sábado, 30 de octubre de 2010

Y esa belleza




Lo que más me llamaba la atención de la recién llegada es que ninguno de sus rasgos llamaba particularmente la atención, o lo hacían mucho menos que la luz que emanaba del conjunto de su persona y que obligaba a algo semejante a un respeto devoto. [...] no me pareció guapa o atractiva o espectacular o cualquiera de los calificativos con que estaba acostumbrado a elogiar a las mujeres, sino bella, un adjetivo escueto y en cierto sentido trágico.

Rafael Argullol, Visión desde el fondo del mar.

Él la mira. Cómo se va. Piensa en esas películas francesas que tan bien narran lo cotidiano. Quiere que tropiece. Acaso. Ambos saben que nunca. Quizá se han besado sabiendo que el otro sabía que era la última vez.

Espera que se gire. No lo hará. Es esa barbilla baja, la danza de sus caderas (recorridas, sorbidas, masticadas, lamidas, apretadas; quietas o urgentes, sólo suyas), los hilos de pelo que el aire frío hundiéndose en su falso moño arranca. Su pelo.

La sigue mirando. Lo inevitable. Quisiera salir, cogerla por los hombros, hacerse con su cuello, la clavícula y todos los besos ahí enterrados.

Estaba allí. Como entonces.

De todas las palabras que una mujer ha dicho a un hombre las más hermosas siguen siendo déjame ser tu puta.

Eran groseras, soeces; lúbricas. Lo fueron la primera vez y más nunca. No abría los labios para pronunciar aquello que después supo que era un poema, así que rodeadas por su voz emergían de aquel hueco negro. Húmedo como el vientre de un pez.

Su boca.

Y ahora la veía irse, lentamente, en aquella cadencia que tantas veces lo había turbado.

También. Dulcemente.

Fue, es, seguirá siendo. Como era.

Iba vestida de negro. Parecía decir adiós. Y esa belleza.