domingo, 4 de noviembre de 2012

Cuatro piezas


La Flaca

A veces venías a casa, aparecías así, picabas abajo, te veía por la cámara, encogido y con la coronilla hacia delante, como un niño pequeño, por la distorsión de la imagen, macrocéfalo. Daba al interruptor y la puerta se abría, entrabas dejándola abierta. No era extraño que ocurriera, la noche anterior me habías enviado el siguiente mensaje "Es viernes y te quiero". Subías, yo te dejaba la puerta franca, llevabas alguna chuchería para mí en el bolso de ese abrigo que nunca dejó de quedarte grande, como el personaje del espantapájaros de El mago de Oz. Hoy traías pistachos, una bolsa pequeña. Otras, un libro, un cómic, cien gramos de esto o aquello. Abrí la nevera, no había cerveza, pero cogí las jarras y las llené de agua con zumo de limón, otra ficción más (¿quién dijo que la mentira era síntoma del mal?), nos sentamos delante del televisor. Emitían un documental sobre el olvido y la memoria. Nos daría para multitud de anécdotas, cuatro ojos centrados en el sufrimiento de esa mujer que recordaba absolutamente todo lo que la vida le había dado y le había quitado; su don: su mal. Explicaba que a partir de los treinta esa inflación de recuerdos la había entregado a brotes depresivos cada vez más intensos, esa especie de día interminable tejido de todos los años más ayer. No había consuelo en su voz. Al lado, quien lo había olvidado todo, el mal de Alzheimer. Tú me miraste. "¿Cuál de los dos extremos elegirías?"
Te gustaba fisgar mis habitaciones con sus libros. 
La casa era pequeña, tabicada en cuatro piezas; el baño, con su lectura, aquella noche descubriste en la cesta colocada estratégicamente al lado del retrete (vamos, hombre, que todos lo hacemos) el álbum de Margaret Atwood, Arriba en el árbol, no puedes evitar husmear entre mis cosas, quisiste ser el niño y yo la niña y vivir en ese árbol, "en lo alto del árbol más alto", tú de rojo, yo también, de azul, de rojo, de su mezcla: las letras, las hojas, el búho, las manzanas. Atravesaste la habitación, de vuelta, camino indispensable de salida y de acceso al cuarto de baño, y te detuviste en la mesilla, el último poemario de Olvido García Valdés, Lo solo del animal, pensaste que en ese vacío los dos teníamos donde diluirnos. En prosa, debajo de la gran Olvido, Conversaciones con David Foster Wallace, (puf, dos vacíos haciéndose compañía al lado de tu almohada, los pensamientos rodeándote, instante sobre instante, casi a oscuras, un día perderás la vista, ojos de musgo). La lectura de sala, cómo no Faulkner (si ya te la sabes de memoria, cúantas revisiones tuyas) Las palmeras salvajes. Otros respiran Biblia. Y de lectura de cocina (mientras guisas, horneas, te llenas la boca de azúcar glass y te empapas de lo esponjoso, carne blanda), Los sinsabores del verdadero policía, Bolaño y la nostalgia. Se te nota la clavícula, las muñecas huesudas, tu rostro más marcado en los pómulos.
Ven, Flaca. Pediste. Demos un paseo, olamos el mar. Invistaste. Pero te escondes en los libros, en el jersey que materializa la protección de los afectos, en los techos bajos y la cotidianidad de los objetos, pensaste.
Tú eres para mí esa lealtad que solo me dan los libros, el refugio, la "habitación propia". Eres el único recuerdo que quiero conservar. (Tus postales me han permitido conocer el mundo). A quien abro mi puerta, mi correo, mi nevera. 
Ya sabes que para sobrevivir, te respondo a la pregunta de esta noche, elijo el olvido. La nada.

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