lunes, 19 de octubre de 2009

Falco rusticolus

A mi valiente y blanco halcón gerifalte.
El banquete como discurso fílmico y el Foster Wallace del humor, ¿ficción, narración? son mis mejores antídotos contra la tristesse. Afortunadamente he añadido uno más: Jacinto Antón con su antología de crónicas Pilotos, Caimanes y otras aventuras extraordinarias. Os invito a que os perdáis por esas páginas muchas de las cuales ya las habréis leído en El País.
Comparto con él ciertos mitos, un interés por la aventura y una curiosidad compulsiva en los entornos más cercanos. Una cosa más: la admiración del valor, no sólo en los héroes que nos regala la épica, sino en quienes nos rodean, aquellos que se enfrentan al para mí, sin duda, gran tema existencial: el miedo.

Se llama Teresa, tiene apenas sesenta años, es una de las mejores personas que conozco; siempre ha sido bella, con esa hermosura alegre y grande de las mujeres de raza: apenas un cambio de luz y te muestra toda la delicadeza del equilibrio de las formas femeninas. Mientras escribo esto ella recibe una sesión más de quimioterapia.

La ha llevado su hijo al hospital, quiere llegar apenas un minuto antes de la sesión: no le sienta bien cierto espejo: los rostros secos y las cabezas pelonas.
Es su tercer brote de cáncer.
Ayer mismo guisaba un pollo en mi cocina con esa naturalidad con la que fabrican los objetos más complejos los artesanos más lúcidos: “Importantísimo el “chup―chup”, la sal al final del proceso, el vasito de cognac, el pimiento verde cuece más lento y repite menos”.
Hace seis años y medio le diagnosticaron un tumor de mama. Le dieron unos meses de vida. Decidió vender su casa e invertir todo su dinero en el proceso de curación. Pidió una cita con el oncólogo Josep Baselga. Ella vive en Gijón. Su periplo médico iba a ser en el centro médico Teknon, en Barcelona. Firmó la aceptación de un tratamiento experimental con fármacos nuevos que “se comían” las células cancerígenas de la mama. ¿Efectos secundarios? Estaban por ver.
Teresa salió adelante. Se iba en un avión y volvía en otro: sus vómitos, su cara verde, el temblor. Cada vez que la recogíamos en el aeropuerto era más enjuta, más transparente, más niña.
Las revisiones, el aguante, las rutinas como anclajes en un cuerpo bipolar. Índices tumorales, sesiones de radio, análisis de ruleta rusa.
Cada día más enjuta, más transparente, más niña.
Se reía, en momentos de cierta y extraña euforia, del tamaño de sus senos: minúsculos hasta que la menopausia le regaló unos exuberantes pechos de cinco tallas más de sujetador. Tensos, turgentes, punzantes… y enfermos. Tras la sonrisa, el ácido conjuro: “Que no me los quiten”.
Parece mentira, para el que está fuera, para el que no sabe, que la cicatriz de una ausencia sea para muchas de ellas la mayor de las preocupaciones. “Si me los extirpan, nunca superaré la enfermedad: ella me mirará desde dentro”.
Conservó sus bellos pechos. Dos años más tarde de la curación aparecieron células cancerígenas en el esternón. Pudo con ellas. Dos años después, una minúscula cabeza de alfiler canina y feroz palpita en su linfa; ella tiene el antídoto: con esto se puede. Repite en su coraje.
A estas horas la habrá intoxicado un poquito: sus venas serán agresivamente negras.

Sé que tiene miedo. Sé que es una valiente: se esfuerza por vivir su propia aventura, en los límites de la cotidianeidad, en la omnipresencia del cáncer.
Y el desgaste: la enfermedad no sólo ataca al cuerpo, nadie esperaba tantos vuelos, tantas recaídas, tanto de tanto. La alquimia de la lucha y el ansia por la vida, no obstante, le está funcionando. Es su gran hazaña; mi pequeña dedicatoria.

Hay una especie muy valorada en cetrería, el halcón gerifalte. Es largo, como Teresa, lleno de manchas, como el tatuaje que el mal ha pintado en la piel de esta mujer. Aristocrático, elegante, luminoso, como ella. Cuanto más níveo, mayor es su valor. Teresa se ha vuelto blanca: el plumaje corto en su cabeza.
Hábil depredadora, capturará al vuelo o en tierra este nuevo bicho. Se lo prometo.
Adieu tristesse.
Ella se llena de química y yo la espero con Jacinto Antón entre mis lecturas.
En un día como hoy, puede celebrar que acabó con el cáncer de mama.
Compraremos esa tarta, soplaremos esa vela y pediremos un año más que el bienestar regrese, que se le haga más fácil estar en este mundo, que el miedo, una vez más, sea vencido.
Mi admiración a todas aquellas mujeres invictas que han escrito su relato de riesgos y hazañas. Aquí al lado, sin aterrizajes forzosos, conquistas territoriales, cumbres inhumanas, coronas de emperador; que llevan en sus senos la batalla contra el cáncer.

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