viernes, 25 de noviembre de 2011

Lucia di Lammermoor (I)

Para Lucía que me acoge y me cuenta historias

"Se miraron de ventanilla a ventanilla en dos trenes que iban en dirección contraria; pero la fuerza del amor es tanta que de pronto los dos trenes comenzaron a correr en el mismo sentido"

Ramón Gómez de la Serna

A Tomas desde pequeño le gustaban los fantasmas.

A Lou las películas de amor.

Ella vivía en un pequeño apartamento con cactus porque era un tipo de planta que no necesitaba agua; con marcos de fotos comprados en las tiendas chinas porque los modelos que servían de reclamo al quicio, recortes de revista, siempre tenían ese glamur francés de posibles protagonistas masculinos de una de sus películas preferidas, Le feu follet; con muebles para restaurar porque así no tenía que decidir dónde situarlos.

Todo abierto igual que las preguntas de los alumnos en el aula.

Lou solo se permitía un trío de derroche: compraba perfumes franceses, lencería de puntillas, encajes, déshabillés y una especialidad difícil de encontrar de galletas del land de Leipzig, Stollen, cuyo ingrediente principal era una mantequilla de gran calidad que se obtenía a partir de una raza de vacas oriunda de un cuadrante geográfico alemán desconocido para todo aquel que no hubiera nacido allí.

Lou imaginaba que en otra vida había sido una prostituta de talle prerrafaelita, en un local de lujo: mujeres retratadas por Bertrand Bonello en Apollonide. "Qué injusta es la belleza" -Lou se protegía.

Tomas desayunaba té con pan negro. Acababa sus abluciones matutinas con una ducha bien fría. En la danza del amor le gustaba dominar las técnicas linguales: los golpecitos apicales eran su especialidad, así que después de una buena friega con pasta dentífrica de farmacia, aquella que estuviera de oferta, hacía gimnasia con la boca, uno dos, uno dos, mirándose al espejo del baño: los días de autoestima elevada recordaba que alguno de sus amores le había dicho que se parecía al actor francés Maurice Ronet.

Amaba su trabajo. Inglés, alemán, francés. La traducción le permitía ser quien realmente era. Le regalaba la comodidad de no ser responsable de la creación. Otros eran los que escribían; él los leía en otra lengua.

Tenía un deseo perdido. Le hubiera gustado traducir a Beckett.

Un día, sin embargo, dejará de leer a Samuel Beckett, “Los renglones que se hinchan”. Le regalará el silencio.

Tomas también se cansó del anhelo, de pelearse con la esperanza haciendo suya, como mantra, la tesis del escritor, “porque el destino del hombre es el fracaso y la pérdida”. Tomas, pese a todo, no “soñaba con mujeres que ni fu ni fa”; le gustaban demasiado. O demasiado poco.

Lou se lamía las manos cuando bañadas en leche imaginaba la espuma musgosa que el cuerpo de Tomas en aquella extraña intermitencia le regalaba. Lamía los huecos entre los dedos, introducía la lengua en la carne blanca adherida a la uña imaginando que allí, junto a la eclosión de células vivas, algo de la semilla de Tomas pervivía desde aquel entonces.

Lamía las sábanas, el embozo de la cama, cada esquina del lecho donde aquellas mañanas robadas al horario laboral y a las citas ella fue raja, hendidura, grieta, fango. Lamía. Como lamía aquella cicatriz que él guardaba de la extinta RDA a dos besos de su ingle derecha. Allí, Tomas había aprendido el alemán que le daba de comer, había mirado a los ojos a un Muro, le habían extirpado el apéndice.

Lou lamía.

En sus eructos, tras la chupada láctea (su aparato digestivo nunca había tolerado la lactosa), respiraba el aliento que suponía embriagaba a Tomas: aquel fondo de ibisco o escaramujo.

Por la ventana del apartamento se veía a dos perros con sus dueños jugando sobre la arena: cogidos por la correa saltaban, se montaban, mordían pelo y hueso, envidiaba esa suerte de frescura que imponía la pura animalidad.

Cogió una taza de caballos azules que Tomas le había traído de uno de sus viajes, aquellos que él caracterizaba como huidas independientes y culturales en los que así quedaba clara la exclusión de Lou, educada, eso sí, mediante el eufemismo.

-No seas excesiva, trágica mía, crecer, desarrollarse, recrear el yo.

Se la había comprado en la tienda del museo Thyssen en el contexto de una muestra de pintura expresionista.

Franz Marc, Blaues Pferd, rezaba el objeto. "Blaue Reiter", le decía ella en el alto del envite. "Blaue Reiter, mon chere; Giovanna Tornabuoni, amore". Le gustaba esa cadencia con la que coloreaba su alias, "Giovanna", le susurraba entre gemidos, "hermosa como Giovanna, tu encarnadura blanda, tus cargados pechos de luna, la acidez de tu vientre; esa nuca que invita a deslizarse entre todas tus formas". Tomas estaba diseñado para el cine porno. Tomas estaba diseñado para el erotismo. Tomas dominaba el arte de la palabra solo en la cama. Fuera, no le gustaba hablar.

Lou abría sus muslos a la grosera metáfora.

Tomas poblando a Lou en un venero que no cesa.

Lou entregada a Tomas. Sin futuro, en un presente atemporal. Tomas y su insolencia. Tomas y su independencia. Tomas gatuno, solitario, misántropo. Nunca tendría hijos. Nunca dejaría imágenes, propiedades, construcciones burguesas.

Austero estalinista hasta en los más pequeños detalles. "Un hombre raro" -María así lo describió. "Muy raro y extraño".

Tomas amaba los fantasmas. Como si jugara con la muerte una eterna partida de ajedrez: El séptimo sello era su película favorita.

Por ejemplo, Tomas odiaba los teléfonos así que discurría pequeñas y graciosas peroratas para sus contestadores automáticos, fijos o móviles: “Hola, no estoy visible”; “Hola, me pillas contemplando a una bella dama”; “Hola, no puedo atenderte, estaré leyendo novela rusa”; siempre respetando las buenas formas, por descontado, un como si no: “Ni te cojo ni te cogeré el teléfono, no obstante dejarás tu mensaje en mi buzón con una sonrisa”.

Su apostura, su elegancia, homme charmant. (Tomas y sus trajes, Tomas y su perfume, Tomas y la suavidad de su piel lampiña.)

Y lo conseguía: nunca nadie se enfadó con el amor de Lou por su manía de no contestar. Jamás. Así era. "Un hombre extraño".

Lou borrando, cada día encajado en cada noche, la sombra indeleble de Tomas. Lou bajo los cielos lluviosos.

Rainer llegó a esta ciudad atraído por un festival de cine, por el castellano que se hablaba en el Norte, por un lugar donde dicen que el Atlántico cabe.

Rainer se quedó en esta ciudad porque un día, en la parada del autobús, vio a una mujer de una tristeza indefinida, encogida bajo su sombrero, sosteniendo un cuaderno ancho de pintura y mirándose los ojos en sus zapatos de charol.

Verdes, los ojos sobre el glacial rojo de sus zapatos eran verdes.