sábado, 12 de diciembre de 2009

Desasosiego

Para la hermosa Chus, su luz, sus ojos claros. Su azul
Dios me creó para niño, y me dejó siempre niño. ¿Pero por qué dejó que la Vida me golpease y me quitase los juguetes, y me dejara solo en el recreo, estrujado con mis manos tan débiles la bata azul sucia de lágrimas copiosas?
Pessoa
Supongo que estábamos allí. Nada más. Simplemente no me permito la superchería, la magia, la perversa intuición. Son palabras peligrosas, dialéctica de Poliburó, que encierran grasas históricas, prótesis para órganos atrofiadamente enfermos por funciones anómalas.

Confiesa, digamos que Gabriel, que está harto del tema, de cada declaración de un obispo, de un cartel en garfios pro-vida, de una glosa moral más. "Que se acabe ya. Que el debate escriba un punto y final. No somos lo que decimos, somos lo que hacemos".

-Ya se movía.


Silencio. Sorbíamos el café bajo los arcos del Auditorio. Alrededor camisetas rayadas, cortes de pelo como cascos asirios, chapas reivindicativas: todo geométrico, de izquierdas, aquella compañía prometía que lo rebelde aún puede sobrevivir.
Era hija de un obrero. La mayor de cuatro hermanos: impulsiva, tierna, con cuerpo de dictado feliz. Miraba el mundo, en piedra, madera o ramaje, desde lo azul. Tinta y agua. Ojos donde cualquier hombre hubiera matado por un turbado reflejo; ser cónsul de aquel imperio. Sólo tuvo suerte una vez; pudo equilibrar, ajustar velas, cerrar el abismo. Todo a cambio de aquel hombre. En él, con él, cierta expresión de justicia le fue inoculada. Cuando tu propio cuerpo es quien inficiona corres el riesgo de que te preñe de ira. Él trajo la calma, desterró el desasosiego; la apretó y se arracimaron. Desde entonces, duerme.


Siguió escuchando a Gabriel. Pensaba que él era obsceno, lo era en sentido etimológico: fuera de aquella caja de resonancia donde un día todo fue agua. Muchos mitos cuentan que en el origen solo había una inmensa extensión de líquido (la boca se llena de arcanos: Japón o Mesopotamia). Para otros, al principio sólo existía el vacío: abismo; caos. Cuando nacen los dioses alguien crea la palabra calma. Cuando nacen.
Los dos callaron. Para servir a los dioses, a sus vergüenzas, a sus miedos.


Le volvió al hombre la palabra como esos chasquidos de los viejos mecheros de piedra. El tono de su voz, que antes recordaba displicente, se abrió cálido, como el siroco que ruge en este diciembre que no se deja envejecer.

-Ella está bien. Yo la cuido.

Cinco meses y algún día más. Malformaciones en los conductos renales, pegotes de glándulas ovales, probablemente no pasaría de las veinticuatro horas si la gestación llegaba a término.

Yo acariciaba, en un ademán febrífugo, mis pendientes aciculares. Sólo escondía las manos.

-"El tiempo" decía la familia, como si fuéramos proscritos, "Sabemos dónde, aquí cogéis un autobús, allí seis horas más tarde, dos horas después y todo habrá acabado". Como si huyéramos, como si reflejásemos criminales, como si, apestados, ella y yo fuéramos conducidos a la Isla Negra.

La Venecia de Mann. La Lisboa de Alberto Caeiro. Él me las describió en las sirtes, sobre las siluetas con las que la montaña sombrea las carreteras secundarias.

Miré los arcos. Simulaban termas romanas. Apreté Fin, la novela que me había llevado por si el curso era como los de siempre, por si nada interesaba más que la firma y un crédito añadido a los beneficios de un perverso baremo que estoy obligada a rellenar. Trataba de acariciar falsos anillos que rodearían un posible tejuelo. Me sobraban las manos. Y el vientre.


-Él llegó, sabes. El primero nos dijo que no parecía claro, que la visión era difusa, que debíamos reunir varias opiniones. Que quizá, acaso, tal vez. Luego, supimos de boca del segundo que aquella vida se construía sobre un error de la naturaleza, un farol biológico.


No sigas, pensé. Apenas te conozco, vecino de banco, cómplice de un episodio de aburrimiento. No sabes quién soy. No sabes a qué renuncio. No sabes mi cómo ni mi cuánto.


-Este era de fiar. Nos informó de la situación, de los plazos, de los requisitos legales y del papeleo. Lo que más nos iba a llevar era el consentimiento. Cualquiera de aquellos, no sólo el médico, sino el celador que la llevaría (llamémosla Carmela) hasta el quirófano, el anestesista y su epidural, la matrona, la enfermera, cualquiera, he dicho, cualquiera podría objetar. Se comprometió a que se realizaría en el hospital, que los días orillaban el límite, pero que sería posible.


Mi madre dice que tengo cierto imán para recoger palabras de dolor ajeno: "En vez de orejas, me naciste con alma de expiación".


-Y encima la semana de espera hasta el compromiso de las piezas: una tras otra.


Olía a fritura. Techos altos.


-Todo fue rápido. Un parto sin dolor. Por la amiocentesis supimos que no será recursivo, pero aun así vino la autopsia posterior, ellos crean eufemismos Estudio anatómico; el quemazón de la espera. Sin salud mental, sin programas de ayuda. Carmela, no obstante, tiene estrella.


La anécdota fue cierta.


-Lo dicho, una gran cremación: ardiendo todos. ¿Subimos? Quedan cinco minutos para la segunda intervención.


Sobrio el auditorio. Novilunio tras el cristal. Yo, aparentemente entera, como una niña superviviente en mandilón que un día fue scout.

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