lunes, 27 de diciembre de 2010

Emergencia


Lo difícil no es vivir sin lo que nos falta, lo difícil es vivir con lo que nos queda.

Chus Fernández

domingo, 26 de diciembre de 2010

Navidad feliz


"¿Cómo puede haber alguien descontento? -pensó Natasha-. Sobre todo un hombre tan bueno como Bezújov." A sus ojos, todos cuantos estaban presentes en el baile eran buenos, agradables, encantadores; se amaban los unos a los otros. Nadie podía ofender a nadie y, por tanto, todos debían ser felices."

Tolstói, Guerra y paz

"La foto de familia es un encanto. Los nenes no sólo son guapos, sino que lucen su infancia con un gesto divertido. Y tú estás encantadora: pelo arreglado y recogido resaltando esos ojos, piel tersa, boquita pintada, sonrisa… para soñar. Y el puto canalillo. Para rabiar."

¿Por qué esforzarse? El amigo soltero de mi cuñado (su sosia, con el que tiene un extraño pacto de hermandad elegida que nos toca las narices) siempre viene rijoso a la cena de Navidad, es un dolor, tiene el don de la palabra si hablar, hablar, hablar y no tener ni idea de conversar puede calificarse de garbo, a mí me parece una gran desmaña; pero él se lo cree y los demás alimentan su vanidad, aunque yo sostengo que de boquilla (expresión que siempre rescato del campo semántico de la mentira porque me parece un ejemplo de cómo el vocabulario puede ser también coqueto).

Estaba yo con mi cara de Marilyn aguantando al plasta del chicharra (que será como a partir de ahora me voy a referir al individuo en cuestión cotorra que no calla) cuando suena el timbre anunciando la llegada, con retraso, como siempre, de mi otro hermano y su esposa (futura presa del parlanchín y sus modos soeces). Mi madre corre al espejo a comprobar que está guapa y que no se le ha corrido el rímel "¿Huelo a comida, nena, huelo a comida? No mamá (que no me pille en el renuncio) hueles a rosas y mariposas. Ay, mi niña que no crece", (y es verdad que no crezco, no a lo largo, porque con estos encuentros pantagruélicos no sé yo, no sé yo si se me aparecerá la gordita que tengo anestesiada aunque ella y yo sabemos que solo, sin tilde, Blecua, sin tilde, aletargada encerrada en mis adentros). Y abro la puerta y mi madre con un timbre impostado (pero qué narices es Navidad: la impostura podría ser hiperónimo de todos nuestros actos) quebrada la voz exclama "Mi hijo, su esposa, qué bellos". Y empieza el palique: "Tú más, no, no tú, qué dices, el tráfico, la Purificación García, los ingredientes de la sopa de marisco y su despiece (horas, condimentos, esto cocido por aquí, aquello rehogado en lo otro…)".

Me agarro a la primera copa de cava. "Tú empiezas por lo gordo, eh, para qué le vas a dar al Rioja", me suelta el chicharra.

-¿Sabes lo que es una obra apócrifa?

-Ay, qué cosas dices, ya sabes que tú me pones sin más no necesitas soltarme guarradas.

Bebo y largo pasillo arriba (en toda casa materna que se precie tiene que haber un inmenso pasillo), no sea que se me escape la mano o peor aún la lengua y la tengamos nada más empezar. ¿Pero cómo se habrá malquistado este plasta en nuestras cenas navideñas? Sigo con la copa. Y llega la madre del novio de la mía con su novio (mi familia es de nuevo cuño, de esas que topicalizan las marcas de coches para vender sus monovolúmenes; y es que, curiosamente, la alternativa familiar ha empezado por detrás, es decir, la primera que tuvo dos maridos fue mi abuela, luego mi madre y luego la suegra de mi madre; no se me líen). Antonio es un encanto, pero siempre está en otra historia, yo le pregunto por su bisnieto y él me contesta que no es época de fresas pero sí de calabazas. Desde luego podría ser un buen informante para una obra de teatro del absurdo. Es igual que el rey Melchor así que mis hijos se dedican toda la cena a pedirle regalos. Y él sostiene, mientras tanto, que el cambio climático no acaba de llegar por mucho que él lo esté esperando: "Un Torremolinos pero en San Lorenzo, sería la leche. Comed polvorones, niños, comed que luego la sanidad privada y sus seguros os lo van a impedir: malditos mercaderes".

Empiezan los platos y las llamadas telefónicas, no falla. Y mi madre como un yoyo, arriba y abajo. Me doy a la segunda copa. El jamón ibérico exquisito, los langostinos a la plancha del novio de mi madre ni os cuento, la sopa de marisco no la pruebo y ella, mi progenitora, me mira encallada en el odio tamizado por el chantaje emocional: "Ni siquiera puedes hacer esto por mí, yo que nada te pido". Sonrío y voy por la tercera copa, eso sí, tuve la prudencia de sentarme en la esquina opuesta al chicharra que ha pillado por banda a mi padrastro, ¿habrá un tercer matrimonio en mi familia? Porque este año, como somos más, se han traído de Ikea una auxiliar que si te levantas tú se le viene todo encima al de enfrente. Pero estaba de oferta: la crisis, ya saben.

Y pasamos al cordero. Palabras mayores. "Hija no estarás embarazada que tú cuando comes así siempre llevas bollito en el vientre". Y a mí maldita la gracia que me hace la glosa pero sigo con el cava y el rostro de Marilyn. El turrón se me pega en lo concupiscible, nos lo envían de Barcelona todos los años y aunque no pueda confesarlo es lo mejor del encuentro. Y entonces los brindis, el café, los buenos propósitos y los deseos para el año que asoma. A mí me parece que tengo una ristra de hijos en lugar de dos pero es que las burbujas empiezan a provocar su efecto y a mi vista todo se multiplica y polariza: "Sed prolíficos y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla". Momento de epifanía: Dios debió de haber bebido cava, como yo.

-¿Echamos un Trivial?

El marido de mi madre con su mandil de sevillana escucha pacientemente a su padrastro y me sonríe, creo que están poniéndose de acuerdo en si el tiburón es el animal mejor dotado ¿uno o dos penes? y claro, el salido de turno ya tiene excusa para hablar de sus últimas conquistas y mi cuñada abogada saca el tema de los divorcios y la otra cuñada asiente y hace preguntas extrañas con expresiones que dan miedo (custodia compartida, régimen de visitas, pensión alimenticia…), es que yo creo que siempre estuvo enamorada de mi otro hermano, sí el que se casó con la abogada, y mi abuela y mi madre y la madre del novio de la mía tocando madera que ellas de esto saben un rato y mi hermano que quiere ver el vídeo del último Barça―Madrid para ejercitarse en lo pendenciero (la mitad son de un equipo, la mitad del otro) y mi abuela en la terraza fumando con su nieto político, mi costilla, participando de la polémica de los fumadores y la libertad de cada uno para elegir sus vicios y de qué morir…

Y yo que ya no sé cuántas, no copas sino botellas, de cava llevo en los previos a los regalos (que esa es otra historia) me peleo con la gorda que me habita, ella dice que va a salir y yo que ni te menees que ya me pondré a dieta mañana que te vas a empachar de piña y pescadito cocido, cuando mi madre me coge por banda y me dice, "Nena, mañana repetimos que ha sobrado mucha comida y haré canelones, como cada 26 de diciembre, que por algo somos barcelones; tú, mamá, tú, pero el resto queremos volver a nuestra vida. Qué vida, qué vida, tú tienes que crecer y tus hermanos seguir tan guapos".

¿Qué vida? Sin saberlo esta mujer ha dado en el clavo. Y como en los cuadros de Hopper toda luz se tamiza.

Y entonces pienso en esa escena de Love actually donde mi admirado Colin Firth de la que entra a su casa familiar con los regalos y ve lo que ve, lo posa todo en el suelo y dice que se larga. Y lo formidable es que lo hace y coge un avión en Navidad y se planta a buscar a su amor y le pide que se case con ella en una lengua recién aprendida. Al principio de la cinta no se entienden uno en inglés y la otra en portugués. Y lo más increíble (vale, vale, es una película) es que él no solo llega en un día sin problemas en los aeropuertos ni con bajas de los controladores aéreos sino que ella dice sí en la lengua de él (o sea, yes) y parecen felices (a ver si el acierto conyugal se encuentra en el mito de Babel, hummm, voy a estudiarlo).

Como ya están todos peleándose al Trivial (ganó sobre el fútbol, todavía hay esperanza) y el rijoso colgado a una línea caliente gritándole al móvil que qué nalgas de pétalos ni qué ocho cuartos, que si eso es una línea erótica o poética, y la dueña de la casa y de la familia y de la agenda con la Termomix para el relleno de San Esteban, salgo de puntillas y danto tumbos por la puerta y me apetece retar a la gorda que me habita si es capaz de dejar la botella, golpear una de las carísimas copas de la cristalería centroeuropea de mi madre a beneficio del silencio de los presentes y gritar que no los aguanta más, que se larga, que le queda una vida entera para ser ella misma y que deserta de todos sus avatares: razón, ser feliz. ¿Hay otra?

Porque es Navidad. ¿O no?


viernes, 17 de diciembre de 2010

La ye o y griega (i griega, en fin)

Ambos están convencidos
de que los ha unido un sentimiento repentino.
Es hermosa esa seguridad,
pero la inseguridad es más hermosa.

Imaginan que como antes no se conocían
no había sucedido nada entre ellos.
Pero ¿qué decir de las calles, las escaleras, los pasillos
en los que hace tiempo podrían haberse cruzado?

Me gustaría preguntarles
si no recuerdan
-quizá un encuentro frente a frente
alguna vez en una puerta giratoria,
o algún "lo siento"
o el sonido de "se ha equivocado" en el teléfono-,
pero conozco su respuesta.
No recuerdan.

Se sorprenderían
de saber que ya hace mucho tiempo
que la casualidad juega con ellos,

una casualidad no del todo preparada
para convertirse en su destino,

que los acercaba y alejaba,
que se interponía en su camino
y que conteniendo la risa
se apartaba a un lado.

Hubo signos, señales,
pero qué hacer si no eran comprensibles.
¿No habrá revoloteado
una hoja de un hombro a otro
hace tres años
o incluso el último martes?

Hubo algo perdido y encontrado.
Quién sabe si alguna pelota
en los matorrales de la infancia.

Hubo picaportes y timbres
en los que un tacto
se sobrepuso a otro tacto.
Maletas, una junto a otra, en una consigna.
Quizá una cierta noche el mismo sueño
desaparecido inmediatamente después de despertar.
Todo principio
no es mas que una continuación,
y el libro de los acontecimientos
se encuentra siempre abierto a la mitad.

Wislawa Szymborska, “Amor a primera vista”

Leo en la prensa que los polacos aprenden a amar las matemáticas. Bien. Muy bien. Sale en el periódico de mi país de mayor tirada. Doy un paseo por la villa en la que resido y me acerco hasta la librería a buscar un encargo de mi jefe de Departamento. Es un lugar en medio del centro histórico donde los libros se amontonan sin aparente orden, con una liberalidad propia de un humanismo laico pero mediterráneo; dicho de otro modo, un germánico no pasaría del umbral. Doy la cháchara con el librero y pienso en un gran amor ese que te lo lleves donde te lo lleves siempre sale con un libro escondido: adoro esa dolencia suya, esa suerte de cleptomanía que lo hace aun si cabe más deseable a mis ojos, a mi alma, a mi logos.
(No te hagas de nuevas: bien sabes que eres tú.)
Y el hombre en un giro de la conversación va y me dice que tiene reservadas para los magos setenta ortografías. ¡Setenta ortografías! En un mundo de un materialismo mordaz, de una crisis descarnadamente prefabricada, de una impostura desnuda por el efecto WikiLeaks, este amor, esta inversión, esta usurpación al vil metal es una perla. El hallazgo me tuvo contenta: los aromas de la papelera, espliego; la playa, luz de mis días; la revelación de que mi asignatura y yo (que no ella a secas) es considerada por mis bachilleres la más difícil después de Física y química y Matemáticas, un premio por el rigor de lo científico para con el lenguaje. Todo me parecía justo, armónico, exacto: el mundo merece mi aquiescencia, invitaba a pensar mi gesto.
Y sospeché que algo así debio de haber ocurrido en el origen de la fortuna de los estomatólogos, alguien encargó una boca bella para sus hijos y todos vieron la luz y el buen camino, así que lo siguieron: tener una dentadura blanca y alineada era síntoma de estatus. Los créditos por bocas sanas crecieron a la par que las cuentas de los dentistas, y ahí donde había dientes, luego síntomas de promoción social. La analogía cae por su propio peso: un impulso al idioma. Los ascendientes de los alumnos de mi instituto invierten en la expresión de sus hijos. Yuju. Y bajé las calles del casco antiguo como la atleta con dopaje a rebufo de una ilusión, de un futuro, de esa quimera que tiraba de mí por lo luminoso:

―¿Usted dónde va? ―Me pregunta un policía local.
―Hacia delante, como siempre.

Yo allí vivo entre el instituto, el cuartel de la guardia civil y el polideportivo municipal. Un enclave estratégico, en Troya, más o menos.

Y con los papinos rojos por la carrera, el brillo en la mirada, la fiebre en los extremos de la lengua se lo cuento al primer compañero con el que me tropiezo por los pasillos.

―¿Tú ya sabes que los Reyes son los padres o no te has enterado, guapina?

Y miren que las inferencias se me dan bien, pero debía de estar un poco espesa por la subida de la candida albicans, un hongo que dice mi amiga Helena que está presente en todas nosotras y que se alimenta, el muy troglodita, de los hidratos de carbono propios de verduras y frutas, alimentos ávidos para mi apetito más ahora que me he vuelto vegana (por esnobismo y porque odio comer sola así que no cocino: picoteo frutitas y verduras frescas aquí y allá), de ahí que tenga a la seta zampona que me habita las mucosas hartita como un petauro e hinchada cual garrapata. Bef.

Va a ser que no. Que todos a quienes fui con mi historia me miraron desde la rareza y no desde el asombro. Nadie festejó mi noticia.

¿Y? Distinguía Ángel González entre futuro y porvenir y el primero se hacía, era posible, estaba en construcción. Humanos perfectibles.

Pues eso, yo vivo en un lugar donde quiero pensar que si mi asignatura es difícil es porque exijo, que si se vende literatura es porque los infectamos con entusiasmo y que mis chicas y chicos, gracias al empeño de los profesores de mi Departamento, están aprendiendo a amar la lengua.

Que dónde vivo. Llamémosla Polonia.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Claridad absoluta




En cierta medida, los padres de un niño soñador tienen razón al temer que más tarde le falte carácter, pues en general por esto se entiende un "carácter de una pieza", y el soñador prefiere ser varias personas, vivir varias vidas, muchas de las cuales no tienen más consistencia ni perennidad que una pelusa de polvo que una corriente de aire impulsa por azar hasta la entrada de una casa. En cambio, es un error creer que quien sueña se aparta del mundo, porque con frecuencia sus otras vidas le sitúan en un estado de empatía con él.

Catherine Millet, Celos

El aire entra, sale, entra, sale. Así respira Berta mientras lee. No afecta, no mastica, no sube ni baja, pero respira; difícil leer bien poesía. Contaba, mientras cenábamos, que nada tan importante le dio ese afán suyo como su primer premio. Ella iba a octavo del antiguo EGB y ya jugaba con las palabras. Un hermano de Albacete que me ha adoptado sostiene junto conmigo que se empieza a escribir a los ocho años; ni antes ni después. Toma.

Berta dijo que sí. Resulta que su soneto infantil gustó tanto que la directora lo envió al instituto para que se lo publicasen en la revista escolar. Así que la poetisa ingresó en el nuevo centro un año después entre vítores y con un aura que le permitió vivir todo su periplo en Secundaria. Y siguió estirando el lenguaje. Decía Montse que un día leyendo un ejercicio de un alumno sobre el uso de las preposiciones se dio cuenta de que aquel niño escribía sobre Berta: “Metí el estuche en la mochila y empecé a andar”. Como ella. Y que dentro del estuche había lápices unos negros, para la tristeza y otros, de colores, para la alegría. Y que fue convirtiendo su andar en un súcubo que nos voltea cuando la leemos. “¿De qué va la poesía? Pues de la vida, tú me mancas, yo te manco, ello me manca, nosotros nos mancamos…” Qué glosa tan sencilla y tan cierta; la elegancia de lo exacto. De mancar va esto: un verbo difícil de llevar a otra lengua porque en su viaje pierde algas y hebras y nudos. Así que manca. La vida de verdad manca. Y nos hace en luz y en sombra; nos deja huellas: lo enojado, lo doliente, lo luminoso. Cicatrices y estremecimientos.

Como me gustaba tanto escuchar las historias de Berta no aprecié las mejores croquetas de mi ciudad, no le recordé a Vicente lo elegante que lucía aquella noche, ni besé a Cova todo lo que se merece, ni me perdí en el susurrar de revés de Marta, ni pude apreciar, encallada en la mirada de la poeta, las arterias por las que Montse lleva el teatro a sus “guajes y guajas”.

Fui poco leal. De ese modo que lo es una de mis amigas que nunca llama a su pareja por su nombre, sino siempre "amor", así cuando se acuesta con otros, con otras, no corre el riesgo de repetir el último nombre a horcajadas sobre su marido. Sólo "amor". Y dice que se enamora de un hombre, de una mujer, un minuto o dos horas, en ese cierre con que la fascinación se impone, en el viento de los trapecistas; luego, aterriza, fuera de la demencia, soltando los postizos y entrando en casa con la llave en su puerta y oye "¿Ya estás en casa?"

Y responde: "Ya. Ya estoy en casa. Amor".

La lealtad dice uno de los míos se pelea con el egoísmo que la persona necesita para ser feliz y así os va a los leales. Fatalidad ocupa lealtad. Quizá.

A lo que estábamos. Berta. Me gustó probar Perú de su contar, los japoneses de Madrid de su sonido, la lamida de la maternidad, las alas de la edad en forma de lumbalgia. No sabía quién se escondía detrás de un Llámame, ni de las Heridas, ni de las Las naranjas, ni de la Madre que también es un poco la mía. Me habían dicho que era magnética, telúrica, con colores de herrumbre; un frente de luz que como la explosión de pólvora en los fuegos artificiales sigue tras el estallido algodonando los ojos. Ella narra entre versos. Narra de mujer; está blando el dolor, como el vientre. Y blando vuelve. Va y vuelve. Y acaricia, como ciertos malestares que logramos convertir en placeres. Lo humano. Berta se parecía a Iseo Quitatiempos. Se llamaba Leocadia pero de niña de tanto mirar el mundo intentando hacerlo barro para ahuyentar la pena lo ferviente se le iba adosando y le cambiaron su nombre. Iseo se cae, Iseo está en el agua, Iseo ha llenado la bañera de nubes, Iseo no se acuesta, Iseo se ha tragado un mar, Iseo… siempre soñando, Iseo. Y fue creciendo y repetía de noche el rumrum de aquel otro poetapastor “Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío: claridad absoluta”. E Iseo me llevó a Fernando que para curar su pena se encierra en un faro. Luz y mar. Mar y luz.

A veces mientras observo los rostros que se abren en mis adentros trato de llevarlos al cine, de encontrarles parecidos, semejanzas, impresiones; aquelesteotro gesto. Berta e Iseo o Fernando se me revolvieron la noche del viernes, porque ellos no son carne de cine, son otra cosa, yo me entiendo.

Podría decir de su libro pero a Berta hay que leerla. Desde la vida: el aire entra, sale, entra, sale.

Hala: ustedes a eso.

Yo me voy a correr, ahora que la playa está abandonada (todos comen) y el mar no cansa y puedo soñar, silbando Bach, como Iseo-Leocadia o Berta, que soy otras.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Fila 6, butaca 18


-¿Por qué estás tan sombrío?- preguntó Nesvitski, advirtiendo el pálido rostro y los ojos brillantes del príncipe Andréi.

-No hay motivos para alegrarse- replicó Bolkonski.

Tolstói, Guerra y paz

“No tuve ocasión de decirte”, “Salva tus cuentas en vida”, “No pienso morirme”… Decía Uxbal en el vientre de Javier Bardem.

Venía de un puente lluvioso, soso, lleno de tablas de multiplicar, de juegos infantiles que a ellos divierten pero en los que no consigo rescatar a la niña pequeña que en algún lado, pero no estos días, me habita. Fui leona, amamanté, cuidé, enseñé, eduqué, reí, reñí, di culazos y besos multiformes (de oruga, de chinchilla, de oso cavernoso, de mamut, de lamida, de flor y alguno de mandril), me tiré por el suelo, bailé tangos sobre mis rodillas (así mido más o menos como ellos y podemos permitirnos hasta el foxtrot). Leí poco porque tenía ganas de madrear (yo como hacía Umbral, a estas alturas de mi vida me permito mis propios neologismos), a pesar de lo cual a las tres y media de la tarde del miércoles ya tenía ganas de estar un poco a solas conmigo. Mi costilla me llevó al sofá a ver El Dorado, un western de uno de sus directores preferidos Howard Hawks, tras lo cual mi casa estaba tomada por dos minivaqueros: mis hijos pegando tiros con escopetas de pinzas duros, expertos, solitarios y nobles. Dice su padre que es bueno que compensen tanta floritura mental que yo les inoculo (el dibujo, las películas en inglés, Mozart, las obras de teatro, la poesía para niños, el chino o la papiroflexia). Son puntos de vista, no siempre coincidentes. Da igual, a mí esos perdedores, alcoholizados o enfermos, que tienen como bandera la lealtad y la amistad siempre me han encantado. El western en todos sus formatos también.

Y la verdad, me retrotraen a mi cine de primera sesión de sábado compartiendo bocadillo de quesito con mi hermano y la posterior recración de la película con los clis de famobil (actualmente playmobiles a secas). La película acaba bien. Ésta sí.

Vale. Hasta ahí teníamos la fiesta en paz. Y tuve que aguarla. Convencí al amante del western (menudo empolle de diálogos tiene el hombre éste) para irnos a ver la última de Iñárritu, Biutiful. 148 minutos de drama y de un Bardem en estado puro. Iba el de los diálogos renegando, que si la climatología, las malas críticas de Boyero en El País, un fin de puente a las seis y media de la tarde… “Bueno, si no quieres, voy yo”. Yo creo que inflamado de los valores de sus ídolos Wayne y Mitchum o porque a él no le amargaba un dulce salirse a enfriar se dejó ir y allí estábamos los dos, yo en mi butaca de los múltiplos de seis y él a mi vera; cada uno con expectativas claramente diferentes esperando la dosis del mejicano.

Me pasé la mitad de la película llorando. No puedo ver ciertas cosas, no desde que soy madre porque hay una sensibilidad que me nació dentro junto con las placentas y el líquido amniótico que como a Mitchum en la peli de esta tarde no me deja beber ciertas sustancias. No hay una licencia a la belleza de postal, ni una sola. La Barcelona, poligonal, abrupta, cruel, como muestra de una gran ciudad, está analizada desde el ojo más oscuro. La mirada es espeluznante, si perseguía con ese recrearse en los lodos más amargos de lo humano, revolver estómagos, vaya si lo consigue. Ser padre o madre es realmente difícil. Ser generoso, ecuánime, bondadoso, honesto también. Ver y mirar para otro lado ni les cuento. Un director con cámara astillosa me lo sabe enseñar bien.

Y me toca las narices cuando Boyero habla de la Binoche como la maravillosa Juliette y me cuenta que bah que el Bardem no tiene claro si le gusta o no en esta cinta. Si algo me dije a mí misma a lo largo de la película es qué grande este Bardem, qué grande, más o menos cada diez minutos. Está inmenso. Un Sean Penn español. Como aquella exclamación de “Ooooobra maestra” que decía Pumares a propósito de 2001 en el radiofónico Polvo de estrellas, pero aplicado al protagonista. Es la contención en lo complicado, la intensidad, el buen hacer. Un actor tiene que mostrar hacia dentro, hacia dentro, hacia dentro. Y miren que aunque reconociendo que el hombre está de toma pan y moja, que dice una compañera mía de aerobic, a mí, no me, no me; es decir, que no me dejo llevar por las hormonas como al otro con la Binoche, que dicho sea de paso es guapa donde las haya, no mi tipo de fémina, tampoco la de mi amigo Pepe que hoy en la sesión vermut y los posteriores oricios me comentaba a propósito de la guapa "Es que yo no la veo, la traspaso, no me dice na de na donde esté Angie Dickinson…" (también tengo yo pasión por esa rubia que nunca aparecerá en el ranking de las más guapas y sin embargo…). No sé, me gustó el enfoque de la paternidad, lo bajo y lo sublime, la responsabilidad inmensa de la que uno no puede escaparse, el amor infinito “¿Cuánto de infinito me amas?” parece que estoy oyendo a mi chiquitín plus; el darles el todo y más allá y nunca es suficiente, el miedo, la fragilidad, las dudas, la angustia. Por descontado, al llegar a casa tuve que lanzarme a besos cual alimaña feroz y voraz sobre mis cachorros y contarles de nuevo que soy inmortal.

También me atrajo la estética, la metástasis como un cúmulo de cucarachas; la infelicidad conyugal como esa primera hormiga roja que entra en una casa dando el aviso de que después llegarán muchas más; las torres reflejadas en los charcos; los lugares emblemáticos de mi amada Barcelona desde la mirada más sucia… Y otras. No voy a descubrirle aquí a nadie la capacidad que tiene Iñárritu para el acierto y la yuxtaposición de imágenes. Los grandes temas y los pequeños. La hipocresía social. Las moralejas (la del tigre, y la del jabugo y el arroz; hasta la del moco negro como prueba de amor). Incluso me convenció la estructura menos complicada que la de anteriores películas del mejicano y en círculo (algo que sin embargo le han criticado, pero es que a mí no me pagan por comentar una película, soy inexperta, una simple aficionada, ergo tengo patente de corso).

Estoy triste. Me han contado una historia oscura. Tan inconsolable como esa realidad que está ahí debajo, donde el miedo y la miseria. Justo ahí al lado.

Qué grande eran Wayne y Mitchum dirigidos por H.Hawks con sus finales justos y medidos; qué maravilla compadecerse con una historia de cine; qué grande Bardem haga lo que haga. Y vaya bolsas con las que voy a ir mañana a dar clase: tendré que contarles a mis alumnos que los ojos que llevo de jueves son por lo mucho de ayer, por lo bello que puede llegar a ser lo triste.



lunes, 6 de diciembre de 2010

Moho

No podía decir por qué aquellas lomas verdes, tan poco vistosas, habían llegado tanto a su corazón, cuando a lo largo de las vías férreas había montañas, lagos, el mar y a veces hasta nubes de tonalidades caprichosas. Pero quizá fuera su melancólico verde y las melancólicas sombras crepusculares de las hondonadas lo que había provocado su dolor. Eran lomas pequeñas, bien cuidadas, con vallecitos oscuros: no era un panorama silvestre. Y las hileras de arbustos redondeados parecían rebaños de mansas ovejas verdes. Pero era muy probable que aquel estado de ánimo se debiera simplemente a que su tristeza había llegado al apogeo cuando cruzó por primera vez los campos de Shizuoka.

Yasunari Kawabata, Lo bello y lo triste

No sé si han mirado alguna vez los colores. No son, cierto, salvo durmiendo en algo. Como el amor. Pero a este cuesta tantearlo de frente, como si en la contemplación de su estallido nos devolviera moho: el que ahora habita donde un día Amor.
El cantante callejero nasalizaba, triturando a golpes una guitarra, aquella canción de los setenta en uno de los tubos del metro; ellos corrían de la mano con toda la raíz del quererse empujando, hacia arriba, siempre en creciente, entre sus manos. Y aquel gesto, vacío de lo ceñudo.
Arriba, arriba, arriba. Derritiéndose.
Por ver, también yo aplacé mi marcha: cogería el siguiente de tal modo que pudiera contemplarlos, ajenos, en la espera.
Tres minutos en pantalla para el próximo.
Era hermoso. Hablaban mirándose a los ojos, algo temblorosos los labios, iluminando cada uno el perfil del otro. De vez en vez, él se detenía en las formas de su boca como quien adivina un desnudo.
Imaginé sus días. Siempre jóvenes.
Tazas de loza, cucharilla pequeña, mordiscos alternos: Marte o el cuarto de la plancha. Su pierna en su espalda, el libro sobre la almohada, las manos revoltosas, los guisos entre besos, compras en verbena, puertas y ventanas abiertas, tú en mí; afán de lo cotidiano.
Los modos de la delicadeza. Sin más. Dos siendo presente. Un incondicionalmente tuyo.
Imaginé sus días impulsados por la comunión en otro. Ágiles, rabiosos, feroces: pasos como golpes de vida, plaf, plaf, plaf; lo apremiante.
Imaginé sus noches. Recordé aquellos versos de Vallejo, el único, Pienso en tu sexo, simplificando el corazón, pienso en tu sexo… pienso, sí, en el bruto libre que goza donde quiere, donde puede
Imaginé sus noches. Pupilas dilatadas, crecidas como yemas de huevo que se derraman. Anchas en cuerpos sin rostro aquellas bocas golosas, de hocico: esferas de carne en camas ya no tan blancas. Obscena la naturaleza, obsceno lo bello, obsceno Amor.
Todo sin haber podido apartar mi mirada.
Imaginé sus noches.
Ellos son dos por error que la noche corrige.
Y me sentí así de solo.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Un día de clase cualquiera


Jacob Lawrence

Tengo fe en que soy,
y en que he sido menos.

César Vallejo, Trilce

Cuando la nieve se hubo marchado yo ya sabía qué clase de hombre era aquel que conducía el coche. Nos vimos atrapados en mitad de lo que nos pareció la nada blanca, rodeados de otros bultos, también mágicos, porque la capa de trapos caídos como serpentines celestiales cubría las formas, las manchaba de irrealidad. Otros mundos. Moon y sus clones. La geometría de las Vanguardias rusas. Entrábamos a primera en el instituto y nos quedaba una hora de viaje.

Allí, detenidos, entre tres o cuatro silencios, brotó cierta confianza.

Me explicó que no recordaba el momento en que inició su voluntariado. Primero niños, luego adolescentes.

Cuantayá, Natalia, Cuantayá.

Así que repasamos el peso de la educación judeocristiana, quién fue el Jesús histórico, el antes y el después de San Pablo, la culpa, la responsabilidad, los venenosos modelos de enamoramiento; el currículo oculto que como un gas respiramos de niños.

Luis es pequeño, fanático rojiblanco, convencido gijonudo; treintañero, nada chinchoso, abonado a la buena vida, a las buenas personas, al buen hacer.

Cuando te cuenta, fija los ojos, muy quietos, en los cristales del coche. Todo en su mirada parece en hilera. Siempre me han gustado los hombres que se labran su destino. Enseguida lo distinguí como uno de esos.

Arranca el coche. Masticamos las palabras que arrastran otras.

―Estoy leyendo Ana Karenina.

―¿Ah sí?

― Tú sabrás.

No recordaba que le había hablado de Tolstói en una de esas conversaciones apuradas, de trámite, entre desconocidos; algo así como "Vivo aquí y leo a Tolstói, ya ves…"

Habló y habló. Un vocacional.

―Nos gusta enseñar.

Entonces tocó la historia de Adán. Ojos punzantes, piernas de futbolista, irritable y algo desequilibrado.

―Este año será mi reto.

Adán se ha creído la etiqueta del mal estudiante, pero yo sólo lo veo desenfocado como aquel personaje de Allen en Desmontando a Harry. Se llama como un primer hombre. Yo le dejo migas.

―¿Cuál es la última acción con él?

Vuelve la nieve. Llamamos al instituto: no vamos a llegar o lo haremos tarde. Entre el centro y Occidente.

―¿Subo la calefacción? ¿Estás cómoda?

Hay hombres que huelen a libro.

Sigo con Adán. La bolsa de gominolas. Tocaba actividad grupal. Los dividí en dos equipos, él era el responsable del A. Como no nos dio tiempo a terminar y les había llevado una bolsa de chuches dije que él era el elegido para custodiarlas.

―Profe, estás loca. Se las va a comer.

―Yo confío en Adán.

―¿Las contaste, profe?

―Yo confío en Adán.

Se ruborizó. Debajo de los rizos donde atecha su mirada clara y punzante, creí ver el principio de un largo camino.

Todos le pidieron el dulce, lo provocaron, lo amenazaron, lo tentaron. En mitad del ímpetu romántico y las tribulaciones del joven Werther él sacaba el extremo de la bolsa dulce y me sonreía. Y yo sabía que iba ganando: mi pequeño yedai.

Suena el móvil. Altavoz.

―¿Cómo va la carretera? ¿Llegaréis?

―Estamos en ello. Parece que se mueve: han aterrizado los quitanieves.

―Os volveré a llamar.

El jefe de estudios nos aprecia: le hace gracia vernos en el gimnasio subiendo y bajando de máquinas infernales, corriendo por la ría, aficionándonos a los restaurantes del valle; el mejor bonito, las patatas excelentes. Lástima de papelera.

―Sigue. A estas edades la autoestima lo es todo.

Adán llegó el día de la cita con su bolsa de gominolas y le leí un poema. Al terminar la lectura en su honor (cada tutoría escojo unos versos por alumno) exclamó con acento de allá y masticado en lengua apache: ¡Qué guapo, profe, pero qué guapo!

Para la clase siguiente había acabado de corregir los exámenes, era la primera vez que sacaba un seis en mi asignatura. No le regalé nada: estudió. Oxidado, inseguro, retornando del pasotismo. Pero estudió: dos pasos adelante en su nueva vida.

Y como Ana María Matute (qué bien su Cervantes 2010) “yo soy de las que piensa que la botella está medio llena. Pero soy consciente de que está vacía”. El día que los Adanes dejen de entusiasmarme, ya no enseñaré más; una parte importante de esta vida mía se alimenta cada mañana en las aulas, es mi forma de estar en el mundo: me gusta lo que hago. Miro a mis viejos maestros. Pienso en cómo me gustaría que fueran los que ese día tienen en su clase mis hijos. Tejo. Haciéndome enseñante un poco cada día. Con ellos.

Les suelo decir que soy su camello “la primera raya de la literatura os la doy yo, el resto va por cuenta vuestra”. Y así esa semana tiré de Tristán e Iseo de Béroul o narré el descenso de Orfeo en busca de Eurídice; Estrella distante de Bolaño; por qué Miguel Hernández convirtió en símbolo la cebolla; les hablé de un niño paracaidista que Chus Fernández me debe y les dije que al creador el don le nace como una herida o como un compromiso tan es así que a veces el mundo se les vuelve inhabitable y eligen irse Larra o Foster Wallace; que hay luz, también, una Luz más antigua que el amor leyéndoles un párrafo de Menéndez Salmón donde un Rothko desesperadamente vencido observa a su esposa, carne elegida, bajo la luz cenicienta de una mañana doméstica.

Pero no se ama las palabras. Se ama a las personas. Y les conté la escena de Rompiendo las olas donde la inocente y frágil Bess, con su sacrificio y su expiación, grita esa frase en mitad de la liturgia.

Dejó de nevar.

Luis y yo fuimos callados el resto del camino. Sustituyendo la cháchara por sus hebras. Yo las suyas. Acaso él las mías.

―Profe, pensamos que no llegabas.

―Tengo un superpoder. Pero sssssssss…

Adán me miró un poco más arriba de su flequillo.

―Gracias profe, yo confiaba. Y estás aquí.

Tengo que contárselo a Luis. Quizá en otro amanecer. De esos de clase o bajo la nieve.