jueves, 10 de diciembre de 2009

Jaculatoria

Hay coyundas que sólo caben en los sueños. Hay sueños que caen en la tentación de las realidades.

Trato de expresar mi gratitud a la que llevo a cuestas todo el día. Antes de abrir siquiera los ojos me quiero: Qué bien, otro día más conmigo misma. No siempre resulta, saben, pero mi terapeuta me dice que lo haga y yo obediente como un reflejo ejecuto.
Conductismo.

Visualiza tu día como un gran lienzo donde vas a escribir lo que quieras, pinta tus deseos y copia cien veces tus afirmaciones.
No más sumisión que la de mis nuevos pensamientos.
“Nadie actúa libremente si no es dentro de su mente; el genio es la voluntad de pensar”. Simone Weil dixit.
Todavía con los párpados caídos, pude recordar, seré endiablada, las consecuencias del sueño. Láudano para el cuerpo: el aliento masculino aún bogaba por mis encías.
Había pasado la noche entre las caderas de un hombre, un híbrido posmodernista: cuerpo de mi monitor de cardiotono, mente e ironía de Francisco Ayala y voz de Malamadre, Luis Tosar en Celda 211, (no pregunten, en los sueños las cosas salen así y a mí el punto macarra en oído siempre me ha revuelto las feromonas). Con cara manzana y la relajación propia del largo combate dije en voz alta “Doce veces”.
No creo que el origen del malestar tuviera que ver con lo codificado, sino más bien con el tonillo con el que yo aliñé el enunciado. Mi costilla saltó como un resorte. Tuve que abrir los ojos.
―¿Qué “Doce veces”?
Inspiro, expiro, me monologueo en silencio: “Eres maravillosa y te quiero. Éste es uno de los mejores días de tu vida. Todo lo que sucede, sucede para tu bien…”
―Estoy esperando.
Subo la sábana, me cubro el desnudo y me agito como un perro que se quita el agua del pelaje. Me siento en la cama y me concedo apenas un par de segundos para pensar.
―Un sueño, mi amor.
―¿Y?
Recuerdo, entonces, un vídeo de esos que te envían tus amigas sobre las diferencias entre hombres y mujeres y que alimentan estereotipos y roles. Es un monólogo donde un gran hombre explica la diferencia de respuesta según el género, a partir de un distinto tabicado de nuestra mente. Resumiendo la tesis de la historia, nosotras tenemos un amasijo de cables interconectados y ellos cajas estancas donde cada pensamiento no toca el anterior y donde hay una caja mágica, “la de la nada”, la que les hace contestar “Nada” y ser verdad que no piensan en nada.
Apostasía. Cruzo de sexo.
―Nada.
Fue mucho peor.
No muestres tus vergüenzas, me sugerí.
Me vi fabulando con Freud, contextualizando datos, “No sé, la muerte de ese hombre tan coherente, sus ensayos, la República, la película que fuimos a ver, Tosar, el típico feo que me gusta, los picos de ovulación, la lectura de Ofertorio antes de dormir…”
Ni yo misma sabía qué demonios significaba un sueño hasta que en el patíbulo de la almohada tuve que confesar al que comparte cama, cuerpo e hipoteca aquella ¿infidelidad?
―Vale. Te creo. Voy a hacer el café.

Seguí con mi monólogo interior. Comunicación, comunicación. En pareja todo pasa por la comunicación. Las relaciones amorosas no siempre son románticas, al menos en la expresión verbal. Yo soy romántica, lo sé, locuaz, también: celebro con el lenguaje mis emociones, con mis gemidos mis perversiones. El amor contiene muchas variantes de la alegría y la ilusión, pero también incluye siempre la vulnerabilidad (“el amor es ya un algo de arrepentimiento”). El amor se expresa declarándolo y describiendo a la persona amada. Por eso se dicen te quieros y por eso se dicen piropos. Pero también exhibiendo vulnerabilidad. Por eso se dice qué sería de mí si me dejas, por dios no te mueras, no me olvides. No se dice porque se sienta peligro de muerte o abandono. Se dice para expresar así soy de débil ante ti, esta sería mi herida. Bla, bla, bla. La confesión estaba a muchas verstas de allí, pequeña Scout.
Con todo, aquel aleluya de la comunicación se agostó. En lugar de la logorrea, salté de la cama blanca y ancha y me insinúe mimosa: donde la palabra estalló el gesto. Aceptó la fisiología de mi exhibición, los rudimentos de mi carne para el perdón, la intensidad de mi coquetería.
En la ducha, no obstante, tuve que borrar los recuerdos de la noche, el cuerpo seguía revoltoso.
Doce veces. Abrí el agua fría.
―¿Cuántas de miel?
―Mmm, no, no quiero. Gracias. Hoy solo y sin dulce.
―Vaya, yo que te iba a echar una docena…
Que una tenga que hacérselo en sueños con un mutante para que la costilla le haga el desayuno tiene bemoles. Una taza de porcelana, dos servilletas, el zumo de pomelo, la mermelada de arándanos y un platito con galletas. Cierta intuición me llevó a contarlas. Casualidad o no, allí había justo doce galletas.
Todo está bien. Me amo a mí misma. Ommm…
―¿A qué hora tienes la conferencia?
―A las seis.
―A las doce entre dos. O sea que por la tarde vamos juntos a llevar a los niños al cumpleaños de Manu.
―¡Ajá! (La inferencia de la presuposición me la tragué entre saliva, así sufrió la interjección).
La gripe A me había dejado la clase a medias. El conserje entró para decirme que sólo tendría una docena de alumnos: una fassi en medio del zoco.
El cuento que compré para Manu me costó doce euros y los mastuerzos Gormitis que escogieron mis hijos, como añadido, otros doce.
―¿Sabes dónde vive el tal Manu?
―Sí. La casa está en La Pipa, pondrá globos para anunciar el cumpleaños. No tiene pérdida.
Vimos las bolas de color al aire.
―Siete, diez, doce. ¿Te fijaste que son doce esferitas?
Inspiro, expiro. Todo es luz en mi interior. Me saboreo, me huelo, me acepto.
―¿Te llevo a Avilés?
―No, no hace falta.
―¿Volverás antes de las doce…?
Eran doce, por descontado, los alumnos presentes para el curso. Todo fue sobre ruedas. Era mi vuelta al público adulto. Hacía mucho tiempo que no impartía un curso sobre Pragmática. Después de la introducción sesuda, repartí los textos donde deberían comentar aspectos expuestos en la teoría. Leímos un cuento atmosférico, algo sobre vampiros, el genio, isotopías de Greimas, Nietzsche. Se trataba de localizar índices y síntomas que conducían a un efecto emocional que permitía la alta accesibilidad de ciertos supuestos. Yo tenía subrayados todos y cada uno de los elementos a comentar. Menos uno.

―Perdona ―me interrumpió Consuelo, como si me fuera a herir su intervención.
―¿Sí?
―No hemos hablado del número: La mañana del 12… Quizá no cayeses en la cuenta de que tanto éste como el 16 eran cifras malditas en Roma…
Ya no escuché más. Mi cabeza asentía como los perritos móviles que en mi infancia cubrían las bandejas de los coches, pero mi mente me contaba una historia mucho mejor, un relato ostensivo de una relevancia tal que concitaba todos mis esfuerzos cognitivos.

El texto gustó. La clase gustó. Yo me gusté, me acepté y me aprobé. No quise ir más allá.
A la salida me encontré con él. Al menos hacía diez años que no nos veíamos. La última vez nos recuerdo besándonos correcto (lo sé, se me ha colado uno de esos adjetivos adverbializados, interferencias de la Nueva Gramática cara y amarilla que se abre en mi mesa de estudio como una sulfúrica y magnética caldera).
Estaba guapo, como siempre. Probablemente el hombre más bello a quien yo había amado. Elegancia, inteligencia, exquisitez. Su cara, como un relámpago, alumbró esa zona de la memoria donde él se celebraba de mis carcajadas en un baño de Estambul.
―¡Qué sorpresa!
―¡Estás mejor que nunca!
―¡No…Tú sí que estás bien!
Me contó que había vuelto a Asturias después de un largo exilio voluntario. Que tras aprobar las oposiciones al Cuerpo de profesores de Secundaria pidió plaza en Mallorca. Que este año había regresado y que en concurso de traslados se le logró Avilés. Que había ido a escuchar la charla de un amigo. Que seguía enganchado a sus cosas: la natación, los viajes exóticos ("¿Has estado en la Patagonia? Está hecha para ti"), los buenos caldos, Cioran…
Noviembre entraba con fuerza. Nos lamió el agua cuanto quiso. Prometimos volver a vernos, llamarnos, comer juntos. Esas palabras de acción proscrita, cuanto menos generosas o cordiales o yermas.
―Luces preciosa, la edad te sienta bien. No seas perezosa, no dejes que pasen otros doce años.
Me amo a mí misma. Inspiro. Expiro.
Al abrir la puerta sonaban Los guajes en vinilo. Ganas de matar. Apagué mi capacidad inferencial.
Me quité aquella ropa empapada, besé a los niños durmientes, me acerqué al salón. Verbalicé los resultados de mi puesta de largo lingüística, escuché las postrimerías de la fiesta infantil, me tiré sobre el sofá en plancha. Centauros del desierto desplegaba como un cometa su magia.
―¿No nos acostaremos después de las doce, Cenicienta?
Reí. El lenguaje del humor: magnífico tesoro.
Y no. No nos acostamos después de las doce. Pero sí nos dormimos más allá de la medianoche.
El cuerpo no miente. Es esa melodía interna, que aparece, enredada en carne, para alumbrar un espacio evanescente; es allí donde te dejas llevar sobre una danza que marca un compás perfecto. Y todo sigue, a un son de pliegues, humores y ritmos oscilantes. De pronto te das cuenta de que llevas al otro viviéndote dentro, que ya ha amanecido y que la noche se te ha ido cabrioleando. Bendito vigor.

―Hace mucho que no teníamos un baile como éste.
De nada hace mucho (Escribió la Hempel).

Al apagar la luz, saboreé aquel renacido apetito.

“En la amistad como en el amor, uno debe guardar para sí sus zonas de misterio”, Tahar Ben Jelloun. Así que al cerrar los ojos, aún tibia la bula, conjuré a mi Frankestein onírico con la curiosidad de desenmascarar a quién o a qué remitirían sus añadidos, la prótesis que aquel día habría dejado en el replicante, la aureola de la depravación...
Susurré mi súplica: "Que sean doce... Por favor".

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