martes, 6 de diciembre de 2011

La tarea

Para Teo que siempre me espera

Hoy Teo ha llegado a casa con el cuaderno viajero. “Mamá” –dice con esa voz que tanto me gusta, casi tanto como el chocolate con una porción inmensa de cacao- “escríbeme, porfi, una historia de cuando eras pequeña”.

Es difícil eso de recordar tan atrás y más difícil eso de escoger entre los recuerdos que uno supone propios y no insertados (fotografías, viejas historias, leyendas familiares).

Yo creo que vuelvo a ser pequeña desde que Teo y su hermano pequeño me acompañan: hacemos meriendas especiales de colores, leemos cuentos con voces, jugamos a palabras encadenadas, anidamos la cama por las mañanas como si fuéramos osos “cavernosos”, nos aficionamos a las chuches, vemos películas de dibujos animados, nos hemos comprado botas de agua, verde fosforito y azul eléctrico, para saltar en los charcos y corremos cada día rapidito, rapidito, muy rapidito a la parada con miedo a perder el autobús del cole. Sin mis hijos mi vida sería la de un adulto, pero ellos hacen que de vez en cuando, un poco todos los días, saque de paseo a la niña “traviesa” que en algún lugar llevo escondida.

En fin, dice Teo que contar lo que vivo con ellos no es la tarea que pide su profesora, sino que los deberes deben hacerse según las instrucciones y en ellas se señala bien clarito que hay que recuperar lo de antes:

-¿Antes de qué, Teo?
-Antes, mami, cuando de verdad eras como yo.

Teo es muy seductor y convincente o yo arrastro el haber sido alumna obediente, sea como fuere, aquí estoy, delante de mi memoria escarbando para encontrar algo de mi niñez. Y buscando, buscando, me apetece hablar sobre la figura de los abuelos. En concreto de mi abuela Teresa la que hoy sería, de estar viva, la bisabuela de Teo.

Mi abuela era catalana y muy divertida (el ser de Barcelona, para una niña de provincias, le daba un perfil algo exótico, sobre todo en sus dimes y diretes, su aire elegante y su acento tan del ensanche), me hacía reír cuando estaba enfurruñada poniendo caras de payaso y generando ruiditos con la boca que saliendo de una cara como la suya no quedaba otra que repeler los morros y expulsar una gran carcajada; bajaba el volumen de la televisión hasta el silencio y doblaba con su voz las películas imitando idiomas imposibles y diálogos desternillantes que generaban cosquillas en mi tripa y risas en mis labios; me inculcó la afición a la lectura porque en los libros yo podía ser una superhéroe o una villana mala malísima, viajar al fondo del mar donde solo existen animales abisales, escapar con una masa resbaladiza, llena de pseudópodos, de tres cabezas, habitante de un planeta lejano llamado Saturno, a patinar por los anillos o jugar al fútbol con una manada de sucios y gigantes elefantes llenos de buen humor y piojos saltarines; me dejaba untarme las manos con harina y mantequilla, dibujando bigotes de azúcar y aplastando huevos con la batidora –cárgate a ese, mira que el otro aún tiene media yema…-, mientras hacíamos bizcocho para merendarlo con chocolate humeante las tardes de lluvia; bailábamos con la música muy alta canciones de cuando ella era joven (tangos, sobre todo tangos porque había ganado con mi abuelo varios premios en las fiestas de Gracia, boleros, chachachás); me infectó de la necesidad de viajar para conocer mundos diferentes, personas de todas las razas, vientos huracanados y otros pacientes, oler aromas extraños y bañarme en aguas frías de río o mares calientes: ella me subió a mi primer avión y me aconsejó que guardara siempre dinero en la hucha para atravesar el mundo a dos alas; me convirtió primero en una niña curiosa, luego en una joven exploradora, después en una mujer ávida de vida, porque si no nos rodeamos de interés e ilusión por aprender y conocer a personas, historias, lugares o fenómenos científicos nunca abandonaremos la pequeña carcasa con la que el aburrimiento, la maldad, los obstáculos nos van cubriendo hasta la coraza; hizo que aprendiera a reírme de mis fallos, que me gustasen mis defectos (tengo un ojo bastante más grande que otro, soy tremendamente despistada y ensimismada, me salen mal las letras dobles como por ejemplo la rr o la ll, sí también la ll, me quemo si me da el sol y cojeo los lunes y miércoles, especialmente en los años bisiestos –el resto de la semana las piernas me sostienen a la vez-, lo que me hace cimbrar el culo como si llevara en mis genes sangre caribeña); me invitó a que me dijera todos los días delante del espejo que no soy perfecta pero que soy la persona que más me quiere en el mundo; me hizo prometer que me cuidaría y que cuidaría a las personas que me amasen; me hizo escribir mil veces y sin faltas de ortografía que el amor no duele y que quien nos quiere tiene que respetarnos, protegernos y ayudarnos, ofrecernos luz y jamás oscuridad; me convenció de que el mundo es del color del que deseemos mirarlo, así que se inventó un par de gafas alegres, me las colgó en medio de las narices y con un sortilegio y un abracadabrapatadecabra las volvió transparentes pero imposibles de arrancar (así que si alguien me mira detenidamente puede ver que la patilla izquierda ha perdido la invisibilidad y se me nota un poco); me propuso probar deportes diferentes a fin de que alguno me engatusara y lo consiguió después de que me retorciera el pie surfeando, me rompiera la nariz en boxeo y se me saliera una costilla en un partido de rugby. Me inculcó ser independiente, no aburrirme nunca, sembrar mi mente de preguntas; no depender, en la necesidad y en la urgencia, de los demás, sino pender de una cuerda donde cada uno de mis amigos tuviera sitio a mi lado. También, a nadar como si toda mi fuerza la imprimiese en ese intento.

Pero sobre todas las cosas, sobre todas, toditas, todas, me enseñó que ella sería un paraguas que me protegería del frío, de la lluvia, de los malos sueños, de los calambres, de los brujos pirujos, de las mañanas tristes y de las noches solitarias.

Cuando ya le quedaban muy pocos días para irse de mi lado, me regaló un secreto: se convertiría en una estrella y desde allí arriba sería un paraguas estelar, enorme y poderoso que cubriría mi cuerpo, mi vida, mi corazón y los de mis hijos y también los de los hijos de mis hijos y así sucesivamente.

Ya no tengo a mi abuela, pero Teo aún tiene a sus abuelos con los que hacer planes: lo llevarán a la cabalgata de Reyes o le cocinarán su comida preferida o sabrán contarle historias maravillosas de niños salvajes en veranos calurosos entre campos de almendros o de manzanas. Los abuelos y las abuelas son especiales porque acumulan tantos años que transportan secretos, pócimas, cuentos, ritos, mapas, tesoros, bibliotecas, varitas mágicas y lo más importante: kilómetros y kilogramos de amor. Y logran que nos convirtamos en niños y niñas felices y muy, muy, valientes: tienen una goma especial que borra la tristeza y el miedo.

Cuando Teo esté leyendo esto en clase yo estaré en el trabajo sin él y como siempre lo estaré echando de menos, es una de esas cosas que te brotan cuando te haces mamá, como los granos con la varicela; es un poco rollo, pero es que lo realmente divertido es ser del tamaño de Teo, llegar una mañana de diciembre al cole, después de haber corrido rapidito, rapidito para no perder el autobús, y que una compañera o un compañero saque el cuaderno viajero y cuente un cuento de cuando antes; de cuando sus papás y mamás también eran pequeños.

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