Al fin llegó el día de la boda. El fotógrafo os miraba, empujaba tu hombro, le movía la nuca; le soltaba la cola y se la recogía. Decía que la miraras como esa primera vez. Son importantes las imágenes de ese vuestro día. De blanco. De gris marengo. Porque se recalará en ellas, se las interrogará, se mostrarán para crear identidad en los que vienen, quizá los hijos. Y más. Pero el fotógrafo es incapaz de robaros el alma, de captar ese flujo que te debería recorrer, de ti a ella, eres tú quien me preocupa. Es a ti a quien sigo amando. No os llenáis, no os ajustáis, no sois mitades de nada. Lo conveniente no siempre es lo acertado.
Porque tocaba, porque los demás lo hacían, porque la familia presionaba; porque el lenguaje es conservador para ciertas situaciones y a ti nunca te gustaron las palabras difusas. Proteges tu estatus, pequeño burgués. Siempre equidistante.
-No los veo. Es la primera vez que me pasa en toda una carrera fotográfica. No parecen recién casados.
-Ya. Son como figurantes.
-Eso mismo.
Cuando se separaron nadie pidió su trozo de la tarta. El álbum se fue al contenedor de lo reciclado: ni tuyo, ni mío, que alguien lo use. El amor como la belleza es obscenamente visible o no sale. O no es.
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