domingo, 18 de septiembre de 2011

Carta "a" una profesora

André Derain, Sin título (Cabeza de mujer)

Intenten permanecer despiertos.

David Foster Wallace, “Arriba, Simba”.

Hoy quiero dedicar mi post a A.

Podría llamarse Mercedes, María, Manuel, Carmen, Fernando, Patricia, Miguel, Ana, Luis, Marta, Juan, Rafa, Rosana… todos aquellos compañeros que llenan de contenido la labor que realizan en el aula. La mayoría está triste, apagada, inundada por una ira, a veces angustia, que les corre por dentro como un coágulo amenazador; o sencillamente abandonada. Porque el mundo, como recoge espléndidamente este domingo El País Semanal en la entrevista de Juan Gabriel Vásquez (“La libertad según Jonathan Franzen”) a Jonathan Franzen, “puede verse reflejado en una conciencia individual”.

¿Por qué no pensar en la película de Tavernier, Hoy empieza todo, que radiografiaba, con lucidez, la motivación, el entusiasmo, la creencia de que uno cumple con una responsabilidad social cada vez que toma en su mano la formación estacional de cincuenta o sesenta chicos y chicas? Pues la enseñanza la hace uno con esa piedra que junta con otra piedra que va formando una estructura que se convierte, primero en escultura, para luego ser la arquitectura de un todo y entonces, cederla a los que siguen con el encargo de que coloquen la siguiente piedra.

Aulas oscuras, todo es cuesta arriba o cuesta bajo, la niebla se ha apoderado de la villa y no se ve nada en todo el día. En fin, a eso se le suma una situación dramática de una mis alumnas. Demasiada dosis de realidad para la primera semana de curso. Ha sido bastante amarga, la verdad”, confiesa A.

A. es una de las mejores profesoras que he conocido. Llega puntual a sus clases con horas de búsqueda de tareas, vídeos, juegos motivadores, materiales lujosos, entretenidos, afines a las edades de los receptores, volando sobre una sonrisa, con su bata blanca de profesora de matemáticas, dejando aroma de perfumes caros pero frescos, con la alegría abonada a sus horquillas divertidas y sus zapatos de colores. Siempre atenta, dispuesta, preparada para su alumnado. Paciente con las gansadas adolescentes, con las dificultades que la materia que le apasiona conlleva para el alumnado, con la intemperie de un sistema que cada día se deja una tuerca más en el camino. La maquinaria, esta, la sostiene el individuo; pero debe apoyarse en la sociedad. Y esta es cosa de todos.

La lengua de las mariposas, El club de los poetas muertos, Los niños del coro, La sonrisa de Mona Lisa, El indomable Will Hunting… La mencionada anteriormente Hoy empieza todo. El lenguaje fílmico ha sabido codificar ese abstracto profesor que un día nos enseñó que hay que buscar nuestra Ítaca y desear que el camino sea largo.

Trato de reflexionar sobre las pequeñas cosas, es una manía que un día me inculcó un excelente profesor de filosofía que casi me cuadruplicaba la edad y del que hoy entiendo que estuve enamorada. Se llamaba Benedicto (riqueza del étimo, mi bendito) y, como aquél, también era feo, católico y sentimental. Aprovechaba mi terquedad para sembrar en mí preguntas imposibles destinadas a avivar mi recursiva curiosidad. Supe, con los años, que esa falsa crueldad lograba una gimnasia pedagógica que es una de mis mejores herramientas. Su influencia tiene mucho que ver con alguna de mis más sanas adicciones.

Ayer, se llamaba Benedicto. Hoy, A.

No la conocen pero es dulce, cálida, comprensiva y eficaz. No solo es la profesora de matemáticas que yo hubiera querido para mí y quisiera para mis hijos, es la administrativa eficiente, la resuelta psicóloga juvenil, la tutora sanadora y mediadora; la chica que se forma para enseñar la competencia de aprender a aprender. Yo la admiro. Sus alumnos también. Con su alegría siempre puesta.

Y me la están quemando.

Hagámoslo todos. Cuidemos a esas personas para que no se marchiten. Atrevámonos a poner palabras, “Extraña manera de estar viva/ esta necesidad de traducirse/ en palabras” que versificó mi admirada poetisa Miriam Reyes. Digamos que necesitamos a esa gente para los hijos de nuestros hijos. Esa riqueza de un yo generoso que transporta una antorcha. No mintamos. Sepamos que un interino en un sistema que no le permite, a pesar de la ilusión, el esfuerzo, la preparación, consolidar su plaza, celebra su vocación: muchas veces en el exilio, cobrando durante una tercera parte del contrato 1400 euros al mes, si consigue una plaza entera; rozando los 1000 si tiene una media jornada. De ahí, muchas veces, pagará su estancia fuera, el transporte, la manutención (también horas de formación, libros, nuevos disfraces para engatusar a sus chicos y chicas). Divulguemos. Contemos cuán importante es esa pieza de la mecánica en las conciencias individuales que se están gestando. Indignémonos. Sí. Utilicemos esa palabra tan incendiaria de un tiempo a esta parte. Pero no arrojemos silencio.

Todos responsables.

Como cada uno de los dedos que dibujan, enfebrecidos, la fuerza de un puño. Inoculemos a la sociedad, de nuevo, el valor del enseñante, de este enseñante, hoy llamémoslo A., que con exactitud caligrafía ciertas directrices o inclinaciones de las buenas, en las mentes de niños y niñas. Contemos a nuestros hijos que esa que se esfuerza en metodologías y pizarras digitales o tizas, horas de cálculo o el dónde del número áureo, exige su respeto y merece su impulso por ilustrarse. No permitamos que manchen esta profesión, pues allí nos reconocemos nosotros, los que un día también fuimos antes de lo que ahora somos.

Lo que hoy tiene lugar está perversamente oscurecido, es fácil quedarnos con lo que nos dicen, no hacernos molestas preguntas que nos llevarían a la agitación y al resquemor social, no recoger lo que un día el profesor inquieto nos tatuó por alguna parte.

Pido desasosiego. Como el que hoy me brinca aquí dentro con las palabras que me dicen que mi amiga y compañera, que la maestra y profesora, que la profesional a quien no dudaría en contratar de por vida para un sistema educativo resuelto y valiente, está triste.

A menudo, cuando mis hijos no tienen un buen día, les recuerdo una frase de Spiderman: “Un gran poder exige una gran responsabilidad”. Hay gente que tiene el don, la desmesura de la docencia. No contribuyamos a enfermar la hybris. Cuando se tambalean los dos pilares, Educación y Sanidad, la sociedad ya no está en amenaza. Simplemente empieza a no estar.

Y como el salmo repito para que tú no lo olvides: bienaventurada la mujer generosa que cree en lo que hace. Bienaventurada la que sostiene la llama.

Bienaventurada tú.


viernes, 16 de septiembre de 2011

Las bicicletas o las musas modernas


¿Cuál es el problema para que las bicicletas no puedan circular por el Muro de la playa San Lorenzo de Gijón?

Existe una ordenanza municipal que prohíbe, a riesgo de sanción, que se circule de este modo por la ciudad. Porque descongestiona el tráfico, no arroja a nuestro planeta más dosis de CO2, ni produce residudos, evita la contaminación acústica, previene la obesidad, las enfermedades cardiovasculares, rebaja los niveles de ansiedad, no agrede el paisaje, es un medio económico, alegra las ciudades, provoca un subidón de endorfinas y una sensación de libertad al que va montado en ellas, pone hermosas las nalgas y modela las piernas…

No. La bicicleta en la ciudad tiene tufillo de modernidad, de planteamientos urbanísticos abiertos, de ecos europeos. Y no es vehículo para la carretera, como los mecheros y las cerillas no se activan en las gasolineras.

Si usa la bicicleta por las aceras será sancionado: palabra de gobierno municipal. Excusa: problemas de cohabitación. Nadie dijo que la convivencia entre peatones y ciclistas fuera fácil, la práctica de esa palabra nunca lo es. Exige sentido común, respeto, generosidad y pedagogía.

Y ahí llegamos. A la educación que cotiza a la baja. Un país avanza si sus habitantes lo hacen: les abre mundos nuevos, les adiestra la mente, les fomenta la curiosidad. El embrutecimiento te permite darle un tortazo a tu compañera porque es solo tuya, escupir en los autobuses, emplastecer la calle de heces al grito de “Aguas mayores van”.

El caldo de cultivo está en hervor, el laboratorio del recorte en las manos de los azuzados por los que han dejado de ingresar tanto y se cobran el peaje de haber financiado los sillones impregnados del poder, la perversión del idioma fijándose cual costra en los voceros, esa que permite entender que los profesores privilegiados no quieren trabajar más, cuando lo que ocurre es un laminado constante de un sistema de educación pública (al hacinar a los alumnos en las aulas, no contratar docentes, no invertir en programas de lecto-escritura, cargarse materias nutricias como la filosofía o las lenguas clásicas con su cultura y un largo etcétera; eso sí: todo lo que queda a poder ser en inglés que cotiza mucho, queda snob y nos acerca a Europa, ¿a qué Europa? No a la Europa de voluntad política ecológica, audacias urbanísticas persiguiendo una ciudad a dos ruedas o resultados exitosos en habilidades lingüísticas y matemáticas; quita, quita, que igual huele a rojo). No hace falta que nos eduquen para la ciudadanía, sino que nos eduquen por acumulación: una persona formada, curiosa, enriquecida por el saber, ya es consciente de que no debe atropellar en bicicleta a las niñas, ancianos, maratonianas y demás bestiario ciudadano, que no debe invadir espacios, ni intimidar funestamente al viandante; igual que está mal violentar de palabra u acción al niño, la cónyuge o a la vecina porque pega portazos a las cuatro y media de la madrugada. Claro que hace falta pedagogía para la convivencia en general pues de eso se trata: la ciudad es de todos, no obstante el arte de enseñar cuesta dinero y no da beneficios en bolsa. Hay que recortar (la crisis, su crisis, esta estéril crisis) e ingresar en el arca pública: impuestos y multas.

Pagaré mis impuestos mientras me sigo acercando a las listas del paro: es que soy profesora. Y pagaré las multas con que me irán asfixiando por negarme a coger el coche, por mi pequeña pasión de llegar en bicicleta al instituto de buen humor, practicando mi vocación y con energía para dar y repartir en el aula hacinada. Y como siempre iré despacio cuando el Muro esté concurrido, respetaré a los que caminan, me bajaré del vehículo cuando la estrechez dé prioridad al peatón: justo como vengo haciendo a lo largo de veinte años utilizando este medio de transporte por una ciudad que también es mía. Pese a que un nuevo (¿o ya de tan viejo es rancio?) modelo de gestión empieza a masticarla con sus fauces.

Ah y que sepan que se congela la oferta pública salvo treinta plazas de policía municipal para el ayuntamiento de Gijón. Digo yo que pagadadas con el excedente que generarán las penalizaciones a los ciclistas. ¡Por Tutatis!