Antes de nada, mientras ustedes están a tiempo, que no quiero yo que se me lleven las manos a la cabeza, con rezongas, indignados, les advierto que esta entrada es subidita de tono (la cita del texto que abre ya avisa, presume, hace sonar campanas), les digo, a los que recuerden el símbolo, que tiene dos rombos, a saltos sobre el pasado, en salones empapelados, noches de sábado, padres que dicen a la cama, olor a filetes empanados, en rayas grises y negras, con vaso de leche caliente.
"Me encanta cuando pones así los ojos, cariño. Se te ponen casi azules y dan vueltas como norias y empiezan a lanzar paracaídas pequeñitos y blancos.
Sailor y Lula acababan de hacer el amor en su habitación del Hotel Brasil, en la calle de los Franceses.
-Sailor, tú te das tanta cuenta de las cosas que me pasan, sabes. O sea, que estás atento. Y te juro que tienes la mejor polla del mundo. A veces es como si estuviera hablándome cuando estás dentro, sabes. Como si tuviera su propia voz. Me llegas muy dentro.
Lula encendió un cigarrillo, se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Sacó la cabeza y estiró mucho el cuello, pero no llegaba a ver el río. Lula se sentó desnuda a un extremo de la mesa bajo la ventana abierta, mirando hacia fuera y fumando.
-¿Te gusta la vista? -preguntó Sailor.
-Estaba pensando que la gente debería follar más durante el día. Entonces no habría tantos problemas en el mundo.
-¿Qué clase de problemas?
-Bueno, no sé. Parece como si la gente le diera más importancia por la noche, sabes. Supongo que tienen todo tipo de ideas exóticas y les pasan cosas raras."
Barry Gifford, La historia de Sailor y Lula
"Me encanta cuando pones así los ojos, cariño. Se te ponen casi azules y dan vueltas como norias y empiezan a lanzar paracaídas pequeñitos y blancos.
Sailor y Lula acababan de hacer el amor en su habitación del Hotel Brasil, en la calle de los Franceses.
-Sailor, tú te das tanta cuenta de las cosas que me pasan, sabes. O sea, que estás atento. Y te juro que tienes la mejor polla del mundo. A veces es como si estuviera hablándome cuando estás dentro, sabes. Como si tuviera su propia voz. Me llegas muy dentro.
Lula encendió un cigarrillo, se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Sacó la cabeza y estiró mucho el cuello, pero no llegaba a ver el río. Lula se sentó desnuda a un extremo de la mesa bajo la ventana abierta, mirando hacia fuera y fumando.
-¿Te gusta la vista? -preguntó Sailor.
-Estaba pensando que la gente debería follar más durante el día. Entonces no habría tantos problemas en el mundo.
-¿Qué clase de problemas?
-Bueno, no sé. Parece como si la gente le diera más importancia por la noche, sabes. Supongo que tienen todo tipo de ideas exóticas y les pasan cosas raras."
Barry Gifford, La historia de Sailor y Lula
El 18 de octubre me crucé calle abajo con uno de mis hombres. Llovía, los dos sin paraguas, como desde entonces, el pelo revuelto, los ojos sonrientes, el contacto indispensable. Podríamos habernos detenido a charlar sobre el tiempo, dos caras mojándose y el peso del pasado sobre los hombros, algo tan así y tan tópico:
-Cómo jarrea.
-Ya te digo.
-Ha llegado el otoño.
-Y de golpe.
Pero no. Siempre fuimos extravagantes y algo excéntricos, rebeldes, vale, y quizá por eso, el agua nos puso profundos y nos dio por el tema de la educación y con él lo que el sistema sembró en nosotros, el valor de ciertas clases magistrales, una formación sólida, las extra escolares como el teatro, la alfarería, el grupo de montaña, la revista; las sesiones de cine. Hoy ya un tiempo de unicornios y centauros. Supongo.
Nos conocimos en Secundaria. De hecho, la esquina en la que nos encontramos fue nuestra esquina durante largo tiempo, calle que unía el instituto con nuestras casas. Ese día yo la bajaba como profesora, pero cuando él, cuando nosotros, ambos descendíamos como alumnos, en escena de amor adolescente: él llevaba mis libros, mi estuche solar, mi mano izquierda; yo le hablaba a su boca.
Nos conocimos en Secundaria. De hecho, la esquina en la que nos encontramos fue nuestra esquina durante largo tiempo, calle que unía el instituto con nuestras casas. Ese día yo la bajaba como profesora, pero cuando él, cuando nosotros, ambos descendíamos como alumnos, en escena de amor adolescente: él llevaba mis libros, mi estuche solar, mi mano izquierda; yo le hablaba a su boca.
Regresábamos de los exámenes, los deberes para el día siguiente, el chascarrillo de sexta hora, la anécdota de aquel compañero o de aquella profesora, el libro que urgentemente teníamos que sacar esa tarde de la biblioteca pública y leer porque si no, ardería el mundo y nosotros con él.
Éramos potros ateridos, en otro octubre, sin fecha de caducidad, ingenuos e inocentes como las primeras letras. Notábamos que crecíamos, él me enseñaba otro modo de leer mi cuerpo y a través del suyo, fui descubriendo ánimos, oscuridades, deudas, entusiasmos, el milagro de un otro delgado levantando hojas de mi carnalidad; él en mí y yo en él nos desparramamos, nos confundimos y aprendimos de la caducidad de las cosas; con la invocación de lo que fueron y ya no las clases, de la suerte de haber sido fruto de un sistema educativo excelente, de los derechos y obligaciones asumidos, entró, en murmullo, la disculpa del "nosotros".
Éramos potros ateridos, en otro octubre, sin fecha de caducidad, ingenuos e inocentes como las primeras letras. Notábamos que crecíamos, él me enseñaba otro modo de leer mi cuerpo y a través del suyo, fui descubriendo ánimos, oscuridades, deudas, entusiasmos, el milagro de un otro delgado levantando hojas de mi carnalidad; él en mí y yo en él nos desparramamos, nos confundimos y aprendimos de la caducidad de las cosas; con la invocación de lo que fueron y ya no las clases, de la suerte de haber sido fruto de un sistema educativo excelente, de los derechos y obligaciones asumidos, entró, en murmullo, la disculpa del "nosotros".
-Sigues estando fantástica, "Bicho".
Casualidad o meigas, él vestía una chaqueta de piel de serpiente (ahora vive de la música y con su estética); yo me había rizado y teñido el pelo de rubio a lo Laura Dern:
-Y tú luciendo el símbolo de tu individualidad y tu fe en la libertad personal, "Sailor".
Fue una de nuestras películas.
Para entender este diálogo tendrán que recurrir a Lynch, Wild at Heart, (Corazón salvaje) y eso es lo mejor de esta entrada, siempre que mi invitación a que revisiten el libro y la película que este engendró tenga éxito.
Este encuentro casual y la referencia evocada explican por qué al llegar a casa busqué en mi estantería G de Gifford. Este escritor nació en Chicago un 18 de octubre, el mismo día del encuentro con mi Sailor particular, y escribió una de las más bellas, discontinuas, genuinas y maestras, novelas del malgastado vocablo amor. Se titula La historia de Sailor y Lula.
Hasta aquí se lo dejo claro: género novela, americana, cuyos protagonistas se llaman Sailor y Lula, relato de amor.
Diálogos, frescura, color, humor, imagen en movimiento, aventura, contrastes, perturbación, ritmo, intimidad, fracturas, torbellino, cómic, música, coches, la vida (cuando en las largas carreteras, cuando en camas anchas), madres desquiciadas, atracos, gafas de sol, autoestopistas, béisbol, hostales sórdidos, puestas de sol, ráfagas de ingenio, el mundo de los sentidos, muerte, accidentes, toda una banda sonora y mucho, mucho, muchísimo sexo.
La peripecia en diálogos, conducta que al narrador le otorga la cautela y que al lector le concede la máxima proximidad al personaje. De fondo, la radio, con la intimidad de dos que se hacen uno, tan sinceros que parecen niños pequeños encerrados en cuerpos en llamas.
El fuego como origen y fin inquieta a lo largo de la novela.
No se interrogan, se desean. Y todo va a rebufo de la entrega que la química ha obrado entre ellos.
¿Qué tiene que ver la adicción al valium con unas excelentes nalgas? Que así empieza el primer capítulo de cuarenta y siete que pueden ser leídos de forma independiente, relatos cortos, comprimidos, surrealistas, repletos de astucia, malentendidos, confidencias, preñados de personajes insólitos que nos demuestran que al hombre lo que más le aterra es el otro hombre.
La riqueza de lo absurdo.
Escalones de un torreón que deriva en la fatalidad, porque ella, aquí les desgracio el final que, como seguro ya sospechan, es el de los grandes amores y el de las tragedias, lo deja irse.
Sailor, su "cariño", no pensaba más de lo necesario; a Lula, "almendrita", le gustaba que él le hablara bonito, que la escuchara de verdad, que su piel fuera suave y así ella poder deslizar los dedos "como un esquiador bajando por una nieve perfectamente blanca". Él cargaba la víbora del destino sobre su pecho, "No sé, almendrita, a lo mejor nosotros tenemos suerte", sin embargo, ella vio en Sailor "un hombre para irse al infierno" y lo siguió.
Cielos de "color ciruela", los textos, al igual que los cigarrillos, se tejen pacientes, pues no precisan ni cerrarse ni ser llevados hasta el final, esparcidos con destellos, acertijos y aforismos. Una y otra vez los seres que desfilan ante sus ojos, los sueños que incorporan lo fantástico en un texto de aparente corte realista, entra el mundo en la novela, esa noticia que escuchan, dan lugar a la cháchara, gritos de animales nocturnos, dos seres uniéndose, un futuro de carretera que no puede ser.
Como a todo héroe trágico el escritor entrega a sus personajes principales el recurso narrativo de la anagnórisis elemento que les y nos permiten descubrir el origen, pasado y razón de ser de Sailor y Lula, exhibiendo la originalidad o solidez o autenticidad de esa pareja de pájaros de ojos claros y sensibilidad extrema.
"A muchos hombres les falta algo" que Lula sí ha encontrado en Sailor, ("Me fío de ti, Sailor. Como nunca me he fiado de nadie."), la lealtad, la seguridad, la comprensión; la tierra donde enraizar: "Como cuando estás hablando con uno y llega la parte en que vas a decir lo que verdaderamente quieres decir y entonces la dices y le miras y el tío ni siquiera se ha enterado. No es que sea nada complicado ni nada, sólo que no quiere escuchar de verdad".
Otro recurso narrativo que va concretando los primeros brochazos de esta particular aventura vital, de esta tragedia de andamiaje clásico (héroe, ascenso, destino, descenso, catarsis), son los remates de los personajes en sus continuas analépsis: Sailor y su madre, Sailor y sus pasos infantiles, Sailor en la completitud; Lula y su tío incestuoso, Lula y sus amigas, Lula y sus padres. La acción in media res se rellena, vigoriza, adelantando el desenlace.
Los marcos espaciales configuran otro de los puntales de calidad de la obra de Gifford. El lenguaje grave, suelto, rápido. Lírico en imágenes. Doliente en lo que nos toca: estamos hechos de ese mismo material, híbrido de aciertos y mezquindades.
Marietta, la madre de Lula, y Farragut, el aspirante a escritor que se imaginaba leopardo o pantera para mirar desde abajo las piernas a las mujeres, son dos secundarios de lujo. ¿Hay algo en esta novela que no nos pueda satisfacer desmereciendo este calificativo?
No. Nada. Desde luego. La entrada es mía y el entusiasmo también.
Parece ser que Sidney Lumet llevó al límite a Brando en Piel de serpiente confiando en que el monólogo acerca de los tipos de personas que ruedan por el mundo catapultaría a Marlon, en su carisma, su fuerza, su animalidad, a la cima del catastro de los dioses del séptimo arte.
Así fue.
En esa escena, Brando divide a los seres en tres clases, la que compra, la que vende y los desplazados, una clase de pájaros sin patas, menudos y de color azul pálido, ligeros igual que plumas, de alas grandes a través de las que ven y determinados a estar continuamente en vuelo. Los halcones no los cazan porque no pueden verlos, porque estas aves vuelan cerca del sol. Suspendidos por las alas duermen en el aire, se abandonan permitiendo que el viento los lleve. Solamente se posan una vez, cuando mueren.
Lula y Sailor pertenecen a este último grupo, eran pájaros, volando alto, cerca del sol.
"Te ha ido muy bien sin mí, almendrita. No hay que hacer que la vida resulte más dura de lo que ya es. Recogió la maleta, besó suavemente a Lula en la boca y se fue."
Lynch tuvo la gracia de multiplicar su historia en un relato fílmico magnífico, Palma de Oro en Cannes donde la mitad de la crítica aplaudió enfervorizada y la otra mitad pidió para Lynch la muerte ante los leones, rodado sin duda en estado de gracia; dejó hablar y escribir a sus protagonistas, Laura Dern, esbelta, culona y destetada y Nicolas Cage, tórrido y sexuado, solo fueron actores con él; añadió el sustrato, como eco, de El mago de Oz, y el mundo oscuro de los sueños, el mundo cavernoso de los más escondidos deseos; nos permitió ver a Sailor cantando a Presley, a Laura en Lula moviéndose como solo las rubias, "víctimas perfectas", Hitchcock dixit, saben hacerlo, y a Willem Dafoe, magnético en su increíble papel de malvado, Bobby Peru, ("Di fóllame, di fóllame y me marcharé; susúrralo, dilo, dilo, dilo..."), violentar, arrebatar, transgredir; y, sobre todo, la ficción, mentirnos, hacernos creer que el amor de ese par de desplazados, sobre la carretera y el viaje, entre la violencia, el fuego, la sexualidad feroz, entre los extremos de la ingenuidad y la maldad, no se posara y que Lula y Sailor se rebelaran, antojándose antihéroes.
Que ellos, en su Itaca, pudieran haber olido los limoneros, pudieran haberse dicho "sí".
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