miércoles, 10 de agosto de 2011

El viejo aljibe



El ansia me lleva
El placer me decepciona
El deseo me recobra.

Édouard Levé, Suicidio.

De noche veían las estrellas desde el aljibe convertido en piscina.

Tú no preguntaste. Desmenuzaste allá abajo los detalles.

Lola despelleja el hugo chumbo sobre la mesa, bajo la luz temblorosa, farolas enmohecidas entre mosquitos, mantis, moscas como restos de la mañana: “Eres más falso que un almanaque”. Y ríes, “Vaya tela”. Las chicharras enfebrecidas cubren lo oscuro con un cantar de baraja, crujiente, de tierra vieja. Figuras de piel suben a la superficie como hilos de carne fresca, cuerpos vacíos de volumen, estrías entre el agua. Madre y niño como una mancha de aceite.

“Esa parece mirarnos. ¿Mami, tienen ojos las estrellas?”

La hija adolescente de la dueña, ensimismada, tararea voces antiguas, ecos ya esfumados, el viejo son de la supervivencia.

“En dos ocasiones casi me ahogo. Nunca más”, apunta la mujer con el cuchillo en la mano, un mechón de pelo, encendido como la lumbre, queriendo trepar orificio nasal arriba, metérsele por entre los adentros, como hombre en creciente. “Cuatro años de teta, mi sangre alimento, caliente y blanco, y mírala, perdiéndose por un imbécil. Igualita que su madre”.

La nena baila lejos en un oscurecer de algarrobos y olivos, en el mapa de esa piel nueva, aceituna y almendra agria, cadencias emergentes, su cuerpo abierto como un desagüe: todo aún por digerir.

La mujer patialegre sale del agua, en lento, se despereza desde esa coquetería tan suya: el modo en que dobla la rodilla, caen los ojos, sube el tirante mientras con el meñique derecho ciñe el bañador al ancho de la nalga izquierda; se sigue moviendo, tú fumas y la observas, lo vienes haciendo desde que han llegado a la casa, acechante, con la encina por tejado y los ojos trigueños.

Ella no sabe; ya no se acuerda de la última vez.

“Mami, no salgas, aún nos falta la luna”. Descalza camina por el canto de mármol, como si los pies silabeasen y esa luz, de cementerio, cincela sus bordes; tú masticas las aristas de sus rodillas, los filos de sus codos, los costados de donde arranca el temblor de sus senos. Te detienes en la rebaba de su vientre siguiendo los entrantes que la tela mojada hilvana. Remontas surcos arriba donde cabecea tratando de soltar la humedad que empapa su pelo. Es así como la miras, en silencio, entre conspiraciones, sorbos y humo. Se agacha flexionándose, conjurando su barbilla para que el niño siga la línea de sus ojos. Coge la toalla. De sus pies nacen dos charcos. Y tú simulas que es su voluptuosidad derritiéndose. Notas la lascivia como aguja entre los muslos. “Quisiera beberte”. En el deleite de mirarla la vas embalsamando. Coges el vaso y lo aprietas. “Lola, tráete más manzanilla”. La mujer posa fruta y cubierto. “Niña, estás tonta, mírala, Antonio, con esta calor y ahí metida. Ven que te refresque el agua”. Cascabeles y guadaña, te llevas el muñón a la boca, allí donde las comisuras, en el aleteo del salivazo retenido. Hueles la hembra que la habita.

Se envuelve en tela, avanza hacia la mesa y coge algo. Lo lleva a su frente a la vez que se ladea. El peine reglando líneas que surcan del nacimiento a la nuca su pelo. La boca se te seca, paladar contra lengua, emites un traquido gomoso. Guarda sus cosas en un cesto. Calza esparto. Ceñida con el paño se acerca a la escalera. “Sal, cariño mío. Mañana nombraremos más estrellas”. Y el niño, manso, envuelto en la calidez de la voz materna, a espasmos, como aspavientos de rabos de lagartija, se acerca al linde de la piscina, donde ella.

Esbelta como un Greco se lanza al agua la chica. En la juventud más obscena. Y hay jarana de insectos, aroma a tomillo, aquelarre de aves nocturnas. Ella lo espera para abrazarlo entre la toalla. Y tú envidias esa semilla de su cuerpo, ser arcilla para tus manos, cuenco del zumo que le nace entre las piernas.

Mientras lo seca, el niño cubre de besos su ombligo, pozo fértil. Ella desprende risa fresca que la hace parecer también niña. Y se van, a lo suyo, sin complacerte, dejándote fuera.

"Lola, esa manzanilla. Me muero de sed (y de ausencia)".