domingo, 20 de octubre de 2013

Premio Tigre Juan XXXV


"Tras un año de lecturas y más de 40 obras candidatas, el jurado del Premio Tigre Juan ha decidido otorgar el galardón a Sergio del Molino por su obra La hora violeta y en Marta Sanz por  Daniela Astor y la Caja negra. Dos autores de los cinco que llegaron hasta el final. Es la primera vez que esto sucede desde que nació el premio en 1978.
Además de los ganadores el jurado ha querido hacer una mención especial al autor Mejicano Yuri Herrera con su obra La Transmigración de los cuerpos.
El jurado ha valorado en el caso de Sergio del Molino la contención y sobriedad en la que la presencia de lo siniestro aparece levemente aludida. Una dimensión de la literatura como catarsis, la escritura como sanación y salvación.
De Marta Sanz el jurado ha destacado una obra que desvela contradicciones y zonas oscuras de un imaginario femenino ambiguo a medio camino entre la emancipación y el espectáculo.
Por último el jurado ha reconocido la obra del mejicano Yuri Herrera asegurando que es un autor que ilumina todo lo que en medio de la catástrofe colectiva sigue siendo irrenunciablemente humano.
Sergio del Molino considera un honor que le haya entregado el galardón ex aequo con Marta Sanz. "Este premio refleja que hay alguien al otro lado", reconoce que su libro es difícil y doloroso y por tanto es doblemente  difícil de transmitir.
Marta Sanz, ausente de la entrega por estar de camino a Méjico para participar en el Festival Hay de Jalapa, valoró este premio por su grandísima trayectoria literaria y por la calidad de los finalistas que le acompañaron en esta convocatoria del Premio. “Los nominados son tan buenos que el premio sabe mucho mejor”
La ganadora de esta edición ha confesado que este premio le devuelve a sus orígenes ya que su bisabuela era de un pueblo de Pravia y  confiesa que este premio le llega en un momento maduro de su carrera literaria, más equilibrada donde se sopesan mucho mejor tanto los reveses como las satisfacciones.
El Premio Tigre Juan se entregó  en el Hotel Meliá de la Reconquista en Oviedo."
[Actas del 4 de octubre. Los miembros del jurado para esta edición: Fernando Menéndez, Vicente Duque, Ángela Martínez, Eduardo San José y Natalia Cueto, bajo la coordinación del directivo de Tribuna ciudadana, organizadora del galardón, Javier Gámez.]

domingo, 13 de octubre de 2013

Laura Castañón, Dejar las cosas en sus días


Dulce peso

Dejar las cosas en sus días, Laura Castañón, Alfaguara, 2013

A mi tía abuela María Meana y sus caramelos de violeta… porque Laura me la devolvió

“Los hombres viven la vida a golpes: un nacimiento, una muerte. Las mujeres vivimos la vida como un río, hay cascadas, remolinos, el agua, no obstante siempre mana”. En el centro de Las uvas de la ira: restos de lector al beldar Dejar las cosas en sus días y su eco.
Un presente sin límite, como búsqueda, indagación, constructo de identidad; y un pasado finito, colectivo, seminal, a través de un discurso narrativo en tres generatrices. Un narrador omnisciente que perfila el núcleo individual de una familia compuesta por Benito Montañés y sus hijos, que completa con la colectividad de un vecindario en una burbuja patriarcal, una desazón, un paisaje moral que rodea el espacio origen (Pomar) y que remata en personajes e historias tangentes que se enredan de la mano de una sociedad quebrada por dos razas morales, la de los vencedores y la de los vencidos. Un narrador interno-protagonista, Aida, en el rol de bisnieta que reclama la memoria histórica y que, como individuo, arcilla modelada, ejerce el periodismo centrífugo (profesión) y centrípeto (qué fue ella, qué es, de dónde viene, por qué su ser se ahueca ante la irrupción del amor maduro como un tornado que convierte en borrosa la percepción de su yo atomizando cada una de sus certezas). La incansable tarea de buscarse cuando el equilibrio se rompe por efecto de las pasiones: “El amor nos deja sin argumentos y sin defensas”. Se sirve, además, de un narrador interno, personaje secundario, catalizador y vórtice entre los dos pliegues temporales, aquejado del mal del olvido (una vez más la memoria como bastidor). Así pues, estamos ante una recración, el relato de lo que acontece a la famila Montañés a lo largo de cuatro generaciones; el germen Bustiello, la colonia minera bajo el cinturón del paternalismo industrial de Claudio López Bru, propietario de la Hullera Española; dos paradigmas temporales: el pasado levantado en tres décadas (un arco que transita hasta la Guerra Civil) y el presente (desde la desacralización de la iglesia de la Universidad Laboral hasta el ascenso del Sporting a Primera División el 15 de junio de 2008); y tres planos, la casa de Pomar y su mundo; el presente de la periodista y bisnieta de Benitó Montañés, embarcada en la memoria histórica y en la causa misma de su existencia; y, finalmente, Andrés Braña que se balancea con el vaivén de dejar, o no, las cosas en sus días.
No hay partes empegadas. Suena en contrapunto. Con unos personajes que crecen y se levantan y te empapan; acompañándote más allá del propio texto; capaces de confiscar atención, sueño y emociones. Probablemente porque rebosan carne; ni pintoresquismo ni sentimentalismo gratuitos. He dicho carne. He leído carne. Colonizadores de papel en vidas de lectores.
Plantea en el plano personal, que no en el colectivo donde la tesis es clara y rotunda, la conveniencia o no del olvido, la nada de Faulkner. Ya desde el título se nos muestra el cauce por donde transita la escritura. La novela susurra, muestra, palpa. Resuena, se ve y late. De fondo, cimbreándose, hermoso y terrible, el tiempo: “Todo es hoy. Todo está presente. Pero también todo está en otra parte y en otro tiempo. Fuera de sí y pleno de sí” (Octavio Paz).
La hilandera: Laura Castañón. De pequeña, le cuentan que ya jugaba con papeles en la cuna; luego fue pez, tallerista, programadora cultural, comunicadora profesional y bruja roja antes que novelista, que no escritora; esto lo ha sido desde mucho o desde siempre. Mientras crecía, amamantaba o cocinaba. Habitó hasta hace poco en la orilla de la literatura, en su contagio, en su inquietud. La oportunidad de la novela llegó a su vida en uno de esos marasmos con que la muy diabólica golpea y con la forzada quietud, la extensión de la palabra convertida ya en texto. 554 páginas que un 24 de abril de 2011 dijeron fin.
“La vida es la búsqueda constante de un interlocutor”, segundo arnés de la novela. La cartografía de las posibles relaciones amorosas se presenta en la novela de una forma exahustiva, reveladora, intensa. Los modelos de enamoramiento pasan por el escarpelo. El amor fraternal y protector; la pasión autodestructiva; El amor fou; la sugestión del incesto; los amores infieles; la clandestinidad amorosa; la dominación; el fantasma de los celos; el amor domesticado; la amorosa genealogía con los mitos familiares; el amor de pago; las ternuras implacables; “el desamor con vocación de perpetuidad”; los amores indelebles…
¿Novela del tiempo y la memoria? Sí; ¿novela de amor? Rotundamente, sí.
Las curvas y la tenacidad de la nodriza Camino, la locura de Sidra, el alma femenina de Manuel, los secretos de la prima Begoña, la relación epistolar, incuestionablemente íntima y desbocada de Aida y Bruno, la sombra de Asier, la inquietante lascivia de Bartomeu, la adhesión de Efrén, el inquebrantable, noble y leal amor de Andrés, la fascinación de Claudia por Ángel, la frescura de Paloma y Antón, las carnes pecadoras de los prostíbulos, los árboles frutales de Migio en ofrenda…“Sobrevivir es tan complicado que bastante tiene uno consigo mismo”.
Junto a estos dos temas cardinales conviven, en la vocación por contar, un ancho y nutrido tapiz de secundarios; complicado presentar esta elevada miscelánea sin revelar los sucesos y tramas que alimentan la novela. Un friso esculpido en el detalle, el mimo, la cita, la ocasión; nada de acopio gratuito. Impecable en la particularidad de una piedra que cambia de color, de una planta medicinal, del nombre y tejido de una prenda, de las rutinas que nos definen y nos devoran. Hay una labor ingente de indagación y documentación en el conjunto de las cincunstancias geográficas, históricas, sociales, políticas y picológicas, cierto, pero no menos destacable son la pincelada y el pormenor que convierten a la abstracción que son los personajes en ojo, temblor y médula.
Rigor, asimismo, en el espacio objetivo: Aller, Gijón, Oviedo, Madrid. Igualmente en el grano y el poro: cómo se guarda la ropa, qué ocurre en un cuerpo no tan joven, las peinetas de carey y los caramelos de violeta, la vida en un hueso de ciruela confinado a la eternidad del vidrio, la turbiedad del ópalo de un anillo, la contingencia de la palabra en dos que ya se lo han dicho todo. Escribe Pierre Bergounioux, en Una habitación en Holanda “los lugares que conocemos bien son aquellos que nos afectan directamente, aquellos cuya influencia, ambiciones, poder han sido para nosotros una amenaza continua, una incitación permanente a pensar, a actuar”.
La novela discurre en la estética realista. En mayor o menor medida escribimos para el lector que somos, quizá ahí resida, como material narrativo, optar por la saga familiar, la novela de personajes o la mitología de la sangre. Y todo ello con tronío para la agudeza y el ingenio: “Ya ves tienes tú razón: el sentido del humor es lo que nos salva siempre”.
Es una novela para lectores, lo es. Para el aprendizaje de eso que se resuelve en lo humano; lo es. En cuanto al estilo: corrección, riqueza expresiva, alta competencia lingüística, manejo de variedades lingüísticas: la palabra se agita, en su uso y sus registros, de ahí que tropecemos con localismos propios de la diglosia de la comunidad lingüística asturiana: neña, rediós, tracalexu… puro decoro horaciano. Brillan la técnica narrativa y las herramientas del lenguaje. Abandona la tercera persona en tres ocasiones: en el discurso epistolar que mantienen Bruno y Aida a través del correo electrónico; en el diario de Claudia; y en la destreza de Laura Castañón para el diálogo. Las reproducciones de las conversaciones entre personajes imprimen ritmo, caracterizan en la acción, y no mediante la descripción, el temperamento de los actantes del relato: técnicamente magistrales. Es muy difícil encontrar en los narradores españoles la habilidad para el diálogo: aquí soberbia. Buen artefacto. Sólida máquina.
Y hay pétalo. Y hay raíz.
[Publicado en El Cuaderno: Mensual de cultura, número 49, octubre de 2013]


jueves, 10 de octubre de 2013

Mi Alice, mi Munro

Octubre es un mes que siempre me ha dado y me lo ha quitado todo. A partes iguales. Un mes de vida. Pero mucha vida en su afirmación; en su negación. Donde he comprobado el valor de las cuotas del tiempo: cada uno adapta las suyas. Consume las suyas. Invierte las suyas. Acabo de enterarme de que le han otorgado, por Tutatis, el Nobel a la Munro (para mí Alice siempre será la Munro). Ha sido en octubre. Sucedió en octubre, un mes cualquiera, el color del otoño. El mar, en su extraña calma, duerme plácido. Un Cantábrico con apariencia de laguna. Él dijo: "inquietante". Y yo no paré de hablar. Nerviosa, supongo. Algo que ver con los principios. La Munro lo hubiera contado mejor. Se habría detenido en el personaje secundario que dormía sus jueves al sol, en el anciano paseando a su nieta, en las atléticas jubiladas en ropa deportiva. En los sintagmas que empleamos con sus pausas y sus atropellos. En la forma de sus cejas; en la forma de mis clavículas. En el detalle que es donde brota la vida, que no cesa, ancha y estrecha. La Munro no es de bodas, muertes o asesinatos. No. Qué va. Ella atrapa en las palabras el diablo de la cotidianidad. Las emociones mordidas. Los anhelos fallidos. La soledad. Ayer vi De óxido y hueso y pensé en la Munro. "Vivimos como soñamos, solos", Conrad. La quiebra, el miedo, la nada, el drama de los invisibles. "Porque todo es un lento bostezo. Y no me importa/apostar al fracaso [...]" escribe Benítez Reyes. Pues eso, que ayer Audiard y la Munro fueron uno en mí. Y hoy algo empieza. Y a ella, al fin, le han dado su merecidísimo Nobel. Y tú eres un hoy. En octubre. También. Tú, yo, también.