El techo era blanco, con
cuadrículas, trazos poligonales encajados los unos en los otros y en medio,
justo encima de su pubis, una claraboya. Cuadrada, también.
-Ahora desvístase, échese sobre la camilla y cúbrase con la sábana.
La luz era gris, toda la estancia se encontraba en sombra, los únicos puntos luminosos nacían de ese espacio sobre la mujer y de la reverberación de la pantalla del monitor. La sala parecía una gran incubadora donde bajo la sábana blanca ella era el feto a medio hacer.
-Ahora desvístase, échese sobre la camilla y cúbrase con la sábana.
La luz era gris, toda la estancia se encontraba en sombra, los únicos puntos luminosos nacían de ese espacio sobre la mujer y de la reverberación de la pantalla del monitor. La sala parecía una gran incubadora donde bajo la sábana blanca ella era el feto a medio hacer.
-Acérquese un poco más a
la derecha, gracias.
Toda la semana había estado dándole vueltas a esta historia. Se había acercado a una vieja tienda de la calle principal que le habían recomendado. La atendió Tina, la dueña. Era una mujer pequeña,
con ojos miopes, que se movía con las piernas abiertas y los brazos elevados,
balanceándose igual que los porteadores en las películas antiguas de Tarzán:
aquellos subsaharianos que cualquier espectador sabía que se iban a
caer, invariablemente, al río, cuando aparecieran los leones o las máscaras de
otra tribu anunciando “muerte al que cruce este baobab”.
A la dueña le gustaba contar su vida a la clientela. Había cumplido los noventa y tres y aún seguía en el negocio de las pelucas.
Con doce años su madre la había llevado al taller de aprendiz, allí le vino su
primer menstruo, su primer sueldo, su primer hombre. Tina se casó con el heredero
del imperio del pelo artificial y los casquetes, del peluquín y el bisoñé. Allí
enviudó y allí seguía. Como si ella también se hubiera contagiado de la
impostura y fuera un simulacro más. La artificial Tina.
Le confesó a la mujer que últimamente le iba bien. Años atrás fue otra cosa. La crisis le había llegado a finales de los ochenta con la caída de la demanda tanto
de pelucas para travestis y disfrazados de la movida, cuanto de peluquines para
agentes comerciales y vendedores de gran superficie aquejados de calvicie
temprana. "Estos años, con esa maldita enfermedad, el negocio va viento en popa", farfulló.
-Relájese y ponga los
brazos tras la nuca.
Se
probó alguna de las pelucas, la que mejor le quedaba era una de media melena, de color castaño, curiosa opción, pues ella siempre había sido rubia, casi vikinga. De
hecho, una mañana del tercer trimestre escolar, en el primer recreo de primero de BUP, Etelvino Pérez Menéndez, número once, fila sexta y tripitidor, se le había acercado
para espetarle la siguiente pregunta:
-Y el chichi, ¿también tienes
el coño del mismo color amarillo que la coleta?
Los chicos de la pandilla
rieron la payasada como gorilas golpeándose el torso, mientras él le daba la espalda marchándose con el zumbao del pavo. Ella lo había mirado
desde la cara interna de las gafas. Era un ganso, como todos, por eso no le gustaban los
chicos, ninguno era interesante. Prefería los libros. Y sí, ella se quedó con las ganas de contestarle que la línea afelpada,
cual ceja que le había nacido a partir de los pliegues de su sexo, era ondulada,
dura y de un tono pajizo. Luego se le iría oscureciendo, como el de la coleta. Pero no se lo dijo a aquel idiota. Aún hoy convivían castaños e hilos dorados, hasta alguna cana, por entre lo
hirsuto del vientre de la mujer. Aún hoy muy pocos hombres le resultaban interesantes.
Ella era la misma mujer que ahora se imaginaba mutilada delante de
Rafael.
Se habían visto hacía un par de meses, ella volvía de llevar a las niñas a un
cumpleaños, él la saludó desde detrás, subido a una bicicleta con su hija, "Se llama Julia", en la sillita.
-Hola, ¿dónde vas, rubia?
La mujer se asustó por el grito, por pillarla por la espalda y por
el hecho de no reconocer aquella voz. Después de no haberse visto en años, lo encontró mucho más delgado, él confesó que
había perdido algo más de diez kilos.
-Me acabo de separar. Hoy me
toca la niña.
Estuvieron hablando un buen
rato. Se empeñó en acompañar a la mujer hasta su casa. Fueron dando un paseo por el
parque, atravesando otros hijos con otros padres y otras madres, quizá no desestructurados, no frustrados, no fallidos. Hablaron de todo y de
nada, pero sobre todo se miraron, sí, a los ojos, durante todo el tiempo, mientras la nena dormía en la
silla que pendía del asiento, sobre la rueda trasera. Le pidió a la mujer su dirección de
correo, le preguntó si le molestaría recibir sus mensajes, de vez en cuando, por
pura cháchara y eso. Un eso que se convirtió en cita. Cada noche a las diez, la
carpeta etiquetada como Rafael la avisaba de que tenía un recibido, a veces
dos. Era puntual y a la mujer aquel rito empezó a seducirla. Siempre le había gustado ese hombre de espaldas anchas y mirada oscura, como de árabe, su altura, sus manos menestrales, su voz radiofónica, el pelo largo, de negro raíl. Escribía bien. Le decía cosas bonitas. Con todo, le había costado reparar en él como hombre más allá de la estética, es decir, como un posible compañero, como macho, como semental incrustándosele entre sus caderas. Pensarlo la ruborizaba. Había, sin embargo, tensión sexual. Vaya si la había.
En el último correo él había propuesto a la mujer que lo acompañase. Tenía que pasar por motivos laborales julio en Barcelona, debería acercarse hasta allí de manera intermitente. Agosto era el mes de la niña. Ella podría ir en el arranque del verano o más tarde. Escoger las fechas que mejor le vinieran. Sin compromisos. La mujer aún no le había contestado.
Ella no se había acostado con otro hombre desde la
separación. Mentira. Aún y de vez en cuando seguía yéndose a la cama con su marido. Su
ex marido, para ser exactos. Siempre habían sido muy compatibles en el nudo de sus cuerpos,
sexo quirúrgico o sucio o eufórico; siempre complaciente, casi perfecto. Dos veces aquel hombre enraizó en ella. Dos hijas. Ahora, sexo sin amor. Sin reproches. Tampoco sin reproches. Un intercambio satisfactorio, limpio, húmedo. "Yo te hago, tú me
haces". Aún eran capaces del orgasmo simultáneo. De ciertas excelencias. De la danza acompasada de dos que se conocen desde niños. Estaba bien. Casi muy bien. Sin amor.
Claro. El hombre y la mujer como dos hermanos que en la adolescencia descubren aquel extraño juego entre los
cuerpos, ni siquiera nombrado, un incesto delicioso que los hace gemir y
buscarse.
Desnudarse delante de Rafael. Como estaba ahora. Allí. O como estaría después. Tras la operación. Si al final tenía que ser. Amputada. No una máquina que a través del gel frío le recorriera los pechos, la aureola rosada, los pezones endurecidos. No aquellas manos enguantadas bajo látex azul, sino las otras, llenas de dedos, de yemas calientes, de hambre de ella. O su boca, de labios carnosos, sonrosados, algo más oscuros que aquellos dos pechos que ahora eran minuciosamente rastreados por el ecógrafo.
La claraboya, los minutos lentamente extendidos, los movimientos y pitidos de la máquina.
La claraboya, los minutos lentamente extendidos, los movimientos y pitidos de la máquina.
-Puede limpiarse y vestirse. Le llegará el informe a su médico de cabecera. Deje la sábana en el vestidor. Y enhorabuena.
La mujer ya no pensó en la luz de la claraboya, en las pelucas de Tina, en la operación. O en aquel terrible bulto. Solo en la boca, en la saliva, en los dientes de Rafael. En ser mujer, sobre o bajo ese hombre, tensa, poderosa y arqueada. En ella. Desnudándose. Con cada uno de sus dos pechos. Entera. Y el bulto sumergiéndose.
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