jueves, 27 de septiembre de 2012

Hace cuarenta años (Maria Van Rysselberghe)


"Eres la gran turbación que merezco."

Maria Van Rysselberghe, Hace cuarenta años

Solo léanla. Añadir una glosa a la experiencia, llámese "emoción", llámese "arte", se me antoja un acto de deslealtad. 
Léanla. Háganlo.
Entonces se compadecerán de que el mayor homenaje sea este limpio o contenido silencio.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Miniatura

Simone Martini, Sagrada Familia

Miniatura: pintado con minio (étimo)

Son de color musgo. Calmados y curiosos. Sus ojos. Asombrados. Así son.

Cuando el maligno me visita en forma de miedo, necesititis, vacío, lo llamo. Sin nombre.
Amor, ven. 
Corre por el pasillo, se me tira encima, me coge el rostro entre las manos, me dice que merezco ser amada como lo hacía el rey nazarí en aquel cuento de misterio en la Alhambra. Le cuento que hay problemas irresolubles, que me enfado conmigo misma, que no me gusta el color que hoy tiene el mundo. Y que solo sus besos me tranquilizan. 
Pero mira que eres mimosa, ¿Quieres una chuche? 
Y sé que somos un estadio, un instante, una imagen distorsionada que parpadea. 
A tu lado, no hay peligro. Tú me querrás siempre. No te dejes. Es el lado oscuro de la fuerza.
Y sigue en sus palabras, Condesa descalza no estés picudina, ni simoninamartina. La risa vuelve a aparecer. El fondo se vuelve dorado, los detalles de nuestros gestos, mi mano extendida, casi siempre con un libro en mi cuenco. La anécdota de un día en común. Su ropa. Mi ropa. Nuestros tamaños confundidos. Él también trae un cuento. Y su boca, donde a veces ocurre todo, representa un mohín adulto. Siena y minios oxidados.
Escucho en su voz mis palabras de consuelo. Sé que algo quieto, dulce, de una sola pieza, me pertenece. Que él es mi tiempo indefinido.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Mujer de mediana edad

A mi madre

"Antes es una palabra hermosa cuando estás solo, pero que se vuelve una carga, un garfio, un puerto en llamas del que debes alejarte cuando compartes tu vida con alguien."

Chus Fernández

Yo

Fatiga crónica.


Eso fue lo que el médico dijo. Fatiga crónica. Hay un intruso, en mí vive alojado, opera sobre el sistema nervioso, entre lo blando y lo eléctrico que me conforman. 
Preferentemente en mujeres de mediana edad. 
Todos los días alguna llega a quien se lo tengo que comunicar. Por otra lado, los análisis están bien. Acaso, bajo el colesterol bueno. Instrucción: coma pescado azul pequeño. Nada de piezas grandes, están intoxicadas, no se dice porque se acabaría con sectores de la economía de este país a quienes no les interesa que esta información se propague. Usted verá. Mi obligación es mencionarlo.
Procure su bienestar y sea feliz.
Sea feliz.
Sea feliz.
Después de la pubertad vino la universidad, los cambios, los madrugones y la búsqueda incesante de trabajo. La pareja y los años en que creí que la alegría era un estado conquistable. Dejé los zapatos altos, las blusas entalladas, los excesos y las noches de holgorio con desayuno. Los cambié por las sandalias, el uniforme de madre, el peso de la contabilidad y el fin de mes; las noches de agua, pañales, fiebre y pesadillas. Los pechos turgentes por las carnes tatuadas de estrías. 
Crecieron. Se limitaron a hacerse grandes entretanto yo invertía energía, tiempo y largos abrazos en ellos. Ahora entran y salen. Los despido casi según abren la puerta de casa. No quieren oír crítica alguna, mi opinión, no puedo permitirme el reproche, ni siquiera decirles "Os echo de menos, necesito que estéis". Tienen su vida. Me he quedado en esta orilla, de este lado; no quiero mirarme en ellos. 
¿Qué tienes? Estoy cansada. Muy cansada. 
Usted ha perdido la pasión. Salga, busque, cierre el túnel de los días. Haga lo que le apetezca. Ría. 
Durante este tiempo me he apuntado a clases de yoga, me aburro. A clases de natación, me canso. A clases de fofuchas, peor que las papillas.
¿De qué te quejas? Lo tienes todo. 
Estoy triste, estoy exhausta, estoy harta. Ni siquiera me está permitido nombrarlo.
Tremendamente infeliz. Me tienta la idea de quitarme de en medio. 
Lo que tú necesitas es una razón de peso para quejarte. Soberbia. Trágica. Histérica.
Te odio. Lo hago. No soporto tu carraspeo matutino. La caña ruidosa con la que salpicas el retrete cuando yo me lavo los dientes. De qué hablas y en qué callas. El ácido olor de tu piel, los zapatos en el alféizar de la ventana, tus tapones para dormir, las colecciones que te obsesionan. Cómo te subes a mi cuerpo mientras yo me distraigo en descifrar el tiempo degradando tu rostro, el cuello colgante, la flacidez de tus mejillas, los derrames de tus ojos, tu moreno verdoso, así, de viejo. Acostarse con la mediocridad. Ya no te amo. 
¿Puedes decidir a quien amas? ¿Puedes? ¿Se puede?
He olvidado cuándo y por qué.
No hay quien te entienda. Estás de los nervios, como lo estuvo mi madre, como lo estáis todas a partir de una edad. Me largo con los chicos.
Pero era el padre de sus hijos, el hombre un día extraordinario, quien la conocía y con quien sostenía un hogar, un patrimonio, una jaula. Amarlo aún, probablemente, era pedir a la vida demasiado. 
Perdió otros trenes. Brief Encounter. Sabio David Lean. "Una persona corriente". 
Pero una mujer decente no asume riesgos.
No lo hace.
No se hace.
No conocía de nadie que dijera lo que realmente pensaba. ¿Qué nos diferenciaba, por tanto, del chillido de los orangutanes? Tampoco sabemos si algo discurre por sus mentes. Tampoco pueden decir.
¿Y en qué se le había ido eso, la vida? Su aspecto malhumorado, su cuerpo ancho donde fue estrecho, su imperfección. El resto de un cuerpo hermoso, la melena abundante, la clase y la altura. Lo que el mundo describía como "realidad". La tallerista de la asociación de jubiladas donde acudía una vez al mes lo calificaba de "Síndrome Bovary": A todas nos acaba brotando algún día. 
A todas. Femenino. Plural.
¿Y qué ocurre con ellos?
Nadia murió, la vecina del sexto. Era su segunda mujer. No hace ni seis meses. Esta mañana me lo crucé perfumado y con brillo en los ojos, subimos en el ascensor, él, la redondita que lo acompañaba y yo.
Qué tedio. Qué hartazgo de vacío. ¿Pastillas? No, gracias. muchas de mis amigas las consumen para apagar la tristeza, para enderezar los días, para compensar otras píldoras; para calmar la euforia que la química elegida induce y desemboca en el insomnio. 
Aún me gusta el rubor que me provoca mirarme desnuda en el espejo, las nalgas caídas, las redondeces, la indulgencia de estos pechos, los muslos rozándose. 
Ceder. Una vez más.
La edad de la transparencia.

Ella

Le dolía aquella palabra que la subyugaba y la absorbía. "Ayer". De eso iba el relato. Con él se presentó al concurso. Y ahora, delante de los zapatos brillantes, del vestido recién planchado, de los pendientes con los que un día se casó, no sabía qué hacer. Si acudir a la entrega de premios o quedarse allí, quieta, una hora más, un día más, la vida que seguía corriendo por debajo de sus pies descalzos.
Lo oyó acercarse. ¿Qué haces? El tiempo se te echa encima. El neno te espera abajo en doble fila, el otro ha llamado por si nos había ocurrido algo, yo ya me he puesto la americana.
Se cubrió el cuerpo con la tela, se cubrió los viejos patrones, se cubrió los cascabillos de sus años.
Dio un paso adelante. Supo entonces que el desamor, el aburrimiento, la desgana se quedarían atrás para siempre. 
Fatiga crónica.
Sí. También lo supo. Que entre ellos dos ya nunca mencionarían la palabra "Antes".

miércoles, 5 de septiembre de 2012

De "La condesa descalza" a "Kartum"

Los niños, ajenos a la geometría de los adultos, nos sorprenden con sus apodos, aforismos y conclusiones. Una vez a la semana mis hijos y yo celebramos "Lo antiguo". Salimos a buscar una chuchería que a cada uno nos guste. Sin tasa. Sin precio. Sin normas. Y vemos un peliculón de los de antes.
El niño mayor suele elegir patatas fritas o Filipinos, el pequeño Lacasitos o Lacasitos, yo chocolate, antes caro, aún intenso y negro. No hay límite, están permitidos los excesos. Ellos ocupan sofá o suelo; a mí me toca lo que dejen. Bandeja en mano se acomodan, yo introduzco un clásico del cine sin que ellos tengan ni idea del género, damos play, et voilà.
Y te llevas gratas sorpresas, para el pequeño ninguna puede competir con El fantasma y la señora Muir, para el mayor, Centauros del desierto. El último día pintaba Mankiewicz, La condesa descalza. Entre los diálogos que atesoro para mis días, hay uno que hace mucho tiempo extraje de María Vargas, aquel en que explica por qué va sin zapatos y por qué los odia. Tiene que ver con su niñez y la pobreza. Con la mendicidad y las grietas que la infancia acumula en nuestra osamenta emocional. También con los miedos. La Gardner, hermosa "como lava", susurra "Tengo miedo a no tener trabajo y a vivir sin protección".
La película se desarrolla como todos sabemos. En Ava deseo y necesidad se funden hasta que el final trágico, del que sabemos desde un principio a través de la voz del narrador y una escultura de la bella, pone  end al desenlace. 
Necesitamos muy poco para estar bien, cierto. Salud, amor, alimento, cobijo; dicho de otro modo, "Trabajo y protección". El Gobierno repite machaconamente "Necesitamos muy poco para estar bien", "A arrimar el hombro", "La coyuntura económica lo exige". Somos lebratos que asistimos paralizados frente a los focos de un coche llamado dictadura económica entretanto usurpan el lenguaje. Insisten en sus lemas. Colonizan nuestros derechos. El indio pasó de ser libre en la montaña a esclavo en la reserva, el somalí de pertenecerle el desierto a ser cautivo en la explotación, el azteca de propietario del oro y las estrellas a porteador del Evangelio. 
Los políticos no se ponen rojos, hacen como si nada, cínicos e hipócritas se sienten a salvo por el respaldo masivo de las urnas en su afán simulador. La infanta Cristina alquila su palacete y se muda a una casa unifamiliar modesta, Aznar cobra como consejero lo indecible de las eléctricas que curiosamente un día, también jefezuelo por votos, liberó de la cuadrícula de lo público, Gallardón impone creencia donde muchos lucharon por Derechos.
¿Y qué? Nosotros miramos y ellos giran la tuerca del ahogo: una vuelta más.
Nosotros, lebratos paralizados ante la luz de los focos. No obstante, "Cada hombre tiene una última arma", dice Charlton Heston en Kartum, "su vida". No harán de la expansión de una creencia el arma de la influencia social. No nos responsabilizarán del desastre porque por cada perversión del idioma, nos repetiremos "no sin trabajo, no sin protección; el arma, la vida". Entonces, tal vez, esta sorpresa e indignación quietas se transformen. No nos hemos educado en la posibilidad de una guerra, jugamos con las armas de la democracia mientras sus bastardos intereses operan en clave bélica pero con palabras constitucionales. Antes de la invasión, la mendicidad, el recorte masivo de derechos, el regreso a la España de los cuarenta, ergo, los días sin trabajo, sin protección, acaso dispongamos de nuestra vida. Y no será para ocupar supermercados y llevarnos carros de comida. Donde digan democracia, sentido común, arrimar el hombro, interpretaremos dictadura, mezquindad, abuso. En consecuencia, no miraremos los focos sino que buscaremos el camino. Y en él la ira y la vehemencia. Antes manejé la pluma cuando me enervaron (dejaron sin nervio, debilitaron, acosaron), hoy llevo un cuchillo en la liga de las medias.
El mayor me llama desde María Vargas "La condesa descalza", porque dice que no hay mamá más bella y que siempre que puedo me quito los zapatos. Yo me siento la condesa descalza, una más, todos condesas descalzas, no por la hermosa motivación que empujó a mi hijo a apodarme así, sino porque pretenden dejarnos sin trabajo y negarnos la protección. Lo que no saben es que en su continuidad e ingeniería Kartum será la próxima película. 
Y el mantra.