miércoles, 14 de diciembre de 2011

Que el diablo se lo lleve


"Era como si la feminidad fuera una corriente que atravesara un cable del que colgaba cierto número de bombillas iguales."

William Faulkner, Santuario

El extraño se acercó a ella en la sala de profesores. La mujer miraba la publicidad que las agencias ofertaban para la Nochevieja.

Roma.

Se detuvo a mirar precios, hoteles, horarios, días disponibles.

El hombre se acercó por detrás.

-Yo vuelo a Roma cada Nochevieja.

Lou no lo conocía. A pesar de su despiste, solía quedarse con los rostros del profesorado del centro. Nunca lo había visto antes. Quizá acababa de incorporarse.

-Me llamo Tomas. Sustituyo a Florian, el titular de alemán. Una baja. En principio dos meses.

-Ah. Florian.

Florian y Lou habían tenido sus coqueteos. Alguna noche había amanecido en su cama. Nada serio. No para ella. Lou, el mundo está lleno de hombres fascinantes. Pero tú aún no lo sabes. Llegará aquel que nos vengará a todos. A todos los imbéciles que nos dejamos seducir por una contoneante puta de piel pálida que mueve el culo como si sus rodillas estuvieran constreñidas por un cinturón de cuero. Un Florian despechado le había escupido aquellas palabras en una ocasión en que ella rechazó la oferta de subir a su apartamento. Días después, sobrio y delante de la máquina de bebidas calientes, pediría perdón.

-No necesito tus disculpas, Florian. Son cosas que pasan. El malentendido. Cada día.

-Ya. Cada día.

La cortesía había salvado la obligada convivencia. Pequeños gestos que implicaban la correcta compostura que se supone para dos compañeros.

-Sólo soy eso para ti. Está bien. Compañeros.

Lou hizo ademán de levantarse para asistir a la impecable presentación de Tomas (un hombre mayor, demasiado mayor para cubrir interinidades. Aroma estudiado, Issey Miyake, cabello abundante, altura; parecía llevar entre los huesos, bajo la americana, lana fina y estilo british, un arma cargada, eso suponía que el resto sabría leer que estaba lista y dispuesta para ser empleada. Sí, en cualquier momento. Eso).

No le dio tiempo. Con la cara girada, aquel hombre tomó el rostro de Lou entre sus manos y lo besó. Un beso a cada lado, como si se conocieran de antes. A Lou la incomodó y a la vez la perturbó esa intimidad que se arrogaba el recién llegado. Notó cómo la mente retrocedía frente a un brote de insumisión sin lograr apartar la atracción que aquel hombre liberó en su cuerpo. Un deseo físico tan intenso que casi se podía oler. Hurgar, masticar, manosear. Como un nudo de carne haciéndose.

-La vida no deja de sorprendernos. Tú, ¿sola? en el Panteón. Yo solo. Sería excesivo coincidir contigo en Nochevieja. Y peligroso. Dos o tres noches. Con sus días.

El arma cargada. Qué imbécil.

Descarado, el hombre sonrió con muesca de hiena, un algo que lo delataba como un espíritu depredador.

Así conoció a Tomas. Con la mirada rígida, ni siquiera pudo decidir el gesto; el cuerpo entregado, como un puñetazo sobre la mesa, en un acto de rebeldía, semejante a un perro que no puede dejar de salivar ante un trozo de carne. La rigidez de Lou resquebrajada, su autodominio, el control de las emociones; clic en la coraza inexpugnable. Y se abrió, por una vez, el cuerpo de Lou pudo. Así fue. Como tal cosa.

No volverás a verme, Lou. No te llamaré, no te escribiré, no te felicitaré ni en Navidad ni por tu aniversario.

Tomas vino para quedarse. Tomas, de trazo difícil, pagado de sí mismo, afilado en fundarse. Elegancia y apostura. Ese hombre tenía un vacío, un espacio que siempre mediaba entre sus ojos y los del otro, aquello que lo definía, acicate y ancla. Certeza. Tomas sentía que todo él era ese pozo negro. Lou se dio cuenta demasiado tarde de que aquella película de Antonioni que él le regaló en sus primeras navidades juntos, Las amigas, era una declaración de principios: Yo no necesito a nadie.

Tomas representaba a Lorenzo, aquel hombre que coleccionaba epifanías ardientes, puntos álgidos del enamoramiento, pintor frustrado e incapaz de amar a alguien. Un “artista”, un misántropo huyendo de los que tildaba de mediocres, muñidor de fracasos que se escudaba tras la traducción para que la bandera del oficio tapara la ausencia del don. Nunca sería un escritor. Ni siquiera de segunda fila. A qué intentarlo. Es tan fácil ser un triste.

Lou salmodió Tomas vino para quedarse (como una enfermedad crónica; como la lengua del invasor; como la catarsis en la tragedia).

Como vino para romperme el corazón.

¿Y Tomas?

Le soltó la mano, corrió al igual que un niño tras la cometa, excitado, exacerbado, radiante. Incandescente. Igual que ese mismo niño en su primer día de luces navideñas. De los primeros Reyes Magos. De esa bicicleta tan codiciada. El niño que un día rompió un cristal con piedras y salió deslizándose, entre vítores y aplausos, con todos, los de tercero, los de cuarto y algún rezagado de quinto nivel, gregarios de sus pisadas. El que engañó y no fue pillado. El que pudo robar las bragas de la maestra Casilda una mañana de agosto en el tendal próximo a la escuela y las pasó, de mano en mano, en los baños, al inicio de curso, triunfo y trofeo, entre todos aquellos que se encerraban con él en el lavabo.

Tomas las tiene, Tomas las tiene, Tomas las tiene.

El chico que condujo a escondidas el coche del abuelo, ese mismo que pasó un fin de semana en Ámsterdam fumando hierba, vio a los Rolling Stones en Londres y se licenció en lenguas modernas. El muchacho que probó el sabor agrio nacido de los plieges de todas esas muchachas que alimentarían sus ensoñaciones allá cuando fuera viejo.

Paseaban por Piazza Navona y él vio aquel puesto de películas de segunda mano.

-Espera aquí. No te muevas. Ya casi vuelvo.

Parecía tener veinte años menos. La diferencia de edad que lo separaba de Lou.

Apenas habían dormido. La había llevado a cenar a una taberna en Via del Corso, según Tomas, el mejor solomillo de carne danesa a la pimienta. Compartieron, Tomas cebaba a Lou, la mujer celebraba a Tomas, el postre de lechosa papaya. Hablaron, caminaron la noche romana igual que si Fellini los hubiese llevado de la mano en la película homónima, rieron, se besaron bajo farolas, en callejones, como si el mundo los ignorara. Eran piezas, ingredientes de un cuadro de Brueghel el Viejo, sobre la tela del invierno. Se amaron para pagar los intereses de aquellos años en que no se conocían, para asegurar, hacia delante, la memoria a la que acudirían despúes del final, que llegaría, impasible, terrible, reiterativo. Ominoso como todos los finales. Lou y Tomas en el círculo defectuoso, opresivo, inconcluso. ¿Inconcluso? A Tomas le gustaba jugar; el juego era una forma difícil de tener una vida fácil. O algo así.

Nunca he podido lograr olvidarte.

Al amanecer ya no eran los mismos. Tomas y Lou. En qué orilla del Tíber quedaron sus nombres escritos.

Cuando después el hombre vuelva a la capital italiana, lleve a esa, a aquella, a cualesquiera mujeres, bajo diferentes lenguas, nacidas en ciudades opuestas, por los lugares de Lou (mientras, en alguna parte, siempre habrá alguna otra parte, la mujer ya lejos, la que un día también fue suya, caminará felina, coqueta, ondulante, en su carne de hembra para el otro hombre, quien la mirará, siempre existirá ese otro hombre, y deseará poseerla hasta la entraña, como entonces lo hizo Tomas), cambie en su memoria los datos, juegue a borrarla en esa boca, llevado a escribir con lápiz sobre su álbum, a tachones, cuando eso ocurra, caerá sobre la mujer, moviéndose, derribado ya, con la pulpa caliente aún, latiendo y retrocediendo en sus atributos. Tomas languidecerá en ese ataúd de carne. Y será solo entonces…

La blancura de Lou. No quiero pensar en ella. Toda esa servidumbre.

Lou vestida de rojo como una caja de resonancia a sus envites, la luz de Roma coloreando su piel hasta el dorado, como si fuera un icono bizantino. Su voz de agua, la boca abierta, imitando el asco, por encima del gemido. Como una yegua que no se resiste, encelada; con todo su peso, inconfundible, negando la costumbre.

Lou. ¿Qué haces, dónde vives, qué comes?

Fue ella quien le contó la disputa entre Bernini y Borromini, a qué se debía aquella escultura con las manos cruzadas sobre el pecho protegiéndose de la fachada de la iglesia, las insidias y venganzas entre ambos artistas. Reían como agua de la Fontana. Monedas, deseos, pies descalzos. Los pechos, sueltos, colmados, parpadeantes bajo el jersey de angora rojo. La mujer que le negó lo que era. Lou a pesar de Tomas. El verdor en unos ojos.

Vete. Diablos, vete.

Pedía Tomas al fantasma.

Había tirado todas sus fotos excepto aquella que le tomó en la plaza del Campidoglio, con su vestido rojo, los labios hinchados, con las aletas de la nariz abiertas, seguramente en pupila ancha, en una curva fértil de su ciclo, tratando de congelar un fragmento de vida en que Tomas sí fue feliz.

Erosionado, aprieta su mano derecha, empieza la nostalgia. Allí donde estuvo hace mucho tiempo.

No quiero pensar en ella.

No haberla conocido nunca.

Lucia de Lammermoor o Judit de Caravaggio, qué importaba. Ahora nada importaba. Ni sus piernas cruzadas en Sant´Ivo, ni el éxtasis de Santa Teresa en Santa María de las Victorias, ni San Pablo. Ni el gesto de su cara, sucia de Tomas, el desaliño de su pelo, de vulva a labios, cuando era Tomas quien entraba en ella.

A Tomas le gustaban los fantasmas por eso llevó a Lou a Roma, solo para enseñarle el tablón de reliquias, o falso museo de las reliquias del purgatorio, que se conserva en el Sagrado Corazón del Sufragio.

A Lou le gustaban las películas de amor por eso se fue con Tomas a Roma. Nunca más bajaría esas escaleras, nunca regresaría a las tabernas, nunca buscaría un pastel recorriendo todas las confiterías del centro antiguo mientras aquel hombre, sus manos perfectamente arregladas, el sombrero ladeado, la desfachatez de su mirada, la colonizaba de un modo del que jamás podría liberarse.

¿Y Tomas?

Aquel corazón roto ahí dentro.

[El título, cómo no, deudor de Faulkner.]


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