martes, 16 de octubre de 2012

Xandru Fernández, El príncipe derviche


"Un mundu ensin dolor. ¿Pué usté imaxinalo? Yo sí. Conviví munchos años con esi mundu, que yera´l mundu de los nenos, y sé que un mundu terrible, infinitamente más terrible que cualquier guerra y cualquier enfermedá. Porque nel fondu ye´l dolor lo que permite q´heba paz ente una guerra y la siguiente, y ye´l dolor lo que fai qu´ustedes los médicos s´afanen por descubrir qué ye lo que causa una enfermedá y cómo combatila. Ensin dolor nun hai mieu, y tampoco hai esperanza."

Xandru Fernández, El príncipe derviche

Lo miro. Apenas nos conocemos. 

Café cortado. Gestos pausados que se inclinan con el peso de una mirada curiosa, profunda, escéptica. La lentitud, cerradas las manos, yemas de fumador, denunciando que prefiere observar. Acaso los tiempos de acción alcanzaron el alto de la curva, quizá ahora los sucesos los digiere a través de la palabra. Los digiere o los denuncia en acto de habla. 
Al menos, nos queda la palabra. 
Recoge sus triunfos, encoge el golpe y lo registra: habla poco, escribe lo necesario, la misma historia en distintos fotogramas, se zambulle en recuerdos, "memoria, en la invocación y en la nada", una nostalgia difusa, como de serie B de los cincuenta, la ternura de una libreta entre sus libros, de hojas apretadas en los bolsos de sus chaquetas, de papeles con anécdotas recicladas.

"Hace muchos años, en la Grecia antigua, hubo un hombre llamado Tucídides, ¿relato o historia?, que cronificó la guerra del Peloponeso... ", así podría empezar una de sus clases, el hilo del que estirar una peripecia, unos personajes, un tiempo, un espacio; y una reflexión. Cuenta que se cuenta en El cuarteto de Alejandría que son tres cosas las que se pueden hacer con una mujer por la que uno está arrebatado, amarla, sufrir o hacer literatura. Permítaseme sustituir mujer por idea y que esa idea, concepto, abstracción, se encierre en el símbolo "esperanza", en el extremo "miedo". 

Los pasos me acercan hasta su última novela. 

Otra pista. Lo que el protagonista, Mauro (o el narrador o el otro a quien el que toma café delante de mí le ha cedido la palabra), quisiera sería bailar con el príncipe derviche. Danzar y desaparecer. 

La clave, como el último cuento antes de dormir que brindamos a los niños, se halla probablemente en negar al necio; la verdad o la sabiduría se encuentran en aceptar el destino. Al fin y al cabo, con esta asunción se lograría la ansiada imperturbabilidad.

En una factura tanto clásica cuanto impecable, a través de la seducción del que domina el arte de fabular, desde una galería de personajes, completos, cansados, sin aliento, también desde el fracaso (contra la oscuridad retenemos el consuelo de narrar), fluye El príncipe derviche.

"Cuando ún ama tanto les histories como Mauro les amaba, nun pue pasar munchu tiempu ensin compartiles con dalguién, aunque seya a la fuerza. Ún escueye un oyente, decántase por esti o pol otru según ciertes veriables difíciles de precisar, de siguío se plantega seducilu, enganchalu a esa historia que quier surdir y desenrrollase y aportar a un final [...]"

Habilidad y tesón bien dispuestos, el unicornio y la tradición oral, tras la primera persona paciente de un foco narrativo participante como personaje dialógico, esbozo aparentemente aséptico que registra los últimos días de un hombre empequeñecido, con el sonrojo del testigo, desfilan separaciones y reencuentros, homenajes al mundo rural, la intimidad de la familia, la orfandad, sobre la desesperación, de la madre sin hijo, la sospecha de lo político "que nun hai nada que saber", el estigma de la lengua, el mantra "Nec spe nec metu", la sombra o la ensoñación o la oscuridad (cómo no pensar en la caverna platónica, en el doloroso monólogo de Segismundo, en la ficción a la que nos destina la construcción histórica del discurso), lo fortuito en el peor de los mundos posibles. 
Algo me llevó a la cinta Vivir de Kurosawa, de lo particular a lo general, se me figura que fue el relato que otros atesoran a partir de nuestros fragmentos vitales, vidas aparentemente transparentes, como ocurre aquí, como ocurre en el tramo final de la película sobre el gris funcionario tocado de muerte.
La construcción de nuestra destrucción.
Pues es la escucha científica del "doctor", ventrílocuo ante el asombro que debido a la seducción de la fábula cae en el insomnio, la que nos hace saber de un hombre sin nombre y  quien nos lo arroja a la Historia, función mimética, el telón de fondo es la segunda mitad del siglo XIX, con la excusa de unos espacios acotados, como constreñidos lo están, cada uno a su modo, los personajes: la Casa Grande, la isla adriática, calles estrechas, urbanas, extrañas, patios interiores, habitaciones e iglesias sin luz; personajes ceñidos que entran, hablan, discurren, salen: los nenos, Diana, el capitán, Cosini, Ania, Serdar, Burbur...; rotondas donde giran el espionaje, la mezquindad, la conspiración; el poder en su antropofagia. 
En quién se mira, a quién escucha, lo que es contado, por qué se cuenta, gira, baila, rueda, en torno a Mauro. Otro constructo. Imagen especular, enzima o precipitado. Mauro o el relato de Mauro o la purificación de Mauro a través de la palabra. La vida ajena reorganizada en varias voces, la realidad poliédrica, continuo devenir, algunas notas, más intrigas que certezas, y su conversión discursiva para explicar una larga elipsis. El tiempo de la historia son los últimos días de un moribundo que confiesa.

Las postrimerías de Diana. El cuerno metalizado de un unicornio. El material sonoro de Burbur y el viaje de una bomba.

La sombra de un príncipe que gira, ¿sombra o leyenda?, el amor por la narración, una crónica negra, un tendal de engaños, una venganza, una pregunta que se responde en el desenlace que se acelera. Solo corre el tempo en el baile, la bomba, el final. En la mayor parte de la novela la relación entre el tiempo de la historia y el de la narración es sosegada, de detalle, especiada, persiguiendo la intensidad.

Cómo se cuenta: con vocación de enriquecer, consolidar, cimentar; eligiendo las palabras, aromatizando imágenes, mostrando el talento por la construcción y la sintaxis. No podemos desdeñar que quien escribe maneja una lengua minoritaria, ansía pulirla, defiende el reino donde todos puedan expresarse "en lo suyo"; en definitiva, se esfuerza en la inspiración como si se propusiera una ciudad bien gobernada.

"En qué llingua falaben? ¿Cómo se comunicaben, Mauro y les muyeres? De xuru qu´en tolos idiomes y a la vez en nengún, nesa mezclienda de llingües estremaes que pudo ser, nel principiu de los tiempos, l´idioma plural del paraísu [...] el que yera imbécil, dicía, yera imbécil nuna llingua o en varies [...]"

En la pérdida y el fracaso se desplazan los elementos, como funambulistas sobre un cable, bajo la batuta de un narrador que va cosechando el material anecdótico con la complicidad de un lector (narratario) frente al que se disculpa, con el que dialoga, ante el que se justifica.

El tiempo de los mitos, el tiempo del agua, el tiempo de la piedra. 

El espacio decadente de una Europa en dilema: la violencia siempre acosa al hombre corriente, "colos güeyos húmedos y la voz frayada".

-¿No me vas a preguntar si me gustó la novela? 

No. No lo hizo. Solo sonrió y yo asentí.

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