sábado, 4 de diciembre de 2010

Un día de clase cualquiera


Jacob Lawrence

Tengo fe en que soy,
y en que he sido menos.

César Vallejo, Trilce

Cuando la nieve se hubo marchado yo ya sabía qué clase de hombre era aquel que conducía el coche. Nos vimos atrapados en mitad de lo que nos pareció la nada blanca, rodeados de otros bultos, también mágicos, porque la capa de trapos caídos como serpentines celestiales cubría las formas, las manchaba de irrealidad. Otros mundos. Moon y sus clones. La geometría de las Vanguardias rusas. Entrábamos a primera en el instituto y nos quedaba una hora de viaje.

Allí, detenidos, entre tres o cuatro silencios, brotó cierta confianza.

Me explicó que no recordaba el momento en que inició su voluntariado. Primero niños, luego adolescentes.

Cuantayá, Natalia, Cuantayá.

Así que repasamos el peso de la educación judeocristiana, quién fue el Jesús histórico, el antes y el después de San Pablo, la culpa, la responsabilidad, los venenosos modelos de enamoramiento; el currículo oculto que como un gas respiramos de niños.

Luis es pequeño, fanático rojiblanco, convencido gijonudo; treintañero, nada chinchoso, abonado a la buena vida, a las buenas personas, al buen hacer.

Cuando te cuenta, fija los ojos, muy quietos, en los cristales del coche. Todo en su mirada parece en hilera. Siempre me han gustado los hombres que se labran su destino. Enseguida lo distinguí como uno de esos.

Arranca el coche. Masticamos las palabras que arrastran otras.

―Estoy leyendo Ana Karenina.

―¿Ah sí?

― Tú sabrás.

No recordaba que le había hablado de Tolstói en una de esas conversaciones apuradas, de trámite, entre desconocidos; algo así como "Vivo aquí y leo a Tolstói, ya ves…"

Habló y habló. Un vocacional.

―Nos gusta enseñar.

Entonces tocó la historia de Adán. Ojos punzantes, piernas de futbolista, irritable y algo desequilibrado.

―Este año será mi reto.

Adán se ha creído la etiqueta del mal estudiante, pero yo sólo lo veo desenfocado como aquel personaje de Allen en Desmontando a Harry. Se llama como un primer hombre. Yo le dejo migas.

―¿Cuál es la última acción con él?

Vuelve la nieve. Llamamos al instituto: no vamos a llegar o lo haremos tarde. Entre el centro y Occidente.

―¿Subo la calefacción? ¿Estás cómoda?

Hay hombres que huelen a libro.

Sigo con Adán. La bolsa de gominolas. Tocaba actividad grupal. Los dividí en dos equipos, él era el responsable del A. Como no nos dio tiempo a terminar y les había llevado una bolsa de chuches dije que él era el elegido para custodiarlas.

―Profe, estás loca. Se las va a comer.

―Yo confío en Adán.

―¿Las contaste, profe?

―Yo confío en Adán.

Se ruborizó. Debajo de los rizos donde atecha su mirada clara y punzante, creí ver el principio de un largo camino.

Todos le pidieron el dulce, lo provocaron, lo amenazaron, lo tentaron. En mitad del ímpetu romántico y las tribulaciones del joven Werther él sacaba el extremo de la bolsa dulce y me sonreía. Y yo sabía que iba ganando: mi pequeño yedai.

Suena el móvil. Altavoz.

―¿Cómo va la carretera? ¿Llegaréis?

―Estamos en ello. Parece que se mueve: han aterrizado los quitanieves.

―Os volveré a llamar.

El jefe de estudios nos aprecia: le hace gracia vernos en el gimnasio subiendo y bajando de máquinas infernales, corriendo por la ría, aficionándonos a los restaurantes del valle; el mejor bonito, las patatas excelentes. Lástima de papelera.

―Sigue. A estas edades la autoestima lo es todo.

Adán llegó el día de la cita con su bolsa de gominolas y le leí un poema. Al terminar la lectura en su honor (cada tutoría escojo unos versos por alumno) exclamó con acento de allá y masticado en lengua apache: ¡Qué guapo, profe, pero qué guapo!

Para la clase siguiente había acabado de corregir los exámenes, era la primera vez que sacaba un seis en mi asignatura. No le regalé nada: estudió. Oxidado, inseguro, retornando del pasotismo. Pero estudió: dos pasos adelante en su nueva vida.

Y como Ana María Matute (qué bien su Cervantes 2010) “yo soy de las que piensa que la botella está medio llena. Pero soy consciente de que está vacía”. El día que los Adanes dejen de entusiasmarme, ya no enseñaré más; una parte importante de esta vida mía se alimenta cada mañana en las aulas, es mi forma de estar en el mundo: me gusta lo que hago. Miro a mis viejos maestros. Pienso en cómo me gustaría que fueran los que ese día tienen en su clase mis hijos. Tejo. Haciéndome enseñante un poco cada día. Con ellos.

Les suelo decir que soy su camello “la primera raya de la literatura os la doy yo, el resto va por cuenta vuestra”. Y así esa semana tiré de Tristán e Iseo de Béroul o narré el descenso de Orfeo en busca de Eurídice; Estrella distante de Bolaño; por qué Miguel Hernández convirtió en símbolo la cebolla; les hablé de un niño paracaidista que Chus Fernández me debe y les dije que al creador el don le nace como una herida o como un compromiso tan es así que a veces el mundo se les vuelve inhabitable y eligen irse Larra o Foster Wallace; que hay luz, también, una Luz más antigua que el amor leyéndoles un párrafo de Menéndez Salmón donde un Rothko desesperadamente vencido observa a su esposa, carne elegida, bajo la luz cenicienta de una mañana doméstica.

Pero no se ama las palabras. Se ama a las personas. Y les conté la escena de Rompiendo las olas donde la inocente y frágil Bess, con su sacrificio y su expiación, grita esa frase en mitad de la liturgia.

Dejó de nevar.

Luis y yo fuimos callados el resto del camino. Sustituyendo la cháchara por sus hebras. Yo las suyas. Acaso él las mías.

―Profe, pensamos que no llegabas.

―Tengo un superpoder. Pero sssssssss…

Adán me miró un poco más arriba de su flequillo.

―Gracias profe, yo confiaba. Y estás aquí.

Tengo que contárselo a Luis. Quizá en otro amanecer. De esos de clase o bajo la nieve.


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