martes, 25 de diciembre de 2012

Carta a mi profesora de Lengua



André da Loba (ilustrador)

"Buenos días profe:

Hoy día 20 de diciembre, queríamos hacerte esta pequeña fiesta sorpresa para agradecerte todo lo que hiciste por nosotros en este trimestre. Llegaste más tarde de lo normal y el comienzo no fue muy bueno, pero poco a poco fuimos conociéndote y nos diste tanta confianza que con el tiempo nuestra relación contigo fue diferente a la del resto de los profesores.
Queremos agradecerte, sobre todo, esa confianza. La que tienes en nosotros porque parece que por estar en este grupo somos los tontos, los malos, los gamberros, etc... pero tú nos demostraste que al menos para ti no es así.
Gracias por entendernos en todo, aconsejarnos no solo en el tema de los estudios sino en lo personal. Fueron pocos meses los que hemos estado contigo pero gracias al modo en que tienes de dar las clases nos conocemos bastante bien y lo que nos das nos gusta.
Esperamos que nada ni nadie te haga cambiar porque así eres estupenda.
No solo te damos las gracias, también aprovechamos para pedirte perdón por las malas caras, malas respuestas, malos momentos, porque si alguien no se los merece esa eres tú. 
Pedimos y queremos que siempre tengas esa sonrisa en la cara y en los ojos y que no permitas que nada te la quite. Que nos sigas trayendo a clase tu mochila con viajes, pintores, recetas, cuentacuentos, relatos, mosqueteros, imágenes de Roma, monedas de Estambul...
A todas horas nos dicen que los profes no son nuestros colegas, pero para nosotros tú eres mucho más que una "profesora".
Te deseamos lo mejor para estas navidades, que disfrutes muchísimo y sobre todo que descanses que a la vuelta hay que seguir con nuestras canciones, recetas y lecturas.
¡Muchas gracias otra vez!
P.D.: Perdón si pusimos muchas faltas de ortografía...
Muchos besos,
Alba, Jessica, Almudena, Mikael, Álvaro, Lucie, Javier, Marco Antonio y Joselyn"

(¿Se puede pedir más regalo de Navidad? Esto va para todas las personas implicadas en la docencia que aún creemos en la Educación como instrumento, herramienta, troquel de ciudadanos con capacidad crítica. El prestigio de la cultura, el hacer con entusiasmo que cada día nuestros estudiantes sean escuela. Caen piedras, sí, pero seguimos sosteniendo la antorcha. Que no decaiga. Que no nos rindan. )


viernes, 23 de noviembre de 2012

Fracaso del fotógrafo

Al fin llegó el día de la boda. El fotógrafo os miraba, empujaba tu hombro, le movía la nuca; le soltaba la cola y se la recogía. Decía que la miraras como esa primera vez. Son importantes las imágenes de ese vuestro día. De blanco. De gris marengo. Porque se recalará en ellas, se las interrogará, se mostrarán para crear identidad en los que vienen, quizá los hijos. Y más. Pero el fotógrafo es incapaz de robaros el alma, de captar ese flujo que te debería recorrer, de ti a ella, eres tú quien me preocupa. Es a ti a quien sigo amando. No os llenáis, no os ajustáis, no sois mitades de nada. Lo conveniente no siempre es lo acertado.

Porque tocaba, porque los demás lo hacían, porque la familia presionaba; porque el lenguaje es conservador para ciertas situaciones y a ti nunca te gustaron las palabras difusas. Proteges tu estatus, pequeño burgués. Siempre equidistante.

-No los veo. Es la primera vez que me pasa en toda una carrera fotográfica. No parecen recién casados.
-Ya. Son como figurantes.
-Eso mismo.

Cuando se separaron nadie pidió su trozo de la tarta. El álbum se fue al contenedor de lo reciclado: ni tuyo, ni mío, que alguien lo use. El amor como la belleza es obscenamente visible o no sale. O no es.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Cuatro piezas


La Flaca

A veces venías a casa, aparecías así, picabas abajo, te veía por la cámara, encogido y con la coronilla hacia delante, como un niño pequeño, por la distorsión de la imagen, macrocéfalo. Daba al interruptor y la puerta se abría, entrabas dejándola abierta. No era extraño que ocurriera, la noche anterior me habías enviado el siguiente mensaje "Es viernes y te quiero". Subías, yo te dejaba la puerta franca, llevabas alguna chuchería para mí en el bolso de ese abrigo que nunca dejó de quedarte grande, como el personaje del espantapájaros de El mago de Oz. Hoy traías pistachos, una bolsa pequeña. Otras, un libro, un cómic, cien gramos de esto o aquello. Abrí la nevera, no había cerveza, pero cogí las jarras y las llené de agua con zumo de limón, otra ficción más (¿quién dijo que la mentira era síntoma del mal?), nos sentamos delante del televisor. Emitían un documental sobre el olvido y la memoria. Nos daría para multitud de anécdotas, cuatro ojos centrados en el sufrimiento de esa mujer que recordaba absolutamente todo lo que la vida le había dado y le había quitado; su don: su mal. Explicaba que a partir de los treinta esa inflación de recuerdos la había entregado a brotes depresivos cada vez más intensos, esa especie de día interminable tejido de todos los años más ayer. No había consuelo en su voz. Al lado, quien lo había olvidado todo, el mal de Alzheimer. Tú me miraste. "¿Cuál de los dos extremos elegirías?"
Te gustaba fisgar mis habitaciones con sus libros. 
La casa era pequeña, tabicada en cuatro piezas; el baño, con su lectura, aquella noche descubriste en la cesta colocada estratégicamente al lado del retrete (vamos, hombre, que todos lo hacemos) el álbum de Margaret Atwood, Arriba en el árbol, no puedes evitar husmear entre mis cosas, quisiste ser el niño y yo la niña y vivir en ese árbol, "en lo alto del árbol más alto", tú de rojo, yo también, de azul, de rojo, de su mezcla: las letras, las hojas, el búho, las manzanas. Atravesaste la habitación, de vuelta, camino indispensable de salida y de acceso al cuarto de baño, y te detuviste en la mesilla, el último poemario de Olvido García Valdés, Lo solo del animal, pensaste que en ese vacío los dos teníamos donde diluirnos. En prosa, debajo de la gran Olvido, Conversaciones con David Foster Wallace, (puf, dos vacíos haciéndose compañía al lado de tu almohada, los pensamientos rodeándote, instante sobre instante, casi a oscuras, un día perderás la vista, ojos de musgo). La lectura de sala, cómo no Faulkner (si ya te la sabes de memoria, cúantas revisiones tuyas) Las palmeras salvajes. Otros respiran Biblia. Y de lectura de cocina (mientras guisas, horneas, te llenas la boca de azúcar glass y te empapas de lo esponjoso, carne blanda), Los sinsabores del verdadero policía, Bolaño y la nostalgia. Se te nota la clavícula, las muñecas huesudas, tu rostro más marcado en los pómulos.
Ven, Flaca. Pediste. Demos un paseo, olamos el mar. Invistaste. Pero te escondes en los libros, en el jersey que materializa la protección de los afectos, en los techos bajos y la cotidianidad de los objetos, pensaste.
Tú eres para mí esa lealtad que solo me dan los libros, el refugio, la "habitación propia". Eres el único recuerdo que quiero conservar. (Tus postales me han permitido conocer el mundo). A quien abro mi puerta, mi correo, mi nevera. 
Ya sabes que para sobrevivir, te respondo a la pregunta de esta noche, elijo el olvido. La nada.

domingo, 28 de octubre de 2012

La cadena de la bicicleta


"Hamlet y la Vita Nova, en ambas obras hay una respiración juvenil. La inocencia, dijo el inglés, léase inmadurez. En la pantalla sólo hay risas, risas silenciosas que sorprenden al espectador como si estuviera escuchando su propia agonía. "Cualquiera es capaz de morir" enuncia algo distinto que "Cualquiera muere". Una respiración inmadura en donde aún es dable encontrar asombro, juego, perversión, pureza. "Las palabras están vacías"... "


Roberto Bolaño, Amberes

Parecía un día cualquiera. Pies solitarios sobre los pedales. Los auriculares on jadeando Killing in the name. Un dolor impreciso en la axila derecha, amenazante. El día anterior te habías pasado con las pesas en el gimnasio. Pudiera ser. Aspiras el gas de los tubos de escape como un personaje de Tim Burton. El sudor se posa sobre tu labio superior, gotas perladas que discurren en la frontera entre la piel blanca y la rosácea. Esa canción mide el tiempo que te lleva desde tu casa al lugar de trabajo. Si más, corriste demasiado; si menos, tus piernas ya no son lo que eran. 
El semáforo se pone en rojo. Lo respetas. Alguien te hace indicaciones desde la ventanilla que queda a tu derecha. Baja el cristal. Te quitas esa especie de botoncitos de sonido de las orejas. "¡Desde hoy te van a multar! ¡Dónde se vio, sin casco, con música y en faldas sobre la bicicleta!"
Te ves reflejada con el pelo mojado, casi azul oscuro. Crecida en la imprudencia. Vas más allá de ese hombre, la mirada de copiloto de su esposa, las normas y la física que te rodean. Es difícil, sí, decían en aquella película, emparejar a un chico triste con una chica triste. Recordarás siempre su mirada oscura a pesar de la claridad de sus ojos, aquella suerte de verdad inalcanzable en su iris, el aire circunspecto. Te das cuenta, ni antes, ni después, del preciso momento en que te estás enamorando. Sucede. Te pregunta por tu bicicleta. Tus ojos casi verdes. Se apoya en el sillín, rodea con sus manos el tamaño del manillar, presencias sus movimientos lentos alrededor de tu cabalgadura. Se encienden las luces en la dirección contraria. 
"¿Qué escuchas? Me gusta tu chapa de Vicky-el-vikingo... y tu aspecto de mujer, personaje, de Poe."
Él viene de paseo. Tú resuelves no ir al trabajo. Decidís tomar chocolate caliente en el bar de al lado. Está lloviendo. Las ruedas boca arriba. Se lava las manos llenas de grasa. Es un alma caritativa ayudándote con la cadena de la bicicleta. "Eres un desastre, con lo fácil que es ponerla y no sabes". Lo estás oyendo. Oyes a tu padre. Lejos, siempre ha estado lejos. 
¿De dónde has salido encima de esa bicicleta?
Te pregunta por tus botas negras, la cazadora de cuero, el aro de plata en la aleta izquierda de tu nariz. El agua ha llegado a tu camiseta. Contrasta con tu piel como de leche. Te está mirando. Lo sabes. El cuello, la boca, los pómulos. Las mangas de su jersey le quedan largas, en el sentido de la ternura. Tú le hablas de Bolaño y de Faulkner. Él escucha. Tú no dominas cómo arreglar la bicicleta. Él escribe en un cuaderno que saca de su mochila de cuero viejo. Le gusta dejarse ir. Contemplar y registrarlo en su libreta. Vive con poco. Los cielos, las palabras, los gestos de los que se empapa. Empieza una página tal que así: "Llovía. A la chica suave envuelta de negro se le había salido la cadena de la bicicleta. Hace días que en la esquina espero a que se cumpla. Se detenga. Me mire. Hoy ocurre."
Él sabe poner cadenas. Tú sabes leer. Hay hombres y mujeres. Coches y bicicletas.
El agua sale de tu camiseta. "Tu pelo al secarse es rojo". Os traga la ola.
No podréis huir el uno del otro. Vais a hacerlo. Porque él es un chico triste, como tú. Exactamente igual que tú.

domingo, 21 de octubre de 2012

Wild at Heart: The Story of Sailor and Lula (Corazón salvaje: La historia de Sailor y Lula)

Antes de nada, mientras ustedes están a tiempo, que no quiero yo que se me lleven las manos a la cabeza, con rezongas, indignados, les advierto que esta entrada es subidita de tono (la cita del texto que abre ya avisa, presume, hace sonar campanas), les digo, a los que recuerden el símbolo, que tiene dos rombos, a saltos sobre el pasado, en salones empapelados, noches de sábado, padres que dicen a la cama, olor a filetes empanados, en rayas grises y negras, con vaso de leche caliente.

"Me encanta cuando pones así los ojos, cariño. Se te ponen casi azules y dan vueltas como norias y empiezan a lanzar paracaídas pequeñitos y blancos.
Sailor y Lula acababan de hacer el amor en su habitación del Hotel Brasil, en la calle de los Franceses.
-Sailor, tú te das tanta cuenta de las cosas que me pasan, sabes. O sea, que estás atento. Y te juro que tienes la mejor polla del mundo. A veces es como si estuviera hablándome cuando estás dentro, sabes. Como si tuviera su propia voz. Me llegas muy dentro.
Lula encendió un cigarrillo, se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Sacó la cabeza y estiró mucho el cuello, pero no llegaba a ver el río. Lula se sentó desnuda a un extremo de la mesa bajo la ventana abierta, mirando hacia fuera y fumando.
-¿Te gusta la vista? -preguntó Sailor.
-Estaba pensando que la gente debería follar más durante el día. Entonces no habría tantos problemas en el mundo.
-¿Qué clase de problemas?
-Bueno, no sé. Parece como si la gente le diera más importancia por la noche, sabes. Supongo que tienen todo tipo de ideas exóticas y les pasan cosas raras."

Barry Gifford, La historia de Sailor y Lula

El 18 de octubre me crucé calle abajo con uno de mis hombres. Llovía, los dos sin paraguas, como desde entonces, el pelo revuelto, los ojos sonrientes, el contacto indispensable. Podríamos habernos detenido a charlar sobre el tiempo, dos caras mojándose y el peso del pasado sobre los hombros, algo tan así y tan tópico:
-Cómo jarrea.
-Ya te digo.
-Ha llegado el otoño.
-Y de golpe.
Pero no. Siempre fuimos extravagantes y algo excéntricos, rebeldes, vale, y quizá por eso, el agua nos puso profundos y nos dio por el tema de la educación y con él lo que el sistema sembró en nosotros, el valor de ciertas clases magistrales, una formación sólida, las extra escolares como el teatro, la alfarería, el grupo de montaña, la revista; las sesiones de cine. Hoy ya un tiempo de unicornios y centauros. Supongo.
Nos conocimos en Secundaria. De hecho, la esquina en la que nos encontramos fue nuestra esquina durante largo tiempo, calle que unía el instituto con nuestras casas. Ese día yo la bajaba como profesora, pero cuando él, cuando nosotros, ambos descendíamos como alumnos, en escena de amor adolescente: él llevaba mis libros, mi estuche solar, mi mano izquierda; yo le hablaba a su boca. 
Regresábamos de los exámenes, los deberes para el día siguiente, el chascarrillo de sexta hora, la anécdota de aquel compañero o de aquella profesora, el libro que urgentemente teníamos que sacar esa tarde de la biblioteca pública y leer porque si no, ardería el mundo y nosotros con él. 
Éramos potros ateridos, en otro octubre, sin fecha de caducidad, ingenuos e inocentes como las primeras letras. Notábamos que crecíamos, él me enseñaba otro modo de leer mi cuerpo y a través del suyo, fui descubriendo ánimos, oscuridades, deudas, entusiasmos, el milagro de un otro delgado levantando hojas de mi carnalidad; él en mí y yo en él nos desparramamos, nos confundimos y aprendimos de la caducidad de las cosas; con la invocación de lo que fueron y ya no las clases, de la suerte de haber sido fruto de un sistema educativo excelente, de los derechos y obligaciones asumidos, entró, en murmullo, la disculpa del "nosotros".
-Sigues estando fantástica, "Bicho".
Casualidad o meigas, él vestía una chaqueta de piel de serpiente (ahora vive de la música y con su estética); yo me había rizado y teñido el pelo de rubio a lo Laura Dern:
-Y tú luciendo el símbolo de tu individualidad y tu fe en la libertad personal, "Sailor".

Fue una de nuestras películas. 
Para entender este diálogo tendrán que recurrir a Lynch, Wild at Heart, (Corazón salvaje) y eso es lo mejor de esta entrada, siempre que mi invitación a que revisiten el libro y la película que este engendró tenga éxito.
Este encuentro casual y la referencia evocada explican por qué al llegar a casa busqué en mi estantería G de Gifford. Este escritor nació en Chicago un 18 de octubre, el mismo día del encuentro con mi Sailor particular, y escribió una de las más bellas, discontinuas, genuinas y maestras, novelas del malgastado vocablo amor. Se titula La historia de Sailor y Lula
Hasta aquí se lo dejo claro: género novela, americana, cuyos protagonistas se llaman Sailor y Lula, relato de amor. 
Diálogos, frescura, color, humor, imagen en movimiento, aventura, contrastes, perturbación, ritmo, intimidad, fracturas, torbellino, cómic, música, coches, la vida (cuando en las largas carreteras, cuando en camas anchas), madres desquiciadas, atracos, gafas de sol, autoestopistas, béisbol, hostales sórdidos, puestas de sol, ráfagas de ingenio, el mundo de los sentidos, muerte, accidentes, toda una banda sonora y mucho, mucho, muchísimo sexo. 
La peripecia en diálogos, conducta que al narrador le otorga la cautela y que al lector le concede la máxima proximidad al personaje. De fondo, la radio, con la intimidad de dos que se hacen uno, tan sinceros que parecen niños pequeños encerrados en cuerpos en llamas.
El fuego como origen y fin inquieta a lo largo de la novela. 
No se interrogan, se desean. Y todo va a rebufo de la entrega que la química ha obrado entre ellos.
¿Qué tiene que ver la adicción al valium con unas excelentes nalgas? Que así empieza el primer capítulo de cuarenta y siete que pueden ser leídos de forma independiente, relatos cortos, comprimidos, surrealistas, repletos de astucia, malentendidos, confidencias, preñados de personajes insólitos que nos demuestran que al hombre lo que más le aterra es el otro hombre. 
La riqueza de lo absurdo. 
Escalones de un torreón que deriva en la fatalidad, porque ella, aquí les desgracio el final que, como seguro ya sospechan, es el de los grandes amores y el de las tragedias, lo deja irse.
Sailor, su "cariño", no pensaba más de lo necesario; a Lula, "almendrita", le gustaba que él le hablara bonito, que la escuchara de verdad, que su piel fuera suave y así ella poder deslizar los dedos "como un esquiador bajando por una nieve perfectamente blanca". Él cargaba la víbora del destino sobre su pecho, "No sé, almendrita, a lo mejor nosotros tenemos suerte", sin embargo, ella vio en Sailor "un hombre para irse al infierno" y lo siguió.
Cielos de "color ciruela", los textos, al igual que los cigarrillos, se tejen pacientes, pues no precisan ni cerrarse ni ser llevados hasta el final, esparcidos con destellos, acertijos y aforismos. Una y otra vez los seres que desfilan ante sus ojos, los sueños que incorporan lo fantástico en un texto de aparente corte realista, entra el mundo en la novela, esa noticia que escuchan, dan lugar a la cháchara, gritos de animales nocturnos, dos seres uniéndose, un futuro de carretera que no puede ser.
Como a todo héroe trágico el escritor entrega a sus personajes principales el recurso narrativo de la anagnórisis elemento que les y nos permiten descubrir el origen, pasado y razón de ser de Sailor y Lula, exhibiendo la originalidad o solidez o autenticidad de esa pareja de pájaros de ojos claros y sensibilidad extrema. 
"A muchos hombres les falta algo" que Lula sí ha encontrado en Sailor, ("Me fío de ti, Sailor. Como nunca me he fiado de nadie."), la lealtad, la seguridad, la comprensión; la tierra donde enraizar: "Como cuando estás hablando con uno y llega la parte en que vas a decir lo que verdaderamente quieres decir y entonces la dices y le miras y el tío ni siquiera se ha enterado. No es que sea nada complicado ni nada, sólo que no quiere escuchar de verdad".
Otro recurso narrativo que va concretando los primeros brochazos de esta particular aventura vital, de esta tragedia de andamiaje clásico (héroe, ascenso, destino, descenso, catarsis), son los remates de los personajes en sus continuas analépsis: Sailor y su madre, Sailor y sus pasos infantiles, Sailor en la completitud; Lula y su tío incestuoso, Lula y sus amigas, Lula y sus padres. La acción in media res se rellena, vigoriza, adelantando el desenlace. 
Los marcos espaciales configuran otro de los puntales de calidad de la obra de Gifford. El lenguaje grave, suelto, rápido. Lírico en imágenes. Doliente en lo que nos toca: estamos hechos de ese mismo material, híbrido de aciertos y mezquindades.
Marietta, la madre de Lula, y Farragut, el aspirante a escritor que se imaginaba leopardo o pantera para mirar desde abajo las piernas a las mujeres, son dos secundarios de lujo. ¿Hay algo en esta novela que no nos pueda satisfacer desmereciendo este calificativo? 
No. Nada. Desde luego. La entrada es mía y el entusiasmo también.
Parece ser que Sidney Lumet llevó al límite a Brando en Piel de serpiente confiando en que el monólogo acerca de los tipos de personas que ruedan por el mundo catapultaría a Marlon, en su carisma, su fuerza, su animalidad, a la cima del catastro de los dioses del séptimo arte.
Así fue. 
En esa escena, Brando divide a los seres en tres clases, la que compra, la que vende y los desplazados, una clase de pájaros sin patas, menudos y de color azul pálido, ligeros igual que plumas, de alas grandes a través de las que ven y determinados a estar continuamente en vuelo. Los halcones no los cazan porque no pueden verlos, porque estas aves vuelan cerca del sol. Suspendidos por las alas duermen en el aire, se abandonan permitiendo que el viento los lleve. Solamente se posan una vez, cuando mueren.
Lula y Sailor pertenecen a este último grupo, eran pájaros, volando alto, cerca del sol. 
"Te ha ido muy bien sin mí, almendrita. No hay que hacer que la vida resulte más dura de lo que ya es. Recogió la maleta, besó suavemente a Lula en la boca y se fue."
Lynch tuvo la gracia de multiplicar su historia en un relato fílmico magnífico, Palma de Oro en Cannes donde la mitad de la crítica aplaudió enfervorizada y la otra mitad pidió para Lynch  la muerte ante los leones, rodado sin duda en estado de gracia; dejó hablar y escribir a sus protagonistas, Laura Dern, esbelta, culona y destetada y Nicolas Cage, tórrido y sexuado, solo fueron actores con él; añadió el sustrato, como eco, de El mago de Oz, y el mundo oscuro de los sueños, el mundo cavernoso de los más escondidos deseos; nos permitió ver a Sailor cantando a Presley, a Laura en Lula moviéndose como solo las rubias, "víctimas perfectas", Hitchcock dixit, saben hacerlo, y a Willem Dafoe, magnético en su increíble papel de malvado, Bobby Peru, ("Di fóllame, di fóllame y me marcharé; susúrralo, dilo, dilo, dilo..."), violentar, arrebatar, transgredir; y, sobre todo, la ficción, mentirnos, hacernos creer que el amor de ese par de desplazados, sobre la carretera y el viaje, entre la violencia, el fuego, la sexualidad feroz, entre los extremos de la ingenuidad y la maldad, no se posara y que Lula y Sailor se rebelaran, antojándose antihéroes. 

Que ellos, en su Itaca, pudieran haber olido los limoneros, pudieran haberse dicho "sí".


martes, 16 de octubre de 2012

Xandru Fernández, El príncipe derviche


"Un mundu ensin dolor. ¿Pué usté imaxinalo? Yo sí. Conviví munchos años con esi mundu, que yera´l mundu de los nenos, y sé que un mundu terrible, infinitamente más terrible que cualquier guerra y cualquier enfermedá. Porque nel fondu ye´l dolor lo que permite q´heba paz ente una guerra y la siguiente, y ye´l dolor lo que fai qu´ustedes los médicos s´afanen por descubrir qué ye lo que causa una enfermedá y cómo combatila. Ensin dolor nun hai mieu, y tampoco hai esperanza."

Xandru Fernández, El príncipe derviche

Lo miro. Apenas nos conocemos. 

Café cortado. Gestos pausados que se inclinan con el peso de una mirada curiosa, profunda, escéptica. La lentitud, cerradas las manos, yemas de fumador, denunciando que prefiere observar. Acaso los tiempos de acción alcanzaron el alto de la curva, quizá ahora los sucesos los digiere a través de la palabra. Los digiere o los denuncia en acto de habla. 
Al menos, nos queda la palabra. 
Recoge sus triunfos, encoge el golpe y lo registra: habla poco, escribe lo necesario, la misma historia en distintos fotogramas, se zambulle en recuerdos, "memoria, en la invocación y en la nada", una nostalgia difusa, como de serie B de los cincuenta, la ternura de una libreta entre sus libros, de hojas apretadas en los bolsos de sus chaquetas, de papeles con anécdotas recicladas.

"Hace muchos años, en la Grecia antigua, hubo un hombre llamado Tucídides, ¿relato o historia?, que cronificó la guerra del Peloponeso... ", así podría empezar una de sus clases, el hilo del que estirar una peripecia, unos personajes, un tiempo, un espacio; y una reflexión. Cuenta que se cuenta en El cuarteto de Alejandría que son tres cosas las que se pueden hacer con una mujer por la que uno está arrebatado, amarla, sufrir o hacer literatura. Permítaseme sustituir mujer por idea y que esa idea, concepto, abstracción, se encierre en el símbolo "esperanza", en el extremo "miedo". 

Los pasos me acercan hasta su última novela. 

Otra pista. Lo que el protagonista, Mauro (o el narrador o el otro a quien el que toma café delante de mí le ha cedido la palabra), quisiera sería bailar con el príncipe derviche. Danzar y desaparecer. 

La clave, como el último cuento antes de dormir que brindamos a los niños, se halla probablemente en negar al necio; la verdad o la sabiduría se encuentran en aceptar el destino. Al fin y al cabo, con esta asunción se lograría la ansiada imperturbabilidad.

En una factura tanto clásica cuanto impecable, a través de la seducción del que domina el arte de fabular, desde una galería de personajes, completos, cansados, sin aliento, también desde el fracaso (contra la oscuridad retenemos el consuelo de narrar), fluye El príncipe derviche.

"Cuando ún ama tanto les histories como Mauro les amaba, nun pue pasar munchu tiempu ensin compartiles con dalguién, aunque seya a la fuerza. Ún escueye un oyente, decántase por esti o pol otru según ciertes veriables difíciles de precisar, de siguío se plantega seducilu, enganchalu a esa historia que quier surdir y desenrrollase y aportar a un final [...]"

Habilidad y tesón bien dispuestos, el unicornio y la tradición oral, tras la primera persona paciente de un foco narrativo participante como personaje dialógico, esbozo aparentemente aséptico que registra los últimos días de un hombre empequeñecido, con el sonrojo del testigo, desfilan separaciones y reencuentros, homenajes al mundo rural, la intimidad de la familia, la orfandad, sobre la desesperación, de la madre sin hijo, la sospecha de lo político "que nun hai nada que saber", el estigma de la lengua, el mantra "Nec spe nec metu", la sombra o la ensoñación o la oscuridad (cómo no pensar en la caverna platónica, en el doloroso monólogo de Segismundo, en la ficción a la que nos destina la construcción histórica del discurso), lo fortuito en el peor de los mundos posibles. 
Algo me llevó a la cinta Vivir de Kurosawa, de lo particular a lo general, se me figura que fue el relato que otros atesoran a partir de nuestros fragmentos vitales, vidas aparentemente transparentes, como ocurre aquí, como ocurre en el tramo final de la película sobre el gris funcionario tocado de muerte.
La construcción de nuestra destrucción.
Pues es la escucha científica del "doctor", ventrílocuo ante el asombro que debido a la seducción de la fábula cae en el insomnio, la que nos hace saber de un hombre sin nombre y  quien nos lo arroja a la Historia, función mimética, el telón de fondo es la segunda mitad del siglo XIX, con la excusa de unos espacios acotados, como constreñidos lo están, cada uno a su modo, los personajes: la Casa Grande, la isla adriática, calles estrechas, urbanas, extrañas, patios interiores, habitaciones e iglesias sin luz; personajes ceñidos que entran, hablan, discurren, salen: los nenos, Diana, el capitán, Cosini, Ania, Serdar, Burbur...; rotondas donde giran el espionaje, la mezquindad, la conspiración; el poder en su antropofagia. 
En quién se mira, a quién escucha, lo que es contado, por qué se cuenta, gira, baila, rueda, en torno a Mauro. Otro constructo. Imagen especular, enzima o precipitado. Mauro o el relato de Mauro o la purificación de Mauro a través de la palabra. La vida ajena reorganizada en varias voces, la realidad poliédrica, continuo devenir, algunas notas, más intrigas que certezas, y su conversión discursiva para explicar una larga elipsis. El tiempo de la historia son los últimos días de un moribundo que confiesa.

Las postrimerías de Diana. El cuerno metalizado de un unicornio. El material sonoro de Burbur y el viaje de una bomba.

La sombra de un príncipe que gira, ¿sombra o leyenda?, el amor por la narración, una crónica negra, un tendal de engaños, una venganza, una pregunta que se responde en el desenlace que se acelera. Solo corre el tempo en el baile, la bomba, el final. En la mayor parte de la novela la relación entre el tiempo de la historia y el de la narración es sosegada, de detalle, especiada, persiguiendo la intensidad.

Cómo se cuenta: con vocación de enriquecer, consolidar, cimentar; eligiendo las palabras, aromatizando imágenes, mostrando el talento por la construcción y la sintaxis. No podemos desdeñar que quien escribe maneja una lengua minoritaria, ansía pulirla, defiende el reino donde todos puedan expresarse "en lo suyo"; en definitiva, se esfuerza en la inspiración como si se propusiera una ciudad bien gobernada.

"En qué llingua falaben? ¿Cómo se comunicaben, Mauro y les muyeres? De xuru qu´en tolos idiomes y a la vez en nengún, nesa mezclienda de llingües estremaes que pudo ser, nel principiu de los tiempos, l´idioma plural del paraísu [...] el que yera imbécil, dicía, yera imbécil nuna llingua o en varies [...]"

En la pérdida y el fracaso se desplazan los elementos, como funambulistas sobre un cable, bajo la batuta de un narrador que va cosechando el material anecdótico con la complicidad de un lector (narratario) frente al que se disculpa, con el que dialoga, ante el que se justifica.

El tiempo de los mitos, el tiempo del agua, el tiempo de la piedra. 

El espacio decadente de una Europa en dilema: la violencia siempre acosa al hombre corriente, "colos güeyos húmedos y la voz frayada".

-¿No me vas a preguntar si me gustó la novela? 

No. No lo hizo. Solo sonrió y yo asentí.

domingo, 7 de octubre de 2012

El arte de fabular: recortes de octubre



[...] Y luego, sosegada, le contaré, para dormirla,
aventuras de olas, de galeones, de arcabuces, de rumbos marinos,
de lugares vividos y soñados: de lo que fue
y que no fue y que pudo ser mi vida.

Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar.

José Hierro, Agenda

Un mandarín estaba enamorado de una cortesana. "Seré tuya, dijo ella, cuando hayas pasado cien noches esperándome sobre un banco, en mi jardín, bajo mi ventana". Pero, en la nonagesimonovena noche, el mandarín se levanta, toma su banco bajo el brazo y se va.

Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso

Un mentiroso, por lo general, se esfuerza en ser verosímil: como lo que contaba no lo era, debía de ser cierto.

Emmanuel Carrère, El adversario

Sin embargo se ha comportado como si nuestro afecto, el mío, el suyo, incluso el de su padre, no fuera suficiente; no le valiese.

Antonioni, La aventura

Verás, antes la gente nacía como quería. Con un pie atrás como yo, con tres brazos como tú. Cada uno según su capricho. Luego la gente se fue olvidando y empezaron a nacer todos iguales. Seguro que tú tenías buen motivo para nacer con tres brazos. Solo que no recuerdas cuál; nadie se acuerda de lo que razonaba cuando nació. Nosotros somos como un barco que recoge a la gente que nace como quiere para enseñarle a todo el mundo que puede ser como más desee.

Héctor Gómez Navarro, Historia de Todos

-Tuvieron un fíu. Perdiéronlu. Non, nun ye que morriera: simplemente, perdiéronlu. Y con él perdieron tamién el paraísu.
Perdón pola digresión, pero he dicir que siempre m´apolmonó un poco esa tendencia, tan común entre los nuesos escritores, pero tamién ente políticos y llibretistes d´ópera, a chiscar tolo que dicen con imáxenes mítiques: ánxelos, unicornios, centauros, paraísos. ¿Nun basta con dicir qu´un home y una muyer, en determinaes circunstancies, tuvieron un fíu y depués lu perdieron? ¿Hai qu´añedir lo del paraísu? ¿Por qué? Cualquiera ye capaz de comprender el dolor y la desesperación d´un pá y una ma al perder a un fíu, nun ye necesario convertilos a ellos dos n´Adán y Eva y, al fíu, nuna pomarada.

Xandru Fernández, El príncipe derviche

[...] Come
for the grief pennies
I hold out to you.

[...] Ven
a por la calderilla de tristeza
que tengo para ti.

Paul Auster, ( "Description of october"/ "Descripción de octubre") Poesía completa (Traducción de Jordi Doce)

martes, 2 de octubre de 2012

También. Tampoco (sobre un verso de Olvido García Valdés)


Ella tiene los pies como Marilyn Monroe
y una tierna
indefensión en los hombros.

Están en una sala y la ventana

descorre sus cortinas a un atardecer

boscoso,

pero es como si fuera
una esfera
de cristal. No se miran.
Él la mira a ella. Ella a lo lejos.
Hace ya mucho tiempo que él la había soñado
como un aire
de cigüeñas, una luz,
y ahora estaba allí.
Tantas vidas que no parecen ciertas
en una sola vida.
Campanillas azules en la mano.
Él sabe que se irá. No hablan
y el momento está lleno de voz,
voz acunada, lejana.
El amor es una enfermedad,
campanillas azules. Siempre en ti,
como en el sueño, volviendo
siempre en ti. Tan incierta
la luz. Como en el sueño.

Olvido García ValdésExposición


Era aire de cigüeñas. Tenía los pies como de Marilyn y un gesto de tierna indefensión se me había, también, posado en los hombros
Septiembre se iba, regresaba al agua de aceite, a donde el sol se dejaba caer, sol sin sol, a los tostados ferozmente amarillos, a un furor que se desmiente. El arenal lo respiraban las gaviotas. Se levantaban quebrando el aire a alazos. Ella y yo arrastrábamos, cada una en su tamaño, casi un poco, apenas la edad, los pies sobre el empedrado. Las risas, como la respiración que es lumbre, y flota, volviéndose vapor, y tacto, y sangre, y hambre, en la nuca del amado, a veces tropiezan. (Aquel día ocurrió.)
También dice el poema que el amor es una enfermedad.
También.
Que el amor es incierto.

Tantas vidas que no parecen ciertas
en una sola vida.


No dice, sin embargo, que los grandes acontecimientos del camino nos son comunes a todos. Atravesamos aquel canal de parto. Nacemos, sabemos de la danza de la carne, del dolor y la pena, de la finitud; del pudor, el mal y la vergüenza; del engaño; de ese calambre que llaman síntoma y diagnóstico. 

Lastima. Que enferma el amor (que enferma) pronto certeza.

El cuaderno se cubrió de una única palabra, ni fechas, ni anhelos, ni confesiones: nada.

-Te voy a contar un secreto. No quiero ir al colegio. Ya no me gusta.

-Te voy a revelar un secreto. No quiero ir al colegio. Ahora no me gusta.

Mi hermana pequeña puso ojos de mero, en la playa, con el mar recortándola, un icono entre estrellas, y erizos, y conchas, y algún delfín que cuentan, que dicen que dicen, que se dejó mirar. El viento sopló verde. Sonaban caducos perfumes: fenicios, celtas, helenos. Éramos dos niñas.

-Él tampoco te ama.

-Tampoco.

Entonces, crecimos.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Hace cuarenta años (Maria Van Rysselberghe)


"Eres la gran turbación que merezco."

Maria Van Rysselberghe, Hace cuarenta años

Solo léanla. Añadir una glosa a la experiencia, llámese "emoción", llámese "arte", se me antoja un acto de deslealtad. 
Léanla. Háganlo.
Entonces se compadecerán de que el mayor homenaje sea este limpio o contenido silencio.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Miniatura

Simone Martini, Sagrada Familia

Miniatura: pintado con minio (étimo)

Son de color musgo. Calmados y curiosos. Sus ojos. Asombrados. Así son.

Cuando el maligno me visita en forma de miedo, necesititis, vacío, lo llamo. Sin nombre.
Amor, ven. 
Corre por el pasillo, se me tira encima, me coge el rostro entre las manos, me dice que merezco ser amada como lo hacía el rey nazarí en aquel cuento de misterio en la Alhambra. Le cuento que hay problemas irresolubles, que me enfado conmigo misma, que no me gusta el color que hoy tiene el mundo. Y que solo sus besos me tranquilizan. 
Pero mira que eres mimosa, ¿Quieres una chuche? 
Y sé que somos un estadio, un instante, una imagen distorsionada que parpadea. 
A tu lado, no hay peligro. Tú me querrás siempre. No te dejes. Es el lado oscuro de la fuerza.
Y sigue en sus palabras, Condesa descalza no estés picudina, ni simoninamartina. La risa vuelve a aparecer. El fondo se vuelve dorado, los detalles de nuestros gestos, mi mano extendida, casi siempre con un libro en mi cuenco. La anécdota de un día en común. Su ropa. Mi ropa. Nuestros tamaños confundidos. Él también trae un cuento. Y su boca, donde a veces ocurre todo, representa un mohín adulto. Siena y minios oxidados.
Escucho en su voz mis palabras de consuelo. Sé que algo quieto, dulce, de una sola pieza, me pertenece. Que él es mi tiempo indefinido.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Mujer de mediana edad

A mi madre

"Antes es una palabra hermosa cuando estás solo, pero que se vuelve una carga, un garfio, un puerto en llamas del que debes alejarte cuando compartes tu vida con alguien."

Chus Fernández

Yo

Fatiga crónica.


Eso fue lo que el médico dijo. Fatiga crónica. Hay un intruso, en mí vive alojado, opera sobre el sistema nervioso, entre lo blando y lo eléctrico que me conforman. 
Preferentemente en mujeres de mediana edad. 
Todos los días alguna llega a quien se lo tengo que comunicar. Por otra lado, los análisis están bien. Acaso, bajo el colesterol bueno. Instrucción: coma pescado azul pequeño. Nada de piezas grandes, están intoxicadas, no se dice porque se acabaría con sectores de la economía de este país a quienes no les interesa que esta información se propague. Usted verá. Mi obligación es mencionarlo.
Procure su bienestar y sea feliz.
Sea feliz.
Sea feliz.
Después de la pubertad vino la universidad, los cambios, los madrugones y la búsqueda incesante de trabajo. La pareja y los años en que creí que la alegría era un estado conquistable. Dejé los zapatos altos, las blusas entalladas, los excesos y las noches de holgorio con desayuno. Los cambié por las sandalias, el uniforme de madre, el peso de la contabilidad y el fin de mes; las noches de agua, pañales, fiebre y pesadillas. Los pechos turgentes por las carnes tatuadas de estrías. 
Crecieron. Se limitaron a hacerse grandes entretanto yo invertía energía, tiempo y largos abrazos en ellos. Ahora entran y salen. Los despido casi según abren la puerta de casa. No quieren oír crítica alguna, mi opinión, no puedo permitirme el reproche, ni siquiera decirles "Os echo de menos, necesito que estéis". Tienen su vida. Me he quedado en esta orilla, de este lado; no quiero mirarme en ellos. 
¿Qué tienes? Estoy cansada. Muy cansada. 
Usted ha perdido la pasión. Salga, busque, cierre el túnel de los días. Haga lo que le apetezca. Ría. 
Durante este tiempo me he apuntado a clases de yoga, me aburro. A clases de natación, me canso. A clases de fofuchas, peor que las papillas.
¿De qué te quejas? Lo tienes todo. 
Estoy triste, estoy exhausta, estoy harta. Ni siquiera me está permitido nombrarlo.
Tremendamente infeliz. Me tienta la idea de quitarme de en medio. 
Lo que tú necesitas es una razón de peso para quejarte. Soberbia. Trágica. Histérica.
Te odio. Lo hago. No soporto tu carraspeo matutino. La caña ruidosa con la que salpicas el retrete cuando yo me lavo los dientes. De qué hablas y en qué callas. El ácido olor de tu piel, los zapatos en el alféizar de la ventana, tus tapones para dormir, las colecciones que te obsesionan. Cómo te subes a mi cuerpo mientras yo me distraigo en descifrar el tiempo degradando tu rostro, el cuello colgante, la flacidez de tus mejillas, los derrames de tus ojos, tu moreno verdoso, así, de viejo. Acostarse con la mediocridad. Ya no te amo. 
¿Puedes decidir a quien amas? ¿Puedes? ¿Se puede?
He olvidado cuándo y por qué.
No hay quien te entienda. Estás de los nervios, como lo estuvo mi madre, como lo estáis todas a partir de una edad. Me largo con los chicos.
Pero era el padre de sus hijos, el hombre un día extraordinario, quien la conocía y con quien sostenía un hogar, un patrimonio, una jaula. Amarlo aún, probablemente, era pedir a la vida demasiado. 
Perdió otros trenes. Brief Encounter. Sabio David Lean. "Una persona corriente". 
Pero una mujer decente no asume riesgos.
No lo hace.
No se hace.
No conocía de nadie que dijera lo que realmente pensaba. ¿Qué nos diferenciaba, por tanto, del chillido de los orangutanes? Tampoco sabemos si algo discurre por sus mentes. Tampoco pueden decir.
¿Y en qué se le había ido eso, la vida? Su aspecto malhumorado, su cuerpo ancho donde fue estrecho, su imperfección. El resto de un cuerpo hermoso, la melena abundante, la clase y la altura. Lo que el mundo describía como "realidad". La tallerista de la asociación de jubiladas donde acudía una vez al mes lo calificaba de "Síndrome Bovary": A todas nos acaba brotando algún día. 
A todas. Femenino. Plural.
¿Y qué ocurre con ellos?
Nadia murió, la vecina del sexto. Era su segunda mujer. No hace ni seis meses. Esta mañana me lo crucé perfumado y con brillo en los ojos, subimos en el ascensor, él, la redondita que lo acompañaba y yo.
Qué tedio. Qué hartazgo de vacío. ¿Pastillas? No, gracias. muchas de mis amigas las consumen para apagar la tristeza, para enderezar los días, para compensar otras píldoras; para calmar la euforia que la química elegida induce y desemboca en el insomnio. 
Aún me gusta el rubor que me provoca mirarme desnuda en el espejo, las nalgas caídas, las redondeces, la indulgencia de estos pechos, los muslos rozándose. 
Ceder. Una vez más.
La edad de la transparencia.

Ella

Le dolía aquella palabra que la subyugaba y la absorbía. "Ayer". De eso iba el relato. Con él se presentó al concurso. Y ahora, delante de los zapatos brillantes, del vestido recién planchado, de los pendientes con los que un día se casó, no sabía qué hacer. Si acudir a la entrega de premios o quedarse allí, quieta, una hora más, un día más, la vida que seguía corriendo por debajo de sus pies descalzos.
Lo oyó acercarse. ¿Qué haces? El tiempo se te echa encima. El neno te espera abajo en doble fila, el otro ha llamado por si nos había ocurrido algo, yo ya me he puesto la americana.
Se cubrió el cuerpo con la tela, se cubrió los viejos patrones, se cubrió los cascabillos de sus años.
Dio un paso adelante. Supo entonces que el desamor, el aburrimiento, la desgana se quedarían atrás para siempre. 
Fatiga crónica.
Sí. También lo supo. Que entre ellos dos ya nunca mencionarían la palabra "Antes".

miércoles, 5 de septiembre de 2012

De "La condesa descalza" a "Kartum"

Los niños, ajenos a la geometría de los adultos, nos sorprenden con sus apodos, aforismos y conclusiones. Una vez a la semana mis hijos y yo celebramos "Lo antiguo". Salimos a buscar una chuchería que a cada uno nos guste. Sin tasa. Sin precio. Sin normas. Y vemos un peliculón de los de antes.
El niño mayor suele elegir patatas fritas o Filipinos, el pequeño Lacasitos o Lacasitos, yo chocolate, antes caro, aún intenso y negro. No hay límite, están permitidos los excesos. Ellos ocupan sofá o suelo; a mí me toca lo que dejen. Bandeja en mano se acomodan, yo introduzco un clásico del cine sin que ellos tengan ni idea del género, damos play, et voilà.
Y te llevas gratas sorpresas, para el pequeño ninguna puede competir con El fantasma y la señora Muir, para el mayor, Centauros del desierto. El último día pintaba Mankiewicz, La condesa descalza. Entre los diálogos que atesoro para mis días, hay uno que hace mucho tiempo extraje de María Vargas, aquel en que explica por qué va sin zapatos y por qué los odia. Tiene que ver con su niñez y la pobreza. Con la mendicidad y las grietas que la infancia acumula en nuestra osamenta emocional. También con los miedos. La Gardner, hermosa "como lava", susurra "Tengo miedo a no tener trabajo y a vivir sin protección".
La película se desarrolla como todos sabemos. En Ava deseo y necesidad se funden hasta que el final trágico, del que sabemos desde un principio a través de la voz del narrador y una escultura de la bella, pone  end al desenlace. 
Necesitamos muy poco para estar bien, cierto. Salud, amor, alimento, cobijo; dicho de otro modo, "Trabajo y protección". El Gobierno repite machaconamente "Necesitamos muy poco para estar bien", "A arrimar el hombro", "La coyuntura económica lo exige". Somos lebratos que asistimos paralizados frente a los focos de un coche llamado dictadura económica entretanto usurpan el lenguaje. Insisten en sus lemas. Colonizan nuestros derechos. El indio pasó de ser libre en la montaña a esclavo en la reserva, el somalí de pertenecerle el desierto a ser cautivo en la explotación, el azteca de propietario del oro y las estrellas a porteador del Evangelio. 
Los políticos no se ponen rojos, hacen como si nada, cínicos e hipócritas se sienten a salvo por el respaldo masivo de las urnas en su afán simulador. La infanta Cristina alquila su palacete y se muda a una casa unifamiliar modesta, Aznar cobra como consejero lo indecible de las eléctricas que curiosamente un día, también jefezuelo por votos, liberó de la cuadrícula de lo público, Gallardón impone creencia donde muchos lucharon por Derechos.
¿Y qué? Nosotros miramos y ellos giran la tuerca del ahogo: una vuelta más.
Nosotros, lebratos paralizados ante la luz de los focos. No obstante, "Cada hombre tiene una última arma", dice Charlton Heston en Kartum, "su vida". No harán de la expansión de una creencia el arma de la influencia social. No nos responsabilizarán del desastre porque por cada perversión del idioma, nos repetiremos "no sin trabajo, no sin protección; el arma, la vida". Entonces, tal vez, esta sorpresa e indignación quietas se transformen. No nos hemos educado en la posibilidad de una guerra, jugamos con las armas de la democracia mientras sus bastardos intereses operan en clave bélica pero con palabras constitucionales. Antes de la invasión, la mendicidad, el recorte masivo de derechos, el regreso a la España de los cuarenta, ergo, los días sin trabajo, sin protección, acaso dispongamos de nuestra vida. Y no será para ocupar supermercados y llevarnos carros de comida. Donde digan democracia, sentido común, arrimar el hombro, interpretaremos dictadura, mezquindad, abuso. En consecuencia, no miraremos los focos sino que buscaremos el camino. Y en él la ira y la vehemencia. Antes manejé la pluma cuando me enervaron (dejaron sin nervio, debilitaron, acosaron), hoy llevo un cuchillo en la liga de las medias.
El mayor me llama desde María Vargas "La condesa descalza", porque dice que no hay mamá más bella y que siempre que puedo me quito los zapatos. Yo me siento la condesa descalza, una más, todos condesas descalzas, no por la hermosa motivación que empujó a mi hijo a apodarme así, sino porque pretenden dejarnos sin trabajo y negarnos la protección. Lo que no saben es que en su continuidad e ingeniería Kartum será la próxima película. 
Y el mantra.

viernes, 17 de agosto de 2012

Sueños présagos



Erwin Bechtold

Él decía: "La humanidad se divide en dos grupos: los que leen la correspondencia de los demás y los que no la leen, y tú y yo, Maria, pertenecemos al grupo malo. Somos de los que abren los botiquines de los amigos, para ver qué medicinas les receta el médico."

Philip Roth, La contravida

-Por supuesto -sobraba la palabra.

Sin más Jota le puso una copa de vodka con naranja, nada de particular, la relación entre camarero y cliente, dos lados, alguna mosca extraviada, el sin sonido del plasma, el aire acondicionado moviéndole el pelo, ya ralo, que brotaba bajo la gorra, lacio sobre la nuca. Triste como el dueño. Nada de particular, salvo que eran las diez y dos minutos de la mañana y un hombre bebía solo en la barra del bar de un hostal.
El hilo musical pintaba Stones y el chico susurraba Time is on my side, las intenciones claras, el guión predecible, los marcos con sus estatus y sus roles. La televisión sin voz, solo imágenes deportivas. Tres medallas en el haber español, casi treinta en el palmarés británico. 

-Háblame en inglés, Suk, please que tengo que practicar. Nada como los idiomas.
-Qué idiomas, qué idiomas -grita un peso welter que irrumpe en la escena-, el mundo lo mueve el amor y para la jodienda, soy perro viejo, nunca hicieron falta las lenguas, que sí la lengua. Y ponme una rubia fresquita que vengo a caldo, maldita calor.
-A mí un tinto. Un Vega Sicilia de la casa: todos tienen su solar en La Mancha, ignorantes, arrogantes, engreídos -farfulló un nuevo invitado.

Jota tira de palanca. 

-Marchando una clara. 

La posa. 
Abre la botella de peleón, rellena un vaso. En la pantalla las piernas avanzan sobre la pista. Toca atletismo. Suk mira la cobertura cristalina que recubre el caldo, quedaría bastante bien no bebérselo, claro. Y las niñas, y la zorra de la mujer, y el jardinero escurriéndose por sus muslos. Fuck off. Y el licor directo a la herida, a ver si quema, si cauteriza, si me muero en el intento. No pensar, esa es la clave. No pienses, Suk. No lo hagas. La vejiga se le hincha como un pulmón que revienta de aire, intimidando, amenazador; un órgano que desemboca en el aliento, igual que un conducto a través de las tripas del motor. Explota, hazlo. Mátame de una vez. Reviéntame como un bulbo en la punta de un zapatazo.

-Más.
-En inglés, Suk, qué te cuesta.

Pero sí. Claro que le cuesta. Es el idioma de ella, de la mujer a la que sigue amando. A pesar de todo. Con todo. En sus ojos verde césped, en la miga de pan que es su rostro, en el nudo de su pelo; en la recitación: tabasco, end, hinojo, well, trozo, hipoteca, my lord, cuenco, divorce. No importa el qué sino el timbre cálido con el que ella aromatiza esas palabras y se las vierte, y las agrega, con gotas, en trozos, discontinuas o apretadas. En español o inglés. La oye dentro del cerebro igual que un acúfeno intermitente. Basta. Bebe. Basta, déjame, solo quiero olvidar. 
Basta. Basta. Basta.
Porque llegó antes de tiempo. Ese minuto. Fue la casualidad. No, eso no existe. Más bien aquellos cabos sueltos que quiso atar. O la pista que hacía tiempo lo buscaba: mira, observa, investiga. Y abrió esa puerta. Su puerta. Y la vio resbaladiza, gimiendo, expulsando esa energía libidinal. Veinte años de diferencia entre la mujer de piel como papel encelado y aquel Mustang insultando su vejez, la de ella. Sangre nueva donde la mujer pretende anclar el paso del tiempo. Tópico: la madurita y su jardinero.

-Suk, baby, la muerte es lo mejor que nos puede haber pasado, te obliga a amarrarte a la vida. Life, my love, to live, to be young.

Era suyo, el surco que el jardinero araba. Suyo. Su carne. O esa piel, aquello que hizo que se fijara en ella, en su barbilla, en el modo en que su rostro se plegaba cuando se dirigía a él. Y su voz. Y su aroma. El olor ahora invadido por aquel extraño que se distribuía en su interior. Ella. Bebiendo de la juventud para mitigar el miedo a la muerte. Qué otra cosa pudo ser.
Ellos tenían una buena vida, es eso lo mejor que puede atesorar un hombre. Una buena vida. Decían. 
What is to be young! decía ella.
De un trago y ya van dos.

-Otra, ponla mientras voy al baño. Antes de la siguiente.

Ti-me... is on my side. Ti-me...

miércoles, 4 de julio de 2012

El bulto en el pecho

-Repita, por favor, nombre y apellidos.
El techo era blanco, con cuadrículas, trazos poligonales encajados los unos en los otros y en medio, justo encima de su pubis, una claraboya. Cuadrada, también. 
-Ahora desvístase, échese sobre la camilla y cúbrase con la sábana.
La luz era gris, toda la estancia se encontraba en sombra, los únicos puntos luminosos nacían de ese espacio sobre la mujer y de la reverberación de la pantalla del monitor. La sala parecía una gran incubadora donde bajo la sábana blanca ella era el feto a medio hacer.
-Acérquese un poco más a la derecha, gracias.
Toda la semana había estado dándole vueltas a esta historia. Se había acercado a una vieja tienda de la calle principal que le habían recomendado. La atendió Tina, la dueña. Era una mujer pequeña, con ojos miopes, que se movía con las piernas abiertas y los brazos elevados, balanceándose igual que los porteadores en las películas antiguas de Tarzán: aquellos subsaharianos que cualquier espectador sabía que se iban a caer, invariablemente, al río, cuando aparecieran los leones o las máscaras de otra tribu anunciando “muerte al que cruce este baobab”. 
A la dueña le gustaba contar su vida a la clientela. Había cumplido los noventa y tres y aún seguía en el negocio de las pelucas. Con doce años su madre la había llevado al taller de aprendiz, allí le vino su primer menstruo, su primer sueldo, su primer hombre. Tina se casó con el heredero del imperio del pelo artificial y los casquetes, del peluquín y el bisoñé. Allí enviudó y allí seguía. Como si ella también se hubiera contagiado de la impostura y fuera un simulacro más. La artificial Tina. 
Le confesó a la mujer que últimamente le iba bien. Años atrás fue otra cosa. La crisis le había llegado a finales de los ochenta con la caída de la demanda tanto de pelucas para travestis y disfrazados de la movida, cuanto de peluquines para agentes comerciales y vendedores de gran superficie aquejados de calvicie temprana. "Estos años, con esa maldita enfermedad, el negocio va viento en popa", farfulló.
-Relájese y ponga los brazos tras la nuca.
Se probó alguna de las pelucas, la que mejor le quedaba era una de media melena, de color castaño, curiosa opción, pues ella siempre había sido rubia, casi vikinga. De hecho, una mañana del tercer trimestre escolar, en el primer recreo de primero de BUP, Etelvino Pérez Menéndez, número once, fila sexta y tripitidor, se le había acercado para espetarle la siguiente pregunta:
-Y el chichi, ¿también tienes el coño del mismo color amarillo que la coleta?
Los chicos de la pandilla rieron la payasada como gorilas golpeándose el torso, mientras él le daba la espalda marchándose con el zumbao del pavo. Ella lo había mirado desde la cara interna de las gafas. Era un ganso, como todos, por eso no le gustaban los chicos, ninguno era interesante. Prefería los libros. Y sí, ella se quedó con las ganas de contestarle que la línea afelpada, cual ceja que le había nacido a partir de los pliegues de su sexo, era ondulada, dura y de un tono pajizo. Luego se le iría oscureciendo, como el de la coleta. Pero no se lo dijo a aquel idiota. Aún hoy convivían castaños e hilos dorados, hasta alguna cana, por entre lo hirsuto del vientre de la mujer. Aún hoy muy pocos hombres le resultaban interesantes.
Ella era la misma mujer que ahora se imaginaba mutilada delante de Rafael. 
Se habían visto hacía un par de meses, ella volvía de llevar a las niñas a un cumpleaños, él la saludó desde detrás, subido a una bicicleta con su hija, "Se llama Julia", en la sillita.
-Hola, ¿dónde vas, rubia?
La mujer se asustó por el grito, por pillarla por la espalda y por el hecho de no reconocer aquella voz. Después de no haberse visto en años, lo encontró mucho más delgado, él confesó que había perdido algo más de diez kilos.
-Me acabo de separar. Hoy me toca la niña.
Estuvieron hablando un buen rato. Se empeñó en acompañar a la mujer hasta su casa. Fueron dando un paseo por el parque, atravesando otros hijos con otros padres y otras madres, quizá no desestructurados, no frustrados, no fallidos. Hablaron de todo y de nada, pero sobre todo se miraron, sí, a los ojos, durante todo el tiempo, mientras la nena dormía en la silla que pendía del asiento, sobre la rueda trasera. Le pidió a la mujer su dirección de correo, le preguntó si le molestaría recibir sus mensajes, de vez en cuando, por pura cháchara y eso. Un eso que se convirtió en cita. Cada noche a las diez, la carpeta etiquetada como Rafael la avisaba de que tenía un recibido, a veces dos. Era puntual y a la mujer aquel rito empezó a seducirla. Siempre le había gustado ese hombre de espaldas anchas y mirada oscura, como de árabe, su altura, sus manos menestrales, su voz radiofónica, el pelo largo, de negro raíl. Escribía bien. Le decía cosas bonitas. Con todo, le había costado reparar en él como hombre más allá de la estética, es decir, como un posible compañero, como macho, como semental incrustándosele entre sus caderas. Pensarlo la ruborizaba. Había, sin embargo, tensión sexual. Vaya si la había. 
En el último correo él había propuesto a la mujer que lo acompañase. Tenía que pasar por motivos laborales julio en Barcelona, debería acercarse hasta allí de manera intermitente. Agosto era el mes de la niña. Ella podría ir en el arranque del verano o más tarde. Escoger las fechas que mejor le vinieran. Sin compromisos. La mujer aún no le había contestado.
Ella no se había acostado con otro hombre desde la separación. Mentira. Aún y de vez en cuando seguía yéndose a la cama con su marido. Su ex marido, para ser exactos. Siempre habían sido muy compatibles en el nudo de sus cuerpos, sexo quirúrgico o sucio o eufórico; siempre complaciente, casi perfecto. Dos veces aquel hombre enraizó en ella. Dos hijas. Ahora, sexo sin amor. Sin reproches. Tampoco sin reproches. Un intercambio satisfactorio, limpio, húmedo. "Yo te hago, tú me haces". Aún eran capaces del orgasmo simultáneo. De ciertas excelencias. De la danza acompasada de dos que se conocen desde niños. Estaba bien. Casi muy bien. Sin amor. Claro. El hombre y la mujer como dos hermanos que en la adolescencia descubren aquel extraño juego entre los cuerpos, ni siquiera nombrado, un incesto delicioso que los hace gemir y buscarse.
Desnudarse delante de Rafael. Como estaba ahora. Allí. O como estaría después. Tras la operación. Si al final tenía que ser. Amputada. No una máquina que a través del gel frío le recorriera los pechos, la aureola rosada, los pezones endurecidos. No aquellas manos enguantadas bajo látex azul, sino las otras, llenas de dedos, de yemas calientes, de hambre de ella. O su boca, de labios carnosos, sonrosados, algo más oscuros que aquellos dos pechos que ahora eran minuciosamente rastreados por el ecógrafo. 
La claraboya, los minutos lentamente extendidos, los movimientos y pitidos de la máquina.
-Puede limpiarse y vestirse. Le llegará el informe a su médico de cabecera. Deje la sábana en el vestidor. Y enhorabuena.
La mujer ya no pensó en la luz de la claraboya, en las pelucas de Tina, en la operación. O en aquel terrible bulto. Solo en la boca, en la saliva, en los dientes de Rafael. En ser mujer, sobre o bajo ese hombre, tensa, poderosa y arqueada. En ella. Desnudándose. Con cada uno de sus dos pechos. Entera. Y el bulto sumergiéndose.