jueves, 8 de diciembre de 2011

Así estaba muy bien

“¿Qué por qué no? No sabes bien la cantidad de razones que podría enumerarte, pero en este momento, solo existe el sí entre nosotros, por lo que nos ponemos en marcha los dos juntos, como una pareja que fuera a emprender un largo viaje tras varias horas preparando minuciosamente el equipaje, ella arrastrando una maleta y él con una mochila, hasta el punto de que nadie diría que no nos conocemos, que mi maleta no se había visto jamás con su mochila hasta este momento.”

Tsruyá Shalev, Las ruinas del amor.

Rainer era un hombre de constitución fuerte, mandíbula cuadrada, ojos como canicas de mar encerrados en párpados que de rollizos semejaban moluscos secos. Ojos tiznados por un surco de pestañas comprimidas, de puntos continuos, un reguero de alga oscura que confería a su mirar la profundidad de una efigie egipcia. Dos grietas verticales anunciaban su edad de pómulo a carrillo como dos zurcidos hundidos en tela sepulcral. Algo ungía a ese rostro duro cierta vulnerabilidad: un pequeño hoyuelo, de eclipse, en el vértice izquierdo de su cara.

Si fuera de piedra, y en vez de hombre arquitectura, podría configurar un pórtico con colores renacentistas. Robusto pero atlético. Espaldas y caderas anchas, más largo de piernas que de cuerpo. Su piel recordaba esas bolsas de lienzo blanco que se guardaban antaño en los armarios para la lencería y demás ropa delicada: quebradiza, entretejida por venas y lunares, sin red grasa, como piedra o mármol en su encarnadura. Sus manos se curvaban en sí mismas, madera, troncos sobre agua, expresión de tierra. Aun cuando nació en Nuremberg todo en él rezumaba estepa; salvo sus modos suaves, cálidos, trufados de movimientos enérgicos no obstante graciosos, acaso turbados por esa mandíbula angulosa que realzaba su rostro en un bisel hostil. Rainer era hiedra de aventura, culo inquieto, alma leve de pájaro. Nunca había logrado armar un refugio más allá de un par de meses; de haber nacido en los tiempos de conquista hubiera explorado tierras lejanas a cambio de lechos itinerantes y compañeros de camarote. A pesar de ello, era insólita la sensación de lealtad que todo él segregaba, un temple, cierto sesgo como humo pionero y épico: en un cruce de pocas palabras, en el tiempo que dura un trago de barra, la fugaz conversación de un turno laboral, Rainer reflejaba la consistencia de los afectos permanentes: a quien llamar cuando el coche nos ha dejado tirados, con quien contar como acompañante en una delicada visita médica, los oídos que tras la atenta escucha olvidarán el vertido tóxico del desamor. Su verbo era culto, de palabra escogida y erudición sólida (había cursado estudios en distintas ramas de las humanidades tras licenciarse en ciencias geológicas); sin imposturas ni arrogancias: a aquel hombre la conversación le nacía como agua de montaña. Como tocado, aderezo, espíritu, Rainer se crecía en el trato: un capitán, brazo de mar, con la selecta apostura diplomática de un cónsul. Esa mixtura, un mohín, el látigo sedoso de sus palabras rotundas, reflexivas, gráciles, adornaban al lábil caballero que surgía de la cimentación a priori de filiación rudamente eslava.

De intuición sabia, detectaba sin error a las anguilas, a los perifrásticos, sujetos rodeados de ambages que no son en la vida sino que están por ella: la vanidad y su primogénita, la fama; el dinero y sus comodidades; el poder con todos y cada uno de sus precios. Aquel hombre de alma elevada y observación escudriñadora, un Sócrates contemporáneo, calibraba lo humano como la mano del ciego el peso de las monedas: de agudeza ancha, perspicacia y nula entrega a la lamida, Rainer se movía con rapidez a la hora de detectar el lobo.

Hijo bastardo de un excombatiente de la cuarta bandera de Falange española tradicional de Navarra, medalla a la campaña, teniente coronel de intendencia de la armada, había sobrevivido a las dificultades de la sangre, la vergüenza, la rabia. De él solo conservaba el daño sufrido por su madre y la intensidad de aquellos ojos hundidos.

-Buenos días –dijo Rainer.

Lou, enroscada sobre sí misma, sobre el resbaladizo equilibrio que le daban las dos piernas cruzadas, levantó los ojos desde los zapatos de charol rojo hasta la mancha con la que la propia sombra de su gorro enmarcaba el rostro de Rainer.

El invierno se colaba por las nubes, en las copas de los árboles, en el vaho que empañaba el autobús que Lou dejó pasar, mientras se preguntaba qué papel jugaría en su día o quién sería aquel extraño tan digno que se dirigía a ella con semejante familiaridad.

(Así estaba muy bien, frase de cierre del cuento de Carver, "Leña", en la antología Si me necesitas, llámame.)

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