jueves, 25 de junio de 2009

Ada o el ardor




Nadie expone lo que ama a una aproximación desvergonzada, Robert Walser


Hace un mes despidieron a Ada. Su novio la dejó, vía e―mail, a las doce y cuarto: “Me planto. Te quiero con toda el alma, pero no puedo seguirte.” A las doce y media de aquel aciago día, de su jefe, director de teatro de la obra en que ella interpretaba a la Sra. Smith (con qué gracia declamaba Ada aquello de “Era el cadáver más lindo de Gran Bretaña”), recibió un correo electrónico: “Estás despedida. Eres una gran profesional, pero la crisis impone recortes en la política de contratación laboral de la empresa”. El antiguo amante y el firmante de sus nóminas eran correferenciales: Darío Ta―Pu Joy.

Fue Ada quien me regaló Ada o el ardor. Sabía cuánto admiraba a Nabokov (“Luz de mi vida, fuego de mis entrañas”). Con anterioridad a aquel obsequio, en el funeral de mi amor adolescente, me había confesado haberse acostado justo un día antes del óbito con ese hombre al que estaban enterrando; su liberalidad no dejaba de ser un ofrecimiento de disculpas. Cada hombre es el más amado cuando sucede. Se impuso el silencio. Dos o tres horas, ya no más. No soy rencorosa, además cumplo con cierto consejo, que una ya setentona mujer neoyorquina que vivía en su carne toda la melancolía de la era Kennedy me entregó en Central Park descalzas sobre la hierba (la reciprocidad en la desnudez de los pies une mucho) tras oficiar como su confidente. Traducido de verbo ad verbum, dice: “No sufras por un hombre: no merece la pena, todos son el mismo”.

Desde que compartimos aquel mortal del que yo fui alfa y ella omega, somos inseparables.

Mucho habíamos compartido Ada y yo recordando la descripción de los besos entre su homónima, en la obra del autor nacido en Petrogrado en 1899, y Van y su correspondencia con aquel episodio de mi educación sentimental (o sexual). Aquella noche de confesiones yo le había contado que aquél que nos había unido, también se había aprendido mi rostro, nariz, mejilla, mentón, como Van con Ada “todo era de tal dulzura de contornos”, cuando éramos adolescentes. También mi lengua le fue prestada como “Una gran fresa hervida, todavía muy caliente”. Del mismo modo, después de largas horas de besos ardientes con “la congestión brutal de la carne escondida” había bajado mi mano a su bolsillo, “Es ahí donde tengo las llaves de tu casa” y como Ada, con la barbilla irritada debido a las horas de incipiente barba de efebo restregándose y restregándose sobre mi piel, la introduje para retirarla al momento. En mi caso, asimismo, “Huelgan los comentarios”. Reímos.

Nos habíamos desternillado, también, cuando ella me habló de su primera vez, en un confuso idiolecto recordó la boca de esponja y la carne en derrumbe de su viejo amante. “Fue mi profesor de filosofía, nacido en 1958. La culpa la tuvo Die Welt als Wille und Vorstellung. Empezamos por Spinoza para acabar en la obra de Arthur Schopenhauer: con la introspección llegó al conocimiento de mí misma.”

El relato se convirtió en una novela folletinesca. Cada noche una entrega. “Hamacas y miel”, siguió Ada.

“Mi segundo hombre también fue mi mecenas. Yo le entregaba mi cuerpo a cambio de libros: Tolstoi, Turgueniev o Iván Turgénev ―salmodiaba con acento ruso― Dostoievski y Chejov; prostitución o cambalache. No importa: él me dejó la piel cubierta de letras, cirílicas, por descontado. En la intimidad me llamaba Lara, obedecía aquel alias más que al personaje de Pasternak, a la belleza de la actriz que lo interpretó. En su fantasía pretendía recoger la hermosura de Julie Christie (triunfó David Lean: la imagen se impuso al texto); yo, sin embargo, nunca logré ver en él a Omar Sharif, limitaciones del oficio. Entonces: bibliófila meretriz.

El tercero me contaba cuentos. Luego supe que aquella lección de Sherezade (y no me refiero al ejemplar de mi admirado Enrique Lynch), aquella explosión narrativa que tan bien empleó en su flirteo era fruto de una impostura: sus relatos, aparentemente nacidos de su don para la literatura oral, casi todos eran fragmentos de dos novelas: La muerte de Virgilio y Paradiso. Después vino el poeta que se derramaba en mí con versos de Manrique, Pessoa, Kavafis, Eliot, Rimbaud o Vallejo (“Descubrí que no había más que locura / en la relación de los cuerpos”, A. Gamoneda). Me cansé de sus hiperbatones, sinalefas, sinécdoques y algún que otro, más pronto que tarde, encabalgamiento abrupto.

El historiador del arte en cuya habitación gris, sobre una cama entelada de azules, orientada a poniente (la luz tamizada a través de un panel japonés), agarrada al negro cabecero, descubrí los volúmenes, el delirio congelado, la construcción primaria de Kazimir Malévich me ha dejado cierta grieta por donde me entra el frío. Siempre que practico la postura de la amazona me falta en la pared Círculo Negro. Así que cuando amo en las alturas, sólo acepto la postura de la libélula, no miro la pared; si no, me refrigero y me frigido. La ausencia de Malévich, supongo. Extrañas sinestesias.”

Todas las emociones se manifiestan en pulsos, en máximos y mínimos, en palpitaciones. Por eso a veces tenemos la sensación de oleadas de calor o de una suerte de hielo emocional. Yo le dije. Ella asintió.

Fue una larga Bildungsroman (o novela de formación). Tuvo, como todo, su fin.

Desde Darío Ta―Pu Joy Ada está triste. Ya no salen historias de su lengua de fresa.
Que ha perdido el verbo. Que ha perdido la voz.

Hemos leído juntas, Remedia amoris, El shock sentimental y un largo sinfín de manuales de autoayuda. Ada sigue triste: sin novio, sin jefe, sin pasión. Para superar el nefasto trípode Ada llevó a la práctica una recomendación de esos diarios de naufragios: “una mancha de mora con otra se quita” o “un clavo saca a otro clavo”. Ni a ella ni a mí nos seduce la poética que se esconde tras esa suerte de aforimos porque para cualquiera existe su antónimo, “el tiempo perdido nunca se vuelve a encontrar”, no dejan de parecernos bastardos del conformismo. Sea lo que fuere y habida cuenta de la situación dramática, que no trágica, Ada “tomó el toro por los cuernos” y como “cuando el hambre entra por la puerta, el amor se escapa saltando por la ventana” entregó su currículum al mercado laboral y se puso a buscar novio. El único trabajo que obtuvo, la crisis, la crisis, fue de limpiadora en un gimnasio.

“Allí no se liga nada”, me dice “Todos los heterosexuales no pretenden más novia que la tableta de abdominales. La gente de ese continente está muy mal. Mujeres castigadas por instrumentos de acero más propios de la Inquisición tras el Concilio de Trento que de los rituales de belleza de Cleopatra, estresadas por ganar tiempo para sus clases de Body―tono, Pilates, spining entre trabajo, familia e intendencia doméstica, alimentándose de barritas energéticas y batidos de esteroides y aminoácidos que sólo les recuerdan el hambre que pasan, encanalladas por el monitor gomoso y neumático (un sadomasoquista enfundado en unos mini shorts y encorsetado por una camiseta de tirantes carísima que se disfraza de entrenador personal para dar rienda suelta a su satiriasis).
Por probar, asistí a una clase de G.A.P. (siglas de glúteos, abdomen y piernas) con mi mejor cuerpo en mi mejor modelito (me había gastado en la ropa deportiva el primer mes de sueldo). No sólo me destrocé la cara interna de los muslos, el fisioterapeuta diagnosticó: contractura muscular en aductores, lo que me impide jugar a lo que tú y yo sabemos, sino que los dos únicos hombres a los que dediqué mis esfuerzos en esa sala húmeda e infecta eran un gay declaradamente enamorado del monitor que no cesaba de repetir "Con las agujetas de ayer ¿es que sólo me duele a mí el culo?" y Pajovsky con su chándal de siempre y su mirada babosa (debo llamar a Pablo Rivero y decirle que su personaje se ha hecho viejo y que ha sustituido las vistas de la playa por la fila final de las clases de G.A.P. en los gimnasios; en su conducta, maneras y mal disimulado onanismo lo reconoceréis).
Oye que lo dejo, que ni obtengo un salario digno, ni me ofrece ajuntamiento con hombre fermoso.”

Ahora Ada sólo se relaciona con el sexo contrario a través de internet en foros de gente que busca pareja: “Duran poco, te enamoras cada dos días, ayer un juez con el que compartí una botella de vino virtual me duró tres horas, con lo ebrio vino lo soez, eso sí en italiano. Cuando se emborracha, escribió con faltas de ortografía, que le daba por ahí. Luego un francés afincado en Barcelona: sólo quería lo que quería. Más tarde tropecé con un electricista- fontanero, 37 años, divorciado, madre holandesa, vivienda en Salou, que tras dos días se ofreció a revisarme la fontanería en agosto. Lo interpreté en sentido figurativo y lo expulsé de mis contactos: no admitido.”

La última conquista es un hombre tímido que inició su conversación con Ada a las seis de la tarde con la siguiente frase de entrada: “¿Ada o el ardor?” y terminó su conversación con mi amiga a las dos de la madrugada con el enunciado “Vámonos a la cama”.
Ada no está. Ada se fue.


Ada no coge el teléfono. Ni viene a tomar cañas por Santa Ana. No lee, ni me regala su espléndida ficción: ha perdido peso y manifiesta irritabilidad, si no tiene un portátil entre sus dedos. Ada de nuevo enamorada.

Él se hace llamar Van, ella sigue siendo en su idilio de internautas Ada. Viven en un bohío virtual en algún territorio digital localizable por el mar de las Sirtes.

¿Dónde el anhelo de verdad?

Ella dice que es amor, idealismo erótico y pasión del tipo de ardor carnal que siempre sintió al trascender las páginas de Nabokov.
"El cuerpo, negando a Spinoza, a estas alturas y con lo que una ha vivido", sentencia, "es lo de menos".

lunes, 22 de junio de 2009

Blanco

“El silencio de la nieve, pensaba el hombre que estaba sentado inmediatamente detrás del conductor del autobús. Si hubiera sido el principio de un poema, habría llamado a lo que sentía en su interior el silencio de la nieve.” O. Pamuk

Acabo de entrar en Paseo Recoletos 21. Me siento donde me dejan. Café con leche, por favor. Gracias.

Arte, Yasmina Reza, en el teatro Alcázar, 20 de junio de 2009, Madrid. Un cuadro blanco, tres arquetipos de comportamiento, una amistad. El sarcasmo. La crítica. Recuerdo ―mientras miro el azúcar, también blanco, que por efecto del proceso físico de la polarización se va diluyendo en el café, como las palabras que nadie retiene, el peso del helio― una frase que subrayé en un libro de Yasmina Reza, “Ser adulto es estar solo” (Jean Rostand). “Dios no juega a los dados”. También lo leí, esta vez en caligrafía de Coetzee. Y la portada del libro era blanca (Diario de un mal año). Hablaba del paso del tiempo, de la vejez, de la reflexión de la contemporaneidad y de Kant y su percepción de la realidad: lo que menos importa es la verdad, la necesidad como andamiaje lo sustenta todo, la percepción es lo único que realmente nos interesa (sujeto más objeto).

Cuatro a lo sumo cinco son los temas que al artista obsesionan para dejar constancia de que fue, de que más allá de su discurrir, él superó al tiempo, creció, lo venció. “Quizás pueda derrotar a Kramnik, pero no al tiempo que pasa”, Kasparov. Sigo mirando los cómodos sofás rojos del café, el Paseo Recoletos a través de una ventana, distante, las mesas contiguas a ellas se encuentran esta primera mañana de estío (qué deliciosas las estaciones, la meteorología secuenciada), sospecho que siempre, retenidas por alguna pluma que escribe o finge escribir observando el mundo. Él quieto. El redivivo camarero, oscuro, contando las monedas que resbalan y crujen entre sus dedos sucios, atrofiados, el tiempo, las noches sin dormir, la artrosis creciente, se me acerca, me entrega un papel de un rosado perspicuo, tres con cuarenta (la letra inclinada, abandonada, harta de ser siempre la misma concubina no se deja acompañar de la moneda en curso). No importa. Viene dado. Estamos en España: todo es contingente, nos alimentamos de la amnesia.

Me ha gustado la obra, escritura y espectáculo. Siempre que voy al teatro pienso en Lorca: la letra que toma forma, donde las palabras se levantan, se adhieren a quien las escucha, se abrazan a sus adláteres; se rebelan, en el otro, de su condición: pequeñas anarquistas (lo que menos les gusta del poder es el propio poder). Un cuadro blanco, cincuenta mil euros. El arte: puro mercado. ¿La literatura?

Pensaré aún más en ello cuando llegue a mi ciudad, un triángulo verde, últimamente una colonia de Mordor (la luz se ha ido) y pueda leer los artículos atrasados de estos dos días de ausencia en el periódico local y encuentre, entre ellos, un homenaje que un periodista y escritor, le dedique a un editor, callado, en blanco (no aparece en los grandes catastros, ni en el escrutinio de las finanzas editoriales), un falso albino (bajo él un gran palimpsesto) que impulsó y dio forma a dos de mis libros preferidos (Últimos ejemplares y Los caballos azules), que mima y protege la poesía. Acaso al poeta (Occidente).
Álvaro Díaz Huici.
No me apetece que sea un sin nombre. “Un hombre no es una isla”. Él es un hacedor de historias: las empuja, las enluce, las recoge, las copia y nos las enseña. Sin blanco. Aunque él sostenga varios colores del espectro literario (de donde su luz), sobre el papel de la paraliteratura es blanco: hueco o intermedio.

Pero ahí, sentada observando las manchas que ofensivas reducen la pretendida aristocracia del uniforme de camarero, aún no sé que reflexionaré sobre ello. Sigo en Madrid. No regresaré hasta mañana.

Revuelvo el café, casi frío. Se me ha ido el tiempo. Parece que hace apenas media hora salía del museo El Prado. Han trascurrido dos.
Él nunca se detiene.
Tic. Tac.

Los blancos de Sorolla. La nieve que todo lo lava. El estallido de luminosidad que no me permite mirar fijamente los árboles a través de la ventana. A mi derecha una placa que alude a mi ciudad, a un premio de novela, 1989, antes Fernando Fernán Gómez. Las mesas son de mármol. No blanco.

Estaba, sin embargo, reflexionando sobre Sorolla. Más complejo de lo que esperaba. El desarrollo de su yo: sutilmente audaz, social, convencido de su don, plegado a la familia, la nación y la costumbre: un integrado, gregario, endógeno. ¿Por qué sospecho que miente? Es tan agudo en su técnica, tan acertado en los matices de la luz y la riqueza nutricia de los blancos; tan pornográfica su dedicación a la sociedad y a la familia que me pregunto dónde se halla el detalle que me hizo captar la sospecha de la hipocresía, el gesto huidizo, apenas un surco rosáceo en sus opalinos blancos. La errata.

Pago mi consumición. Me fijo en el velo que cubre los ojos del hombre que me cobra. Se ha acostumbrado a no mirar.

Ya sé. Capturo la grieta: en la entrega al cuerpo femenino.

El color, la morbosidad, la calidez turbia de ciertas pinturas, pocas. Y esas nalgas desfloradas (profanadas por la mirada que pinta, el ojo que contempla la ficción superando la línea realidad―percepción). Lo delata el fanal que alumbra al que observa el lienzo.
La sensualidad de La bata rosa, me perfila un Joaquín vivo, erótico, esquivo con la monotonía, adepto a la capacidad de desear con la firme seguridad de que es aquello tan sólo probable. Muy poco. “Dios no juega a los dados.”

Ella le pidió que la pintara desnuda, un homenaje velazqueño. Sumiso aceptó, sólo era una representación más de aquella abstracción llamada burguesía.
Pinta a tu esposa desnuda; píntame.
Me pondré de espaldas, seré tu Venus de Milo. Destaca que mi mirada reposa sobre nuestro anillo de boda. Pontifiquemos la sagrada alianza: eso justificará el atrevimiento. La lúbrica desnudez. Joaquín esposo dijo sí. Lo efímero, lo momentáneo tomando forma y peso en la plasticidad sonrosada. Ella reposando en el cuerpo de Clotilde.
Seré libidinosamente hermosa para todos. Una dedicatoria a nuestro amor sobre las líneas del tiempo.
La mujer se muestra abierta: en carne, al deseo, hacia el hombre; todo lo que anuncia empieza donde termina su espalda.
Joaquín baja la mirada, se mira la bragueta. Ella sabrá que la Clotilde de
Desnudo de mujer es ella; a la esposa, en su código privado, entrega para la posteridad María Clotilde. Era una ofrenda. De amor. Por supuesto.
La otra se reconoció en las telas. Y entendió.


Y este extraño afán de darle vueltas a todo se queda sin más entre las monedas que entrego al hombre mientras doy las gracias, me dirijo hacia la puerta y no miro hacia atrás. Más allá del postigo que linda con la calle, Madrid es una ciudad explicativamente blanca. Como la obra de Yasmina Reza. Como la solidez pictórica de ese color en Sorolla. Como los impulsos sabios que se esconden tras el arte (tiempo, editores, musas).

Como el silencio.

Como la nieve.

viernes, 19 de junio de 2009

El virus del lenguaje

Tengo una amiga. Se llama Marta.
Es pequeña y suave, pero no de algodón y sí tiene huesos. Vive en un territorio lingüístico, una pesadilla de códigos, límites semánticos y trampas fonéticas. Le gustan los palíndromos (ahora no responde por su antropónimo, sólo si la llamas Tamar), como remoquete esta semana ha elegido Súcubo y como país Mali, su gentilicio maliense, su comida importada de Bamako. Toda infiel, salvo a la lengua. Siempre el castellano o español: la única certeza que la sostiene (“¿Aún no te has enterado de que 450 millones lo hablan? Tanta grey no puede confundirse.”)
Se enamora de las palabras, la seducen, la infectan y la habitan. Recorre con sus dedos la caligrafía, se diluye en la letra del abecedario elegida esa mañana para su idiolecto, si el diccionario no le da el verbo o el sustantivo o el adjetivo con los que atrapar sus ideas, no hay proposiciones ni formas lógicas: se comunica con silencios, cinésica y proxémica. Como Debussy dijo de Stravinsky “Parece que Stravinsky escribe música con medios no propiamente musicales, de la misma forma que los alemanes intentan fabricar bistecs con el serrín”. Marta hace del lenguaje una forma de vida, unas hebras que no son las estándar. Una savia subrayada; sus amores son implementos, complementos, aditamentos o un mero predicativo. Su jerarquía en las relaciones: comparativo, superlativo relativo y superlativo absoluto. Ayer le dio por la P, “Padezco pirexia, pelillos a la pleamar”. La paranomasia: su vicio. Confeso, al menos.

Ayer la güija pintó en C. No decidió mi amiga; esta vez la forma se impuso a la sustancia.
Un cáncer cervical carcome a la caliginosa Marta.

miércoles, 10 de junio de 2009

Primer relato: la creación

Recuerdo mi primer cuento. Mi primer libro. Mi primer cuaderno.

Al principio fue una urticaria, luego una alergia, para finalizar en una enfermedad crónica.

Hubo un tiempo para la amistad, para el amor, para el vientre, para el cine, para los viajes, para las fiestas. Todo de algún modo tendió a repetirse: se convirtió en memoria. La literatura, sin embargo, se inicia cada vez que abro un libro, lo huelo, me arrumbo sobre él y sucede.

Qué menos que regalarle, en esta iniciación, un poema a la literatura que alguien en un acto de amor me entregó a mí; que siga la cadena.

Creía yo

No a todo alcanza Amor pues que no puede
romper el gajo con que Muerte toca.
Mas poco Muerte logra
si en corazón de Amor su miedo muere.
Mas poco Muerte logra, pues no puede
entrar su miedo en pecho donde Amor.
Que Muerte rige a Vida; Amor a Muerte.

Macedonio Fernández dixit.