"Hamlet y la Vita Nova, en ambas obras hay una respiración juvenil. La inocencia, dijo el inglés, léase inmadurez. En la pantalla sólo hay risas, risas silenciosas que sorprenden al espectador como si estuviera escuchando su propia agonía. "Cualquiera es capaz de morir" enuncia algo distinto que "Cualquiera muere". Una respiración inmadura en donde aún es dable encontrar asombro, juego, perversión, pureza. "Las palabras están vacías"... "
Roberto Bolaño, Amberes
Parecía un día cualquiera. Pies solitarios sobre los pedales. Los auriculares on jadeando Killing in the name. Un dolor impreciso en la axila derecha, amenazante. El día anterior te habías pasado con las pesas en el gimnasio. Pudiera ser. Aspiras el gas de los tubos de escape como un personaje de Tim Burton. El sudor se posa sobre tu labio superior, gotas perladas que discurren en la frontera entre la piel blanca y la rosácea. Esa canción mide el tiempo que te lleva desde tu casa al lugar de trabajo. Si más, corriste demasiado; si menos, tus piernas ya no son lo que eran.
El semáforo se pone en rojo. Lo respetas. Alguien te hace indicaciones desde la ventanilla que queda a tu derecha. Baja el cristal. Te quitas esa especie de botoncitos de sonido de las orejas. "¡Desde hoy te van a multar! ¡Dónde se vio, sin casco, con música y en faldas sobre la bicicleta!"
Te ves reflejada con el pelo mojado, casi azul oscuro. Crecida en la imprudencia. Vas más allá de ese hombre, la mirada de copiloto de su esposa, las normas y la física que te rodean. Es difícil, sí, decían en aquella película, emparejar a un chico triste con una chica triste. Recordarás siempre su mirada oscura a pesar de la claridad de sus ojos, aquella suerte de verdad inalcanzable en su iris, el aire circunspecto. Te das cuenta, ni antes, ni después, del preciso momento en que te estás enamorando. Sucede. Te pregunta por tu bicicleta. Tus ojos casi verdes. Se apoya en el sillín, rodea con sus manos el tamaño del manillar, presencias sus movimientos lentos alrededor de tu cabalgadura. Se encienden las luces en la dirección contraria.
"¿Qué escuchas? Me gusta tu chapa de Vicky-el-vikingo... y tu aspecto de mujer, personaje, de Poe."
Él viene de paseo. Tú resuelves no ir al trabajo. Decidís tomar chocolate caliente en el bar de al lado. Está lloviendo. Las ruedas boca arriba. Se lava las manos llenas de grasa. Es un alma caritativa ayudándote con la cadena de la bicicleta. "Eres un desastre, con lo fácil que es ponerla y no sabes". Lo estás oyendo. Oyes a tu padre. Lejos, siempre ha estado lejos.
¿De dónde has salido encima de esa bicicleta?
Te pregunta por tus botas negras, la cazadora de cuero, el aro de plata en la aleta izquierda de tu nariz. El agua ha llegado a tu camiseta. Contrasta con tu piel como de leche. Te está mirando. Lo sabes. El cuello, la boca, los pómulos. Las mangas de su jersey le quedan largas, en el sentido de la ternura. Tú le hablas de Bolaño y de Faulkner. Él escucha. Tú no dominas cómo arreglar la bicicleta. Él escribe en un cuaderno que saca de su mochila de cuero viejo. Le gusta dejarse ir. Contemplar y registrarlo en su libreta. Vive con poco. Los cielos, las palabras, los gestos de los que se empapa. Empieza una página tal que así: "Llovía. A la chica suave envuelta de negro se le había salido la cadena de la bicicleta. Hace días que en la esquina espero a que se cumpla. Se detenga. Me mire. Hoy ocurre."
Él sabe poner cadenas. Tú sabes leer. Hay hombres y mujeres. Coches y bicicletas.
El agua sale de tu camiseta. "Tu pelo al secarse es rojo". Os traga la ola.
No podréis huir el uno del otro. Vais a hacerlo. Porque él es un chico triste, como tú. Exactamente igual que tú.
Te ves reflejada con el pelo mojado, casi azul oscuro. Crecida en la imprudencia. Vas más allá de ese hombre, la mirada de copiloto de su esposa, las normas y la física que te rodean. Es difícil, sí, decían en aquella película, emparejar a un chico triste con una chica triste. Recordarás siempre su mirada oscura a pesar de la claridad de sus ojos, aquella suerte de verdad inalcanzable en su iris, el aire circunspecto. Te das cuenta, ni antes, ni después, del preciso momento en que te estás enamorando. Sucede. Te pregunta por tu bicicleta. Tus ojos casi verdes. Se apoya en el sillín, rodea con sus manos el tamaño del manillar, presencias sus movimientos lentos alrededor de tu cabalgadura. Se encienden las luces en la dirección contraria.
"¿Qué escuchas? Me gusta tu chapa de Vicky-el-vikingo... y tu aspecto de mujer, personaje, de Poe."
Él viene de paseo. Tú resuelves no ir al trabajo. Decidís tomar chocolate caliente en el bar de al lado. Está lloviendo. Las ruedas boca arriba. Se lava las manos llenas de grasa. Es un alma caritativa ayudándote con la cadena de la bicicleta. "Eres un desastre, con lo fácil que es ponerla y no sabes". Lo estás oyendo. Oyes a tu padre. Lejos, siempre ha estado lejos.
¿De dónde has salido encima de esa bicicleta?
Te pregunta por tus botas negras, la cazadora de cuero, el aro de plata en la aleta izquierda de tu nariz. El agua ha llegado a tu camiseta. Contrasta con tu piel como de leche. Te está mirando. Lo sabes. El cuello, la boca, los pómulos. Las mangas de su jersey le quedan largas, en el sentido de la ternura. Tú le hablas de Bolaño y de Faulkner. Él escucha. Tú no dominas cómo arreglar la bicicleta. Él escribe en un cuaderno que saca de su mochila de cuero viejo. Le gusta dejarse ir. Contemplar y registrarlo en su libreta. Vive con poco. Los cielos, las palabras, los gestos de los que se empapa. Empieza una página tal que así: "Llovía. A la chica suave envuelta de negro se le había salido la cadena de la bicicleta. Hace días que en la esquina espero a que se cumpla. Se detenga. Me mire. Hoy ocurre."
Él sabe poner cadenas. Tú sabes leer. Hay hombres y mujeres. Coches y bicicletas.
El agua sale de tu camiseta. "Tu pelo al secarse es rojo". Os traga la ola.
No podréis huir el uno del otro. Vais a hacerlo. Porque él es un chico triste, como tú. Exactamente igual que tú.
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