jueves, 10 de septiembre de 2009

Moras




Íbamos los dos. Él me miraba desde mi cintura.
“¿A dónde te llego?”
Caminábamos hacia su nueva escuela. Con los ojos fijos en nuestros pasos me di cuenta de que uno de sus zapatos tenía los cordones desatados. Quise arrodillarme. “Déjalo, mami, así tú no olvidarás que debes volver para atármelos y yo sabré que tú volverás a atármelos.”

Sus pequeños dedos intervalos de carne en mi mano.

Aún olía a bebé. Su piel aún retenía los jugos de la mía.
Los niños miran con otros ojos: tienen miedo a la oscuridad, al hombre del saco, al mayor (en el patio, en el parque); pero no a la vida. No saben. Ellos no saben.
“Ya vemos el edificio”. Me apretó la mano. Por un momento yo fui la pequeña. “Tengo miedo a su oscuridad, al hombre del saco, al mayor (en el patio, en el parque)”. Me detuve. “Hay moras rojas y negras”. Me preguntó “¿Qué son las moras?”.
“Son bayas.”
Quiso saber si se podían comer. “Toda la semana preparándome para dejarlo en su primer día de escuela y ahora que llega el momento hablamos de moras.”
“Las rojas no se comen, sino las negras.”
“¿Por qué?”
“No lo sé.”
“Yo las pintaría al revés: de color fresa las comestibles y negras las pudres. No te parece…”
“Sí me parece.”
Cogimos dos moras. Una en su mano. Él la olió (cada vez nos entreteníamos más, como si de ese modo el camino llegara a otro fin, el tiempo esperase por nosotros; el mandilón, el lapicero afilado, las ceras, la libreta rayada, la colonia en el pelo, las barras de plastilina… expectantes); no tenía más de seis años y era niño de guardería. Cinco cursos madrugando, en clases de colores, sonando Rosa León, hospedando en sus bronquios el virus de temporada, en sus intestinos toda bacteria golosa, sabiendo que el más fuerte es el que pega.

Deshizo sobre la palma, frente a la picuda maleza, cada fracción del fruto oscuro. Se llevó un gránulo a la boca. “Sabe a monte.”

Lo cogí en el cuello, besé uno tras otro sus senos, lamí sus montículos, palpé sus rugosidades, me colé por sus imperfecciones; mamíferos criando cachorros.
“¿Tú cogiste moras en tu primer día de colegio?”
También yo debí de ir a por moras, pero no lo recuerdo.
Ya no me apretaba la mano.
Fue él quien dio el primer paso, tiró de mí, cerrando en su puño, cuando el objeto había sido etiquetado como familiar, los restos de su mora. Yo lo imité, como si iniciáramos un rito.
"Vamos, mami."
Purgamos nuestros miedos.
Asistí, así, al momento privilegiado de la formación de un tejido infantil, el que configurará la memoria de un adulto que evocará una mañana, sin ruidos, camino a su primer día de colegio, de la mano de su madre ya siempre teñida de moras.

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