domingo, 29 de mayo de 2011

Gijón 27M


Cuando estudiábamos a Goya mi profesor de pintura me decía mira la sique, Natalia, mira la sique: el sordo solo pintaba eso. De pie entre tantos que como yo habían leído en verde sobre blanco "A las siete concentración en el Parchís por la carga contra los compañeros de Barcelona" solo tenía ojos para la mirada de Jovellanos sobre la Plaza del Marqués. Parecía recordar errores y vicios humanos, extravagancias y desaciertos, como si desde esa extraña mirada de languidez susurrase: la trama es siempre la misma apenas cambia el escenario. Él, que fue vilipendiado, perseguido, encarcelado, exiliado (de todo ello muy bien ha escrito el poeta de Albacete vestido de biógrafo para la ocasión en Jovellanos o la virtud del ciudadano, Editorial Trea), desde lo alto diríase que observa y, a su pesar, calla.

Mi amigo Luis, compañero extraordinario de este curso en el exilio naviego, optimista contumaz, a quien la hora, el día, un encuentro casual nos hicieron compartir el espacio silencioso de aquella protesta, no dejaba de sumar la gente que se iba agolpando en las proximidades del ayuntamiento, “Mira cada vez somos más. Bizarra, rica y especiada mezcla. Estamos indignados”. Pero en el cristal jovino había algo de ida y vuelta, algo de la sabiduría del burlado, algo de la fatiga de lo humano. Desde allí arriba yo lo imaginaba negar con la cabeza.

―¿Por qué estamos aquí? ―preguntó Luis al pequeño Teo.

―Porque el gobierno no nos escucha. Y porque pegaron en Barcelona a los que pedían ser escuchados.

―Los niños siempre te sorprenden.

Luis me miró con el brillo del que cree en el porvenir. De los que se fían de los tipos que aprietan la mano en el saludo, de la presciencia de los niños que acompañan a su madre a una manifestación, de la sana deriva de este movimiento que nació para recuperar el valor de un anestesiado civismo. Jovellanos más sagaz que nunca: “Yo también pagué el peaje de seguir la brújula del deber social”. Porque el compromiso obliga; te habita y en ello crees que todo es posible, no calculas el límite de tus fuerzas, necesitas ver en la mente de los demás lo que ilumina la tuya. El entonces valido del rey, el Conde Duque de Olivares, sangró España en Flandes, Napoleón hirió de muerte su imperio en la fría Moscú, Larra en la incomprensión de un mundo ciego a la deriva se agrietó el cráneo.

“Ser joven, yo también creo que lo soy. Entiendo que serlo es tener que resolver la vida, y yo no la tengo resuelta ni consolidada… con mi rebeldía, creo que soy el más patriótico de todos mis contemporáneos. Y creo que siendo la gobernación actual cosa tan detestable y aborrecible, colaborar a la obra del Estado, es contribuir con nuestro esfuerzo a la perdición de España. Yo, cuando alguno de mis amigos se hace político ―¡político!-, y como tal se encubra y medra, dejo de saludarlo.” Valle―Inclán es uno de mis brillantes mentirosos favoritos.

Ser joven, quizá era lo que hacíamos ahí reunidos: ser jóvenes porque no tenemos la vida ni resuelta ni consolidada; ser patrióticos por rebeldes; ser maleducados y retirar el saludo a los políticos.

Mientras, Jovellanos, fosilizado en un retrato goyesco, desde su sique nos sometía a la implacable vejez. Y él fue un tipo que las vio venir. Amén.

domingo, 15 de mayo de 2011

Veneno, mentiras y besos


"No es de muerte natural como muere un amor genuino, sino bañado en sangre, bajo los golpes que le asesta otro, no necesariamente genuino -porque allí las leyes del amor, ciegas a los títulos de nobleza, no tienen ninguna misericordia- pero sí oportuno y, sobre todo, impulsado por esa crueldad entusiasta que anima a todas las emociones jóvenes."

ALAN PAULS, El pasado.

Una mañana descubrí que me gustaban los mentirosos. Esas personas capaces de rebelarse a través de la ficción que vampirizaba una vida gris. Bábel comienza uno de sus relatos de este modo “Yo era un niño que contaba mentiras”. El bello Alan Pauls ve en la literatura un modo de mentir compulsivamente sin sufrir las consecuencias que el embuste deviene en la vida real. A mí me gusta que él encadene mentiras, una tras otra y yo juegue a descubrir cuál fue la primera, el privilegio, el dispositivo que activó ese constructo. Leo a Batuman (Los poseídos: inteligente, infecciosa, divertida, llena del arte de narrar, del arte de pensar; enferma de la gran literatura) y ella me recuerda qué hizo Cervantes con El Quijote y cómo lo supo explicar Foucault: esa suerte de no ruptura entre vida y libros: en ese manual de lo humano donde todo confluye. Mentira, ficción, vida.

Creo que me enamoré de él en uno de sus relatos. Una tarde, mientras preparaba una clase sobre narrativa para mis alumnos de primero de bachillerato. Me infecté de su belleza: aquel lenguaje donde de un modo u otro todo flotaba y yo me permitía inventar ese aquel que desde su lado me contaba. Todo amor tiene un epicentro, ese segundo que luego se recordará pero que nunca fue contemporáneo a su alumbramiento y que como una plaga se propaga lleno de proyecciones y sueños y deseos.

Alimentado por la ficción germina.

Podría haberme cruzado con él hace años en un bar de adolescentes, tímido y lúbrico, enfadado con su origen, aventurero de formas de familia alternativas. Tal vez él me hubiese mirado desde el fondo, allá donde entrañas, semilla y sangre, empujan la vida para que estalle, aquí, allí, junto a esa parte a la que deseamos arrojarnos y a ella adherirnos. Acaso lo hizo y entonces pudimos citarnos una tarde de verano en una fiesta, él me vio en bikini, la playa, un tipo de fiebre, le gustó cierto desparpajo, una coquetería incipiente, le propuse encontrarnos a media noche en el barco. Pero él tuvo que irse: su cuerpo no soportó el vaivén de lo flotante: un vómito patológico lo alejó de mí para siempre. Quién sabe si se preguntó todos estos años qué fue de mí. Si intentó localizarme, soltera o casada, con o sin hijos, con un máster en finanzas, directora de algún departamento, madre de familia, colaboradora en una ONG, discapacitada, enferma. Igual fue un mediodía febril, él salía de una librería y yo entraba. O aquella tarde en que subía la cuesta en dirección a mi nueva casa en un barrio obrero, en el este de mi ciudad y él bajaba la calle con una mujer alta y colgante. También pudo mirarme y yo a él. O no. En su lugar, otra celebración, ya de treintañeros, recién casados, sin más ojos que los de la carne que nos posee. Richard Ford escribió por voz de esa madre en Incendios algo así como que a veces a quien no podemos decir no es a nosotros mismos. Todo se alza, se revuelve, se cifra en un gesto, aquel mal pie, una palabra torpe; lo que no hicimos, o sí, lo que no dijimos, o sí, lo que no fue aguijoneado en la determinación o excesivamente alentado. Ese punto en el que todo empieza a caer y como en el origen tampoco es coetáneo: se regurgita en un recuerdo rumiante. Primero como una mancha de humedad que el tiempo convierte en techo mohoso. Luego pudre.

Me doy cuenta de que el tema es lo de menos, es el mismo, porque lo que cambia en realidad es la forma de narrarlo. Mentiras. Eso es lo que me condujo a la última novela de Javier Marías (Los enamoramientos): “Hasta los encaprichamientos más pasajeros y leves carecen de causas”: una vez más el amor problemático; sus trampas, su enganche, las grietas por donde todo fluye y se escapa. Una mujer se enamora de un canalla pero se queda con la épica. No sé qué hombre me lo escribió en una carta de amor. Pero yo, diestra en los diálogos de cine negro, le contesté "Cuidado con las chicas de rostro infantil, en mí hay 50 kilos de veneno, mentiras y besos" (China girl). Como a veces la vida pesa precisamos de la ligereza de lo falso, esa adulteración de días y noches, piernas abiertas, ojos embriagados, el susurro de él engañando tu alma.

Miénteme. Anda, miénteme. Y él obediente como la melancolía en lo bipolar altera la existencia: había una vez un astrónomo sirio… Miénteme y seré para ti esa chica mala llena de veneno, mentiras y besos.

jueves, 12 de mayo de 2011

Tratado de avicultura o esa clase de amor


Yo era muy pequeño y el recuerdo apenas es un borrón en mi memoria. Mi padre me regaló un nido con dos polluelos que rescató del alero de la vieja casa materna. No sé cómo se las arregló, pero consiguió atrapar también a los padres, que me entregó acurrucados junto a su progenie, los cuatro mirando a su alrededor con los ojos aterrados por el terremoto que suponía aquella mudanza en brazos de un niño de tan corta edad.
Aquella misma tarde regresábamos a la ciudad y mientras mi padre discutía con mi madre por el exceso de equipaje y ésta trataba de embutir en el maletero un número a todas luces exagerado de sacos de patatas que algún familiar le había regalado, yo me acomodé en el asiento trasero del veterano Simca 1200 portando en el regazo lo que consideraba un tesoro de valor incalculable.
Cuando llegamos a casa cuatro horas después, los pájaros adultos ya habían muerto.
Me recuerdo cebando a los dos polluelos huérfanos con migas de pan empapadas en agua. Aquellos minúsculos hatillos de plumas y huesos devoraban con avidez. A la mañana siguiente yacían inertes en mitad del nido.
Comprendí que mis esfuerzos habían alimentado sus pequeños cuerpecitos pero no habían logrado dar sustento a su espíritu, que hubiera necesitado del gusto secreto del alimento regurgitado por sus propios padres.
A los diecinueve años mi familia me costeó el carnet de conducir. Tardé un tiempo en viajar por carretera pero tan pronto como lo hice descubrí que, si estás atento, puedes disfrutar de cuando en cuando del vuelo circular de alguna ave de presa que otea la mancha verde que se extiende a ambos lados de la autopista en busca de presas ocultas entre el follaje. Siempre me ha fascinado esa imagen.
Ahora que voy ya por la cuarentena, sé que algunas aves solo alcanzan toda su majestuosidad cuando extienden las alas y se dejan mecer por los vientos.
Libres, salvajes, solas.
No ignoro que la belleza no reside necesariamente ahí. Se puede criar un hermoso guacamayo o un jilguero cantarín en una jaula. Pero si te encaprichas de un águila o un búho real debes saber que tendrás que dejarlos volar libre siempre que puedas, y permitirles que devoren algunos bocados de la presa aún caliente a la que hayan dado caza, porque eso alimentará sus espíritus al tiempo que un pienso artificial da sustento a sus funciones vitales más básicas.
No sé si se entiende todo esto que cuento aquí. Es que sé que cuando estés de ese lado extenderás tus alas y el viento te llevará a un paraje donde atraparás el fugaz tiempo feliz. Y me alegro porque sé lo que eso significa para alguien como tú y cuánto lo necesitas.
Tuyo.