior de la estación de Términi. La rozan, la trillan, la hoyan, sin destino; impasible no solo al tiempo, como la describió Enric González, sino a la existencia sobre ella de lo humano.
“El amor es líquido.”
Subo a una de las cuatro basílicas, Santa María la Maggiore, encendida, acicalada para su domingo de Resurrección. Las familias, disciplinadas, correctas, obedientes, sumisión adquirida, hijos con brazos en cruz, las mammas pintadas en ceja y morro, incómodas en trajes que las pintan más viejas, ocasionales, disueltas en el grupo, invisibles. La piedra calmosa los contiene, populacho y curia, más de setenta cargos de la Iglesia ofician, rígida jerarquía, celestes dominios, proceloso baile; suenan los cánticos y las ofrendas. No lo dije: misa de once. Paces cordiales, alias de un culto anacrónico, insulto a un mundo en crisis, extenuado, descaradamente fagocitado. Oro, rojo y cardenal, letanía de tocados, vanidades disimuladas, ascensos expectantes. El púlpito se viene arriba. Mi mirada se pierde en lo escénico, en lo teatral, cuando mi vecino de banco increpa a un turista en bermudas y sandalias que fotografía compulsivamente este espectáculo. Busca mi ojo cómplice, lo golpeo en mi desprecio. Los mosaicos insultan en su belleza, arriba, no pueden esconderse. Las volteretas del campanario acompañan la salida de la curia; carne dilapidada, siniestra, maloliente.
“Se filtra, se escurre, gotea. Tu recuerdo. Fuiste tú quien un día me dijo que allí me encontraría. Te sentará bien Roma, ma petite.”
Desciendo por entre las blandas colas hacia el pulmón. Via Nazionale. A la izquierda el mercado romano. Al frente, la columna de Trajano, la almendra rancia y abultada del palazio Venezia, su plaza infectada de hordas con cámara al hombro. Panza de burro el cielo. Se dispersan aquí y allá escalones de flashes. Vía Corso, muros palaciegos, renacentistas, barrocos, firmas de moda, vespas y baci, lanzadera de consumo. A la derecha Plaza España. A la izquierda Piazza Navona. Calle abajo Piazza del Poppolo.
Caravaggio me gusta en todas las iglesias, en todas las versiones, en toda su mirada. Su Loreto me resulta turbadora, mórbida a lo profano. Por Via del Babuino donde las mujeres se bambolean en ajustados vestidos de firma italiana sobre tacones que las sostienen con codicia, entre el pasillo de tiendas de moda y burguesía ociosa, llego a Piazza di Spagna, más Bernini, escalinatas y jóvenes hermosos se confunden. Dicen que se reúnen tanto para mirar cuanto para ser mirados. Por qué no caminar un poco más y lanzar las dos monedas, en rigor una para el deseo, otra para volver a la ciudad Tiberina.
“No estás tú.”
La Roma imperial, antigua, pesa y narra. El Coliseo, el arco de Constantino, las ruinas desde la colina del Campidoglio.
Me alejo. Cerca del Campo dei Fiori, en el restaurante “La Pollarola” juran que fue asesinado Julio César. Plaza de mañana en flores; de noche, agitada, colmada, revuelta: cantan, ríen, beben cerveza. Los hombres en Roma te paladean como nunca volverás a ser mirada. Te dicen, se insinúan, ponen nombre a lo que en ellos provocas. Me siento, leo, contemplo. Te extraño. Cómo te extraño. 
En el Ara Pacis, tras el paseo por la via Giulia, bella como París, lánguida como Lisboa, oscura como Casablanca, me escabullo en la exposición sobre las Vanguardias rusas. Una vez más, la geometría de Malévic me interroga. Cuánto que contarte. Qué lejos estás.
“Si te casaras conmigo, allí te llevaría. Miel en la luna de tu vientre.”
El Panteón me eriza. Debajo de la boca, en el epicentro de la cúpula, me dejo llevar por lo místico. ¿Dónde estáis, pecado y milagro, ahora los dioses?
“Nostalgia de ti. De nosotros. En la seguridad de que he encontrado al hombre de mi vida; en el descubrimiento de que nunca estará conmigo.”
Hayas regresado o no, viniste, paseé tu ausencia, deseé besarte en el Café della pace, donde es imposible no cerrar un buen trato, no dejarse engañar por Roma, no enamorarse. Cruzaremos los dedos en los museos vaticanos, admirando intensamente la capilla Sixtina, sabiendo que la ceguera de Michelangelo fue justa ofrenda; enloqueciendo bajo la demencia pictórica que Pozzo imprimió en los frescos de la cúpula jesuítica. O la simple locura de quererte así, no importa dónde; sombra mía.
He seguido viajando. He seguido leyendo. Cuando vuelvas -hazlo, hazlo, hazlo-, quiero llevarte a la ciudad que contempló, callada, el  asesinato de Pasolini. Y besarte, que me beses, besarnos. Restregarme en ti, uva, caldo, babas.
"Calla un poco, hablas demasiado cuando tu boca se hizo solo para esto, ratita resabiada."
Dibujar pisadas de cuatro en cuatro. Manos cerradas entre las mías. Emocionarme, ahí, contigo, ante ese cuadro, frente a aquella escultura, bajo la cúpula. Contarte todas esas historias que se han ido escribiendo sin ti. Que irán creciendo, reproduciéndose hasta el asco; pariendo para que vengas a buscarlas.
Lo demás lo sabes. Todo.
Tuya

martes, 3 de abril de 2012

"Los peces no cierran los ojos", Erri De Luca, Seix Barral


"No quiero tener peso." No quería contar para nadie, solo quería pensar en buscar gusanos excavando en la arena, en leer libros, en pasarme los días mudo.


Erri De Luca, Los peces no cierran los ojos, Seix Barral


It´s to her I run.


tindersticks, My Oblivion

En La gata sobre el tejado de zinc, Brick, un Paul Newman magnético como el fuego, explica a su padre, un magnífico Burl Ives en estado de gracia, por qué bebe mientras los pequeños monstruos cuellicortos y sus padres mezquinamente monstruosos pululan en torno a la herencia inminente del patriarca. De hombre a hombre, el hijo confiesa que necesita el alcohol para que una suerte de interruptor en su cerebro haga "clic" a una luz ardiente. El chasquido que, en el fin de la antorcha, traerá la luz y la calma.
Se refiere a la adicción. 
Y a más.
"La mentira y la farsa son normas corrientes en nuestra vida" se dice en La gata sobre el tejado de zinc: el nudo bulboso que nos rodea a partir de entonces. Aquel entonces donde fuimos bondadosos o vulnerables o embriones. Inocentes en la decisión o el roce o las circunstancias que nos arrojaron a la vida y no a la oscuridad de un hijo no nacido. A diez años es posible la culpa; apuntar hacia nuestro nacimiento la frustración, el dolor, el hiato de un hombre y una mujer que por nosotros se anudaron en padres, matrimonio, fracaso. Nos colamos y congelamos su presente en un anillo del que siempre se sintieron colgados. No felices, no unidos, no amados. Solo pendidos en una tristeza danzante y expansiva.
"En el ápice del verbo los adultos se casaban, o bien se mataban. Era responsabilidad del verbo amar el matrimonio de mis padres. Junto a mi hermana, éramos un efecto, una de las extravagantes consecuencias de la conjugación. A causa de aquel verbo se peleaban, permanecían callados en la mesa, se oía el ruido del masticar."
Todos tenemos miedo, fantasmas, culpa. También a diez años. Todos adquirimos el lenguaje y con él grandes sintagmas; así, además, la epifanía y el desengaño.
De adultos nos precede un yo más puro, menos mediocre, el abanico de posibilidades que fuimos al rezumar con la placenta y el agua del vientre materno. Todo era futuro, caminos iguales o simétricos; inquietos, ávidos, reptábamos hacia la luz. Crecimos o nos crecieron. Aprendimos a cerrar los ojos en el beso, a dominar la ambigüedad del lenguaje, a jalonar de tinte fortuito gestos que ya no lo eran; en ese aprendizaje nos armamos y nos deconstruimos. 
En la infancia nacieron las grandes palabras, por qué el verbo amar, por qué el tener, cómo los animales fabrican la vida sencilla, en la necesidad de alimento, en la urgencia de la carne. 
Chomsky, a propósito del lenguaje, habla de problemas y misterios; estos últimos, por salud científica, quedan fuera. Así en la vida.
"¿Te gusta el amor?"
En aquel regazo tal vez; vocales abiertas, justicia, belleza, lenguaje, crecimiento. Todo en una prosa envolvente, en imágenes cimbreantes como caderas meciéndose; tono terso, delicado, igual que la piel del primer tacto, "más lisa que una caracola". Nacen las primeras frases de amor. La negación de lo pequeño, el ansia, romper un cuerpo que aprisiona en lo tullido: ser mayor se pinta como promesa. ¿Qué nos ocurre con el verbo amar, con su potencia, en su aniquilación?
El aroma de la niñez, de la fe, de la verdad. De todo eso trata una novela en primera persona ágil para un adolescente, lábil y proteica para el adulto que consumió ya sus meses quietos de canícula, acólitos de vida y sorpresa. Texto que no voy a destrozar; ni siquiera en el resumen de la trama. Merece la virginidad. Ser comprado, leído, subrayado.
Las letras simbolizan nudos, la pesca en analogía con la vida, la justicia, la memoria, el género epistolar; la opción de la lucha, la de la cesión. Por qué rendirse; o no. El arrepentimiento. La técnica de la palabra en la gimnasia del jeroglífico. La admiración por el relato oral transmitido, en este caso, de la abuela a la madre, de ella al hijo que aquí escribe. Los largos y cálidos veranos infantiles. El mundo a diez años recordado por el narrador adulto, que toma de cuando en cuando la voz del niño, se parece a los siglos no desenfocados, a los "tiempos en los que se distinguían las partes, y con cuál estar". Melancolía, el yo fabril, el descubrimiento de la belleza embelesado en sus palabras o en el modo en que articula las vocales su boca. Ella, que sabía de animales, que quería ser escritora, que se dio para irse, "sin necesidad de más despedidas".
Amamos una vez y ya nunca más. Se instaló, entre ellos entonces niños, el recuerdo.
Catulo, Faulkner, Kafka, Vallejo, Pessoa, Michon, Foster Wallace... a ese puñado imprescindible añado hoy Erri De Luca. El arte de la palabra, el chispazo del genio, el compromiso de la literatura con un mundo en derrumbe. Las lecturas se alejan, embadurnadas de la evasión; se agotan autores, no suena el clic, inflación de simulacros bajo firmas que juran en su carencia, voces de sirenas, la fábula de Homero; agua de lluvia.
Un día, vuelve esa hora, descubres otra voz, el don aturde y la ficción luce en ambrosía; al baúl de Pessoa añadimos un nuevo nombre. Siruela nos regaló su cuentística, la historia de un cazador de rebecos alrededor de las mariposas, el papel de Miriàm o María en la vida de Jesús... No he leído más.  Ahora Seix Barral nos trae esta maravilla fusiforme, ondulante, cristalina, resplandor y brillo en sus escamas; adherida a lo universal; contagiosa como la peste que enclaustró a los renacentistas entre cuentos. 
Le sobra la descripción del fin, apenas dos líneas, es difícil reducir metraje; sostengo que así ocurrió con los dos últimos estrenos que me reconciliaron con las salas de cine Melancolía y El árbol de la vida. Al napolitano nacido en 1950, albañil, camionero, alpinista, pescador, amante del hebreo y el texto bíblico, autodidacta, opositor a la libertad en el 68, para quien "La vida añadida más tarde, lejos de aquel lugar, no fue más que divagación", se lo perdono todo.
Fue esa dosis que para el adicto a la literatura apaga la luz ardiente y enciende la calma. Fuego blanco.
"Eso no es vivir. Eso es evadirse de la vida" me respondería el patriarca como contestó a su hijo Brick. Pero yo sonreiría, alejándome felina como gata sobre tejado de zinc.
Comparto con Brick mi dependencia, la negación, el malditismo del cloroformo; como el niño con ojos de pez que aún besa con la mirada abierta, yo no quiero tener peso
No siempre llega, la dosis; no siempre es buena, a menudo se consume para no quedarse; orbita sin más.
Esta vez no fue así; esta vez sí se dio el destello de gran literatura y ocurrió, como quien no quiere la cosa; se tituló Los peces no cierran los ojos. Y el interruptor en mi cerebro hizo "clic".