viernes, 17 de diciembre de 2010

La ye o y griega (i griega, en fin)

Ambos están convencidos
de que los ha unido un sentimiento repentino.
Es hermosa esa seguridad,
pero la inseguridad es más hermosa.

Imaginan que como antes no se conocían
no había sucedido nada entre ellos.
Pero ¿qué decir de las calles, las escaleras, los pasillos
en los que hace tiempo podrían haberse cruzado?

Me gustaría preguntarles
si no recuerdan
-quizá un encuentro frente a frente
alguna vez en una puerta giratoria,
o algún "lo siento"
o el sonido de "se ha equivocado" en el teléfono-,
pero conozco su respuesta.
No recuerdan.

Se sorprenderían
de saber que ya hace mucho tiempo
que la casualidad juega con ellos,

una casualidad no del todo preparada
para convertirse en su destino,

que los acercaba y alejaba,
que se interponía en su camino
y que conteniendo la risa
se apartaba a un lado.

Hubo signos, señales,
pero qué hacer si no eran comprensibles.
¿No habrá revoloteado
una hoja de un hombro a otro
hace tres años
o incluso el último martes?

Hubo algo perdido y encontrado.
Quién sabe si alguna pelota
en los matorrales de la infancia.

Hubo picaportes y timbres
en los que un tacto
se sobrepuso a otro tacto.
Maletas, una junto a otra, en una consigna.
Quizá una cierta noche el mismo sueño
desaparecido inmediatamente después de despertar.
Todo principio
no es mas que una continuación,
y el libro de los acontecimientos
se encuentra siempre abierto a la mitad.

Wislawa Szymborska, “Amor a primera vista”

Leo en la prensa que los polacos aprenden a amar las matemáticas. Bien. Muy bien. Sale en el periódico de mi país de mayor tirada. Doy un paseo por la villa en la que resido y me acerco hasta la librería a buscar un encargo de mi jefe de Departamento. Es un lugar en medio del centro histórico donde los libros se amontonan sin aparente orden, con una liberalidad propia de un humanismo laico pero mediterráneo; dicho de otro modo, un germánico no pasaría del umbral. Doy la cháchara con el librero y pienso en un gran amor ese que te lo lleves donde te lo lleves siempre sale con un libro escondido: adoro esa dolencia suya, esa suerte de cleptomanía que lo hace aun si cabe más deseable a mis ojos, a mi alma, a mi logos.
(No te hagas de nuevas: bien sabes que eres tú.)
Y el hombre en un giro de la conversación va y me dice que tiene reservadas para los magos setenta ortografías. ¡Setenta ortografías! En un mundo de un materialismo mordaz, de una crisis descarnadamente prefabricada, de una impostura desnuda por el efecto WikiLeaks, este amor, esta inversión, esta usurpación al vil metal es una perla. El hallazgo me tuvo contenta: los aromas de la papelera, espliego; la playa, luz de mis días; la revelación de que mi asignatura y yo (que no ella a secas) es considerada por mis bachilleres la más difícil después de Física y química y Matemáticas, un premio por el rigor de lo científico para con el lenguaje. Todo me parecía justo, armónico, exacto: el mundo merece mi aquiescencia, invitaba a pensar mi gesto.
Y sospeché que algo así debio de haber ocurrido en el origen de la fortuna de los estomatólogos, alguien encargó una boca bella para sus hijos y todos vieron la luz y el buen camino, así que lo siguieron: tener una dentadura blanca y alineada era síntoma de estatus. Los créditos por bocas sanas crecieron a la par que las cuentas de los dentistas, y ahí donde había dientes, luego síntomas de promoción social. La analogía cae por su propio peso: un impulso al idioma. Los ascendientes de los alumnos de mi instituto invierten en la expresión de sus hijos. Yuju. Y bajé las calles del casco antiguo como la atleta con dopaje a rebufo de una ilusión, de un futuro, de esa quimera que tiraba de mí por lo luminoso:

―¿Usted dónde va? ―Me pregunta un policía local.
―Hacia delante, como siempre.

Yo allí vivo entre el instituto, el cuartel de la guardia civil y el polideportivo municipal. Un enclave estratégico, en Troya, más o menos.

Y con los papinos rojos por la carrera, el brillo en la mirada, la fiebre en los extremos de la lengua se lo cuento al primer compañero con el que me tropiezo por los pasillos.

―¿Tú ya sabes que los Reyes son los padres o no te has enterado, guapina?

Y miren que las inferencias se me dan bien, pero debía de estar un poco espesa por la subida de la candida albicans, un hongo que dice mi amiga Helena que está presente en todas nosotras y que se alimenta, el muy troglodita, de los hidratos de carbono propios de verduras y frutas, alimentos ávidos para mi apetito más ahora que me he vuelto vegana (por esnobismo y porque odio comer sola así que no cocino: picoteo frutitas y verduras frescas aquí y allá), de ahí que tenga a la seta zampona que me habita las mucosas hartita como un petauro e hinchada cual garrapata. Bef.

Va a ser que no. Que todos a quienes fui con mi historia me miraron desde la rareza y no desde el asombro. Nadie festejó mi noticia.

¿Y? Distinguía Ángel González entre futuro y porvenir y el primero se hacía, era posible, estaba en construcción. Humanos perfectibles.

Pues eso, yo vivo en un lugar donde quiero pensar que si mi asignatura es difícil es porque exijo, que si se vende literatura es porque los infectamos con entusiasmo y que mis chicas y chicos, gracias al empeño de los profesores de mi Departamento, están aprendiendo a amar la lengua.

Que dónde vivo. Llamémosla Polonia.

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