Simone Martini, Sagrada Familia
Miniatura: pintado con minio (étimo)
Son de color musgo. Calmados y curiosos. Sus ojos. Asombrados. Así son.
Cuando el maligno me visita en forma de miedo, necesititis, vacío, lo llamo. Sin nombre.
Amor, ven.
Corre por el pasillo, se me tira encima, me coge el rostro entre las manos, me dice que merezco ser amada como lo hacía el rey nazarí en aquel cuento de misterio en la Alhambra. Le cuento que hay problemas irresolubles, que me enfado conmigo misma, que no me gusta el color que hoy tiene el mundo. Y que solo sus besos me tranquilizan.
Pero mira que eres mimosa, ¿Quieres una chuche?
Y sé que somos un estadio, un instante, una imagen distorsionada que parpadea.
A tu lado, no hay peligro. Tú me querrás siempre. No te dejes. Es el lado oscuro de la fuerza.
Y sigue en sus palabras, Condesa descalza no estés picudina, ni simoninamartina. La risa vuelve a aparecer. El fondo se vuelve dorado, los detalles de nuestros gestos, mi mano extendida, casi siempre con un libro en mi cuenco. La anécdota de un día en común. Su ropa. Mi ropa. Nuestros tamaños confundidos. Él también trae un cuento. Y su boca, donde a veces ocurre todo, representa un mohín adulto. Siena y minios oxidados.
Escucho en su voz mis palabras de consuelo. Sé que algo quieto, dulce, de una sola pieza, me pertenece. Que él es mi tiempo indefinido.
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