miércoles, 21 de octubre de 2009

Si nunca han llorado y quieren llorar, tengan un hijo

Hay un relato muy breve en Extinción (D. Foster Wallace) que le persigue desde la primera vez que lo leyó, a saber, Encarnaciones de niños quemados. No va a revelar nada sobre él porque su fuerza y su voz son inefables: uno debe leerlo; el autor finado se merece ese homenaje, el lector, a cambio, sentirá que se le ha regalado un tesoro. Ayer volvió a hablar de él, le decía a Raymond, profesor entusiasta del I.E.S. Jimena, que le encantaba su idea de hacer un monográfico con los de cuarto de E.S.O. sobre los monstruos, pero que aún le impresionaba más el opúsculo que audaz él les había propuesto desde la tarima: "Intentad escribir desde la demencia; no es tan complicado".
Entonces, le dejó el texto de Wallace, hablaron de sus acúfenos endiablados, de que el único modo de acabar con ellos, puesto que le corrían por dentro, tras haber intentado todo tipo de conjuros y exorcismos, era sacrificar el cuerpo de donde se nutrían: un día encontró el atajo del suicidio. Comentaron, asimismo, el don, el genio, el magnetismo, la enfermedad que nos vuelve más corpóreos, la huida hacia el espíritu; también cómo el mal supura por la sangre de nuestra sangre.
Todos hemos estado alguna vez enfermos y casi todos hemos rozado en algún momento los límites de la locura. Ella no fue excepción. Cuando así sucedió, una de las personas que más quiere le dijo que ahora sabría reír y llorar de verdad porque había tenido un hijo. Tiempo más tarde leyó, en la única concesión explícita a cierta suerte de ¿sentimentalismo? en el cuento mencionado de Wallace, la siguiente frase dirigida al receptor, con tratamiento de plural de cortesía pero directa a ese que inmerso a través de un sintagma verbal oficia de trágico coro griego, a mitad de narración, cuando los personajes se han puesto del otro lado, cuando la trama casi está resuelta, cuando la atmósfera ficcional ya ha humedecido el alma: “Si nunca han llorado ustedes y quieren llorar, tengan un hijo”.
Aquella misma canción.
Sabe que su amigo y Wallace nunca fueron presentados, pero reconoce en ambos la sabiduría (para ella, el escritor, merecidísimamente inmortal desde luego, se hace vivo, por tanto real y con derecho a la perspectiva temporal en presente, en sus textos). El aforismo de que por un hijo se hace todo se encuentra bajo las piedras, en la cola del pan, en la parada del autobús escolar, en los campos palestinos. Todos somos uno en apenas unas horas: el tiempo que media entre tener y no tener hijos. Ellos vienen y se abren nuevos huecos, extraños troncos cavernosos, fluidos y flagelaciones, sinestesias biológicas: un injerto en el alma. Ellos llegan para escribir y nosotros para leerlos. Brotan, simplemente, y nada vuelve a parecerse a lo de antes, sobre todo uno mismo.
Pero ella no lo sabía y su amigo sí. Cuando todo parecía desdibujarse le cogió de la mano, se agachó a su altura, le habló a la niña que había parido un niño y le dijo que todo saldría bien; sencillamente vería el mundo a través de otro. Es obvio que ser padre no nos da derecho a nada sino que nos implementa de obligaciones; horizontes de dolor se amplían, sensibilidades endogámicas, siniestras lealtades, egoísmos de mamífero. Pero basta mirarlos para sentir que uno ha cumplido en ellos el mejor papel que le ha sido concedido.
Ocurre que algunos no lo entienden.
La libertad en la interpretación: la sentencia dicha (por un hijo se hace todo) les faculta, cual terrorífico dios medieval, patente de corso para la aberración. Los mayores vampiros viven detrás de las puertas domésticas, en los sótanos de las casas impostadamente felices: las tragedias más perversas bajo el edredón de la sagrada familia. Ahí residen los monstruos: con la navaja sobre los cuellos y las mentes infantiles. Es tal el peso biológico de esa soga judeocristiana que en su nombre se siguen Cruzadas, se justifican crímenes, se moldean cadáveres en plastilinas.
De la novela decimonónica rusa le pierde el lazo sanguíneo como nicho de grandes ficciones: las que logran parecernos propias, las que nos devuelven lo paradójico, la alquimia de lo terrible y lo hermoso, de lo humano. No va a recoger la tan repetida reflexión sobre las familias tristes y felices con la que se abre Ana Karenina, ni va a recomendar lo último que ha visto sobre las relaciones biológicas, por ejemplo Il y a longtemps que je t´aime o La boda de Rachel (o la mirada cínica que sobre la institución burguesa regala la inteligente acidez de Mad men). Sólo que hagan un ejercicio de observación, que miren, que posen sus ojos tras las mirillas, que escudriñen en los parques… La cordura en los progenitores escasea.
Hoy la pillan furiosa y de mal café. Hoy ha vuelto a ensalivarse los dientes con la frase de Wallace. Cuando la tragedia se ceba en los pequeños, a Bambi le salen garras.
Lo dicho: “Si nunca han llorado ustedes y quieren llorar, tengan un hijo”.

lunes, 19 de octubre de 2009

Falco rusticolus

A mi valiente y blanco halcón gerifalte.
El banquete como discurso fílmico y el Foster Wallace del humor, ¿ficción, narración? son mis mejores antídotos contra la tristesse. Afortunadamente he añadido uno más: Jacinto Antón con su antología de crónicas Pilotos, Caimanes y otras aventuras extraordinarias. Os invito a que os perdáis por esas páginas muchas de las cuales ya las habréis leído en El País.
Comparto con él ciertos mitos, un interés por la aventura y una curiosidad compulsiva en los entornos más cercanos. Una cosa más: la admiración del valor, no sólo en los héroes que nos regala la épica, sino en quienes nos rodean, aquellos que se enfrentan al para mí, sin duda, gran tema existencial: el miedo.

Se llama Teresa, tiene apenas sesenta años, es una de las mejores personas que conozco; siempre ha sido bella, con esa hermosura alegre y grande de las mujeres de raza: apenas un cambio de luz y te muestra toda la delicadeza del equilibrio de las formas femeninas. Mientras escribo esto ella recibe una sesión más de quimioterapia.

La ha llevado su hijo al hospital, quiere llegar apenas un minuto antes de la sesión: no le sienta bien cierto espejo: los rostros secos y las cabezas pelonas.
Es su tercer brote de cáncer.
Ayer mismo guisaba un pollo en mi cocina con esa naturalidad con la que fabrican los objetos más complejos los artesanos más lúcidos: “Importantísimo el “chup―chup”, la sal al final del proceso, el vasito de cognac, el pimiento verde cuece más lento y repite menos”.
Hace seis años y medio le diagnosticaron un tumor de mama. Le dieron unos meses de vida. Decidió vender su casa e invertir todo su dinero en el proceso de curación. Pidió una cita con el oncólogo Josep Baselga. Ella vive en Gijón. Su periplo médico iba a ser en el centro médico Teknon, en Barcelona. Firmó la aceptación de un tratamiento experimental con fármacos nuevos que “se comían” las células cancerígenas de la mama. ¿Efectos secundarios? Estaban por ver.
Teresa salió adelante. Se iba en un avión y volvía en otro: sus vómitos, su cara verde, el temblor. Cada vez que la recogíamos en el aeropuerto era más enjuta, más transparente, más niña.
Las revisiones, el aguante, las rutinas como anclajes en un cuerpo bipolar. Índices tumorales, sesiones de radio, análisis de ruleta rusa.
Cada día más enjuta, más transparente, más niña.
Se reía, en momentos de cierta y extraña euforia, del tamaño de sus senos: minúsculos hasta que la menopausia le regaló unos exuberantes pechos de cinco tallas más de sujetador. Tensos, turgentes, punzantes… y enfermos. Tras la sonrisa, el ácido conjuro: “Que no me los quiten”.
Parece mentira, para el que está fuera, para el que no sabe, que la cicatriz de una ausencia sea para muchas de ellas la mayor de las preocupaciones. “Si me los extirpan, nunca superaré la enfermedad: ella me mirará desde dentro”.
Conservó sus bellos pechos. Dos años más tarde de la curación aparecieron células cancerígenas en el esternón. Pudo con ellas. Dos años después, una minúscula cabeza de alfiler canina y feroz palpita en su linfa; ella tiene el antídoto: con esto se puede. Repite en su coraje.
A estas horas la habrá intoxicado un poquito: sus venas serán agresivamente negras.

Sé que tiene miedo. Sé que es una valiente: se esfuerza por vivir su propia aventura, en los límites de la cotidianeidad, en la omnipresencia del cáncer.
Y el desgaste: la enfermedad no sólo ataca al cuerpo, nadie esperaba tantos vuelos, tantas recaídas, tanto de tanto. La alquimia de la lucha y el ansia por la vida, no obstante, le está funcionando. Es su gran hazaña; mi pequeña dedicatoria.

Hay una especie muy valorada en cetrería, el halcón gerifalte. Es largo, como Teresa, lleno de manchas, como el tatuaje que el mal ha pintado en la piel de esta mujer. Aristocrático, elegante, luminoso, como ella. Cuanto más níveo, mayor es su valor. Teresa se ha vuelto blanca: el plumaje corto en su cabeza.
Hábil depredadora, capturará al vuelo o en tierra este nuevo bicho. Se lo prometo.
Adieu tristesse.
Ella se llena de química y yo la espero con Jacinto Antón entre mis lecturas.
En un día como hoy, puede celebrar que acabó con el cáncer de mama.
Compraremos esa tarta, soplaremos esa vela y pediremos un año más que el bienestar regrese, que se le haga más fácil estar en este mundo, que el miedo, una vez más, sea vencido.
Mi admiración a todas aquellas mujeres invictas que han escrito su relato de riesgos y hazañas. Aquí al lado, sin aterrizajes forzosos, conquistas territoriales, cumbres inhumanas, coronas de emperador; que llevan en sus senos la batalla contra el cáncer.