domingo, 18 de diciembre de 2011

Pabellón chino

La complicidad, las risas, los cuerpos.
Un año después de aquello, Lou observaba a Rainer cómo mezclaba el yogur con la mermelada en un anexo al Boutique Hotel en la vieja Lisboa. Rainer, sin saber qué era lo que pasaba por la cabeza de aquella mujer, posó la cuchara, arrastró la silla hasta la pared, embozó el mantel de lino y se deslizó hasta la boca de Lou. Rainer nunca sería consciente de qué modo su cariño llegaba a aquella mujer. Cuando forzaba su punto de vista, cuando la encandilaba, en la consciencia de que la estaba seduciendo, jamás llegaría a la entrega y la adoración que Lou sentía por él cada vez que sus modos delataban esa intensa ternura espontánea.
Gozó de Rainer todo instante posible. Vivió su amor como si ese alemán con media sangre española fuera a morir cada madrugada para reencarnarse doce horas después.
Rainer fue su presente. 
Rainer que la salvó, Rainer que zurció, a golpes de constancia, la carcoma en el corazón de Lou. Rainer que nunca supo que Lou había sobrevivido. Que ella ya no creía en los milagros: que se prometió no volver a amar, a ser estúpidamente ingenua, a ejercer la generosidad; Lou que huyó de sí misma para poder soportar el dolor, la ausencia, el silencio. Lou que no contó con que para amar se necesitan dos personas y que aquel hombre venido del Norte no dejaría de seguirla, de ir a la batalla con sus armas, que no renunciaría a ella, aun cuando Lou se había roto y en su fragilidad había edificado de nuevo una coraza; que había confiado sus días a esa construcción de ingeniería, fabril, industriosa. Él no la dejaría irse. A pesar de Lou. Ese hombre nunca se resignaría.
Rainer la cogió fuerte de la mano. Salta conmigo, Lou, hazlo.
Y bajaron corriendo las escadinhas de Santos y rieron en la salazón del bacalao, entre portugueses que los miraban irritados y comensales venidos de fuera, a los que tenían que empujar para saltar la mesa y comerse la boca, allí, en la sencilla y familiar casa de comidas, Flor dos Arcos, en el fado y la Alfama (la chica de la cruz, incómoda, se santiguaba; había venido a una convivencia de novicias teresianas, había caído en la mesa al lado de Lou; en el frente de Rainer, una alemana entrada en carnes de viva voz solo cesaba en su perorata cuando el hombre se levantaba para besar los labios de la mujer. Rainer podía decir, gustaba de decir, solía decir, Lou, mi mujer). El gris lisboeta se hizo verde. Como sus silencios interrumpidos por la efusividad y el ardor de un abrazo retozón y caliente en los escondites que la niebla invernal les regalaba mientras atravesaban Rua das Janelas Verdes. 
Allí, en esa, vivió un teniente; toda campaña que emprendía era aprovechada por su mujer para quedarse encinta del hombre a quien amaba. Siete hijos, con los apellidos de su padre y de su madre. El marido nunca negó la paternidad y murió rodeado de su descendencia. Agradecido, incluso, de que el amor de otro hombre le hubiera sembrado la casa, a cuya ventana un hombre y una mujer, años más tardes mirarían para hacer de su vida un relato.
A Rainer le enternecían el uso que Lou hacía del idioma, las palabras que traía, sus grandes ojos abriéndose mientras se detenía a detallar eso y aquello, las estrías alrededor de sus ojos, como líneas dirigiendo el tráfico de las miradas al centro, iris y pupila. A Lou le gustaba que Rainer buscase la verdad, que le recitase párrafos completos de El Banquete, que asistiesen a sus opiniones citas y lugares. Porque Rainer era hombre de opinión. Suya, acertada o no; controvertida, en muchas ocasiones, cierto. De opinión. Con el brillo con que los entusiastas enceran su discurso.
A Rainer le apetecía preguntarle a su mujer de dónde le venía, así, sin avisar, ese gesto, como virutas de humo que le empañaban los ojos de tristeza. Nunca lo hizo. De antes nunca nada fue nombrado. Como una ofrenda a la desmemoria y al olvido.
Todo empieza en tu boca.
La verticalidad de Lou y Rainer. Sus besos. Como el vodka frío para un alcohólico ruso.
Tomas vino para quedarse. 
Rainer la rescató.

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