jueves, 24 de diciembre de 2009

Hacia la luz




Estos hombres, a fin de cuentas, obtuvieron todo cuanto la mano puede alcanzar con el brazo extendido. Variaba en ellos la longitud del brazo; en lo demás, eran iguales. Nunca conseguí sentir envidia de este tipo de gente. Siempre pensé que la virtud estaba en obtener lo que no se podía alcanzar, en vivir donde no se está, en estar más vivo después de muerto que cuando se está vivo, en conseguir, en fin algo difícil, absurdo, en vencer, como obstáculos, la propia realidad del mundo.

Pessoa, Libro del desasosiego

Entendí perfectamente la soledad del entrenador, su recogimiento, el respeto del grupo a una individualidad marcada, la fotografía del logro, el beberse el esfuerzo, la renuncia, el miedo, la soledad. El triunfo entraba por la boca, como un día dicen se abrió el mar. No es un secreto que admiro la profesionalidad, ni que veo en Pep un ejemplo pulcro, rotundo de la negación de la mediocridad. Lo sigo desde aquella primera publicación en prensa: nuevo entrenador del Barça. Pero no es sólo eso. Hoy no.

Supongo su vida entera, el recorrido, la realidad soñada concentrados en aquella exposición de su intimidad. Aquello empezó entonces. Quizá cuando era niño, cuando subió los primeros peldaños, cuando firmó algún que otro papel donde dijo no y acató las servidumbres del sacrificio. Cuando no pudo ser y cuando fue. En la quietud del fracaso, allí mientras no abrazaba lo entero sólo la superficie, imaginando lo que no se podía alcanzar.

Pero fue. Sucedió. Caminó en la estela hacia lo eterno. Y en lo grande debió de sentirse aquel niño con un balón bajo el techo de las copas. Se desnudó de lo adulto y se quedó con aquel temblor de los labios infantiles: la metáfora de las lágrimas.

Hoy es Nochebuena y he visto a un pequeño de seis años romper con la maldición tatuada en su nacimiento. No podrá, no llegará, no progresará.

Sé de su nacimiento entre máquinas y ruido, de su desconcierto, de su pánico.

Luces sin mamá.

Atado a una máquina, enchufados su latido y su respiración. El peso de la vida en tres kilogramos de carne titilando. Su recurrencia hospitalaria. Su debilidad: ingresos, percentiles bajos, crisis en morado al mezclarse sangre limpia, sangre sucia; lo cianótico bajo sus ojos, sobre su boca. Nunca rozó el abandono. Nunca.

Un año más. Otro.

Y otro.

Al pasar esta mañana por la meta, uno más entre todos aquellos niños fotografiados en la fiesta de los atletas, Las Mestas de Papá Noel, en su primera carrera, sin otro testigo de su fuerza que yo, sentí todo el peso de la magia del espíritu navideño. En su esqueleto, musculatura, órganos y vísceras era una etapa más, pero el hombre es un ser simbólico: el temblor de mi metáfora.

Bajo la lluvia, de vuelta entre sus manos, me parecía que la decoración, las luces, los espumillones, la gente hormigueando entre paquetes y lazadas tenían su función; un mundo dentro de otro mundo.

Plomiza la vimos.

Allí se alzaba: Francisco Fresno no supo que en su acto de creación había esculpido Hacia la luz para una criatura de rostro infinito que la miraba, capaz de todo, como a un tótem tallado para su hazaña.

Nos quedamos en medio de un cruce, la rotonda de Albert Einstein, disfrutando el emblema, cultivando en el ojo las celdas ambiguas que roturan lo gris. Es nuestro presente rodado de ayeres; de pie, pequeños y ceremoniosos, en este día, en que él y yo veneramos su virtud.

La dejamos atrás. Los dos, habitados de una suerte de gloria, atrapados en aquella metáfora, nos recogimos camino a casa.

Hoy es Nochebuena. Por primera vez, para mí, lo es.

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