martes, 15 de junio de 2010

Melindres domésticos



Así me viene. Una anormalidad, adiposidades de las capas de la alegría. Son adquiridas; yo siempre defendí haber nacido alegre. Entonces llega él y me pregunta qué me pasa, son lechugas que me obstruyen, en lugar de las orejas, lo feliz (desde chiquito le encanta que lo mire por dentro como si fuera una huerta: lavemos esos dientes, que hay coles; mmm, qué uñas, se nota que te han germinado las habichuelas; dónde se vieron unos rabanitos tan frescos en las plantas de los pies...). Vence pronto, una anomalía, un estrechamiento de miras, la risa afónica, pulsiones varias y puntos débiles; espasmos en el entusiasmo. Es una melancolía que trepa, delicada, algo fría; densa se enreda, alga o hilo, por los pies, como agua en lo profundo.
Nada que no se cure con una manta, dos o tres versos, música macarra, algo de sueño y miel.
Vaya, no nos gusta la lluvia.
Mamá... Estás caliente; tu piel huele a ti.
Lo abrazo.
¿Y si te cuento un cuento?
Vale, probamos.
Corre que te corre por el pasillo en la ida, plaf; plaf-plaf, un salto, corre que te corre por el pasillo de vuelta, un brinco, justo a mi lado.
Hazme sitio. Se cuela por debajo de la manta y sube una pierna sobre mi rodilla, me descoloca el brazo, quita, jo, déjame meterme por ti, para pasar a apoyar su cabeza en mi pecho, ahí, por mis huecos. Mejor. Entonces huelo su pelo, la fragancia, la carne palpitante, restos de feto y colonia infantil; y él empieza: también tengo mis cuentos preferidos, este te va a encantar, seguro que te ríes con los guisantes. Se titula La primera vez que nací.
Me llega él, en su voz. Yo no lo escucho, me lo sé de memoria; como las venillas que le cruzan la frente (un árbol, acaso un garabato, algo dadá), los ojos hinchados del cansancio, sus dedos sosteniendo las páginas (largos, abiertos, promesas de fuerza y ternura; como las del padre de su padre, uno de esos hombres); tres lunares y medio en el mentón; asimétrico, cuando sonríe sólo se le abre en la mejilla izquierda un hoyuelo. Ha heredado mis colores, la palidez, lo acuoso de la mirada de mi familia y ese modo tan mío de morderme el labio inferior cuando dudo, cuando no sé, cuando mastico el pudor.
Ahora, ahora vienen los guisantes.
Pero sólo es melodía, no identifico la articulación; no distingo. Es tono. Es su erre que no arranca, su respiración ojival, el silbido de sus eses.
Un día floté en tu pecera, aquí dentro y se estira, cede el cuento de sus manos a mis rodillas y lleva su dedo índice a mi ombligo.
Arruga la nariz, observa desde abajo, respiramos ambos de su aliento y me quita el cuento de tapas duras: de mí lo recupera suyo.
Continúa leyendo.
Es tan grande en un cuerpo tan pequeño: pasa el tiempo en sus huesos, en la forma de su rostro, en su barriga que ya no es redonda, piernas largas, oquedades en su boca (tres, me han caído tres dientes). Ya hace preguntas serias, operaciones matemáticas, tiene su propia gente, sus conversaciones, sus preferencias: en fútbol, jugamos en campos contrarios.
Me alegro de haberlo conocido, de que sea tal cual es, de querernos de este modo, tan inevitable; su intuición le ha crecido muy deprisa. O resulta que es carne desgajada, pero mía, que vive discontinua; nos percibimos en cuerpos ajenos (igual que me despierto si él lo hace, me duele la tripa con sus retortijones, se me enciende la garganta en sus anginas; él, quizá, sabe cuándo duermo y cuándo no; cuándo me viene uno de esos accesos; y cómo se curan). También presiente que no se nombra, que no hay que darle cuerpo, ni letras amplias o estrechas, que hay que dejar que escampe, como esta lluvia tozuda.
Sólo sé cuidarte.
Hace ruidos, pone voces, sube y deja en suspensión aquel adjetivo impaciente. Luego cae y se le escapa la risa (siempre la misma, aquella, esta; ojalá mañana). Su padre dice que no es de carcajada; no como yo.
Me mira, cruzamos pestañas, algún que otro beso; pocos, o-ji-to, que estamos leyendo y luego nos enredamos y nos ponemos a hacernos mimos, la manta un ocho, las cosquillas, dónde sus pies y su pelo; y se nos escapa el tiempo, la lluvia.
Casi siempre esa tristeza.
Y se va.

(La foto me la envió Aida Menéndez Puente.)
(El libro infantil, La primera vez que nací, está escrito e ilustrado por Vincent Cuvellier y Charles Dutertre, editorial SM.)

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