sábado, 31 de diciembre de 2011
Deshuesado el 2011
jueves, 29 de diciembre de 2011
Enigma y Simulacros. Sobre el devenir trágico de la escritura literaria
"Tiempo destruye a tiempo, voz a voz, hombre a hombre.
Sueño destruye a sueño. Otro es el mío ahora".
Pere Gimferrer
Querido Vicente:
Tiene la vida sus propios mecanismos compensatorios, como el día su luz y su noche. Ayer recibí una mala noticia, escribí una entrada llevada por la animosidad y cierta vehemencia que no suele caracterizarme. Ocurrió que alguien a quien quiero mucho, válida por sí misma, sí, pero merecedora de una vida plena, también, la suerte y esas cosas, sufrió uno de los aletazos de la injusticia. El moho que no le toca.
Ha iniciado un nuevo camino, alguien la hace feliz. Entonces, a él en el arco de la ley lo dejan fuera. Un padre sin sus hijos. Un buen padre, pero de eso ya hablé mucho y no muy bien.
Aquí lo tienes, Vallverdú.
Y fui todo lo feliz que triste había sido horas antes con la noticia de M., su compañero y el fallo de la jueza. Lo dicho, la vida como balanza. El ritmo del carrusel.
Enigmas y simulacros.
No quiero hacer una entrada sesuda, con él solo cabe el champán y las ostras; un buen caviar en el salón, la elegancia del diplomático, el savoir faire de a quien le nace la clase, a mí me deja la sombrilla. Algo más laborioso lo haremos después. Ahora suena el arrebato.
En la mitología de lo nuestro, solo quiero dejar constancia de que fui una niña abriendo el libro, desenvolviendo el artefacto, recibiendo la luz de Alcides. Fui feliz. Ahora me relamo, releyendo todo y tanto. La condición humana, la grieta y la herida.
El sol entra y yo me tiro en el sofá con el don entre mis manos. Estoy de enhorabuena con tu ensayo. Debes creerme, a pesar de mi comportamiento incestuoso, es una joya.
Siempre estaremos solos, ex ovo y hasta el fin. Tú lo dices y yo asiento.
El tambor percute. Mañana estaremos muertos. Ergo voy a disfrutar de tu libro, amigo. Y las hebras de lo dicho, sentido, vivido flotan. Te quedarás, entre los míos, hasta la hora quieta.
Qué bien. Tu libro es un regalo. Alimento y luminaria.
Te dejo, mon chére, pues voy a disfrutarlo.
[DUQUE V. (2011), Enigma y simulacros. Sobre el devenir trágico de la escritura literaria, Vaso Roto Ediciones.]
miércoles, 28 de diciembre de 2011
La custodia se la han dado a ella
Hoy quisiera ganarle / un poco de terreno a lo indecible [...] cada cosa llenada de sí misma.
Y decides o decide. Y algo se rompe, algo que no podrá unirse, necesitas que así sea pero no puede, no puedes. Pides que algo ocurra. Esto es. Pero no llega. Le das a la tecla y no tira. Te engañas. Se engaña. Cubrís de gente, de agenda, de opuestos, para que no llegue el espacio denominado "Al fin solos". Para que no. Muy profesional. Sí. Por supuesto.
No me esperes, descansa, debo darle al trabajo.
Abres la ventana. De la calle sube el ruido, la charla usual, la putrefacción que desde el camión de la basura se te mete corriendo, acompañando: ¿eres tú acaso quien huele así?
Y no me vas a dejar colgado. Colgada. Te quedas y te aguantas. Te lo crees y punto. Y ya veremos. La casa es mía, la hipoteca nuestra, los hijos se quedan.
Se te olvida que uno solo conserva lo que no amarra. Que los hijos sí tienen memoria.
Los cantos de sirena están ahí. Vamos, hombre. Un caudal de voces femeninas: son tuyos, nosotras parimos y nosotras decidimos, él no será ya tu salvavidas. ¿Quién te va a mirar, ajada y llena de estrías? Lo mejor de tu vida se lo ha llevado él, rezaba una copla. Pues que pague, sí que pague, venga que pague.
Los hijos, entonces, se quedan. La juez duda. Buen síntoma. En los tiempos que no están con el padre la madre los comparte; no con él. Porque no llega, porque no sabe, porque no puede. La casa la pagan a medias; él tiene un cuchitril porque no da para todo. ¿Y han de vivir así, mis hijos o sus hijos, ya no nuestros hijos? Sus suegros no le hablan. Recoge a los niños en el portal. La culpabilidad lo va untando, lo envuelve, cuando lo llama, cuando le falta al respeto, cuando le cambia las horas y las citas, en la gota del rencor y la revancha; los tiempos y las vacaciones. Ha dejado de ser aquella roca donde ella crecía. Que te den, machito.
¿Y los niños? ¿No son suyos y míos? ¿no hemos sido dos empollando, sobre el calor, anudando? ¿qué tierra les dejamos, mi amor, qué tierra?
La llama. Sin el fragor del consenso. Ahora te lo cojo. Ahora te cuelgo. Ahora te insulto.
¿Dónde se ha ido? ¿Dónde está ella, aquella a la que le nacieron nuestros hijos? A tu servicio para que no me los quites; a tus conversaciones para que no me los quites; a tu dolor, tu angustia, tu desesperación, para que no me los quites. Tu amigo te dice que si te vas, vete. No acates, no consientas, no le des la mano. ¿Y mis hijos? Es su madre. Soy su padre.
Si los quieres, pelea ante el juez.
Sal de casa. La amenaza en el aire.
Y lo haces. Vaya si lo haces. La abogada te dice que confíes. Eres un gran padre, hay un compromiso, todo sopla a favor. La jueza tarda porque se lo está pensando. Nos regala esperanza.
Es un buen índice: es bueno, es bueno, es bueno. El aire seco te enreda con hojas. Una mujer con un acordeón canta que la vida es un dilema. Esa que pasa, junto a los árboles, entre el parque, en el cigarrillo que te fumas en el ínterin que esperas a que la abogada llame y tu vida sea una u otra. No hay ciencia, solo estadística. Pintan bastos.
Y descuelgas, en el corazón una banda sonora suena, esa sonoridad de la que no te vas a desprender nunca.
Ella dice, te llega despacio y deprisa, como una ola, como la tercera ola:
Ya ha salido la sentencia. Le dieron la custodia a ella. El hembrismo y sus cadáveres. ¿Estás ahí?
A partir de ahora ya siempre estará en otra parte. Fuera o casi fuera. O lejos. No lo suficientemente cerca. Se le acerca un niño porque se le ha salido la cadena de la bici y no sabe cómo ponerla.
Al hombre también se le ha salido la cadena de la bici. Tampoco sabe cómo ponerla.
Soy mujer. Somos muchas las mujeres. Tengo hijos con el mejor padre del mundo. Tenemos hijos con padres maravillosos que nunca deben dejar de serlo. Ni yo, ni tú, ni ella se lo quitaría. Es a mis hijos, a sus hijos a quienes nunca les quitaría, les quitarían a su padre. Quizá todo está en darle la vuelta a las cosas.
Ayer brillaba la luna en menguante porque la luz de la tierra se reflejaba en ella. Nos hicieron creer que era la luna quien desprendía esa luz. Era falso. Ahora sabemos la verdad: el itinerario correcto. Nos hicieron creer que los niños eran cosa nuestra, lo cambiamos, pudimos hacerlo, costó mucho y durante un largo tiempo en el afán de que fueran también cosa suya. Ahora sabemos la verdad. Por los hijos y los hijos de nuestros hijos.
No ha ganado ella, no ha ganado la mujer, no he ganado yo contigo; no soy parte de tu hazaña. Porque han perdido los niños. Porque hemos perdido con ellos.
Según Raymond Chandler "Hay rubias y rubias".
Una vez más, la cuerda se ha roto por el lado más débil.
Zas, cayó la trampilla.
Y solo por ser mujer noto la vergüenza, como él, vejado, cada vez que un hombre levanta la mano a esta, esa o aquella mujer; le digo a ese hombre ahora tan frágil "Lo siento". Por descontado, le estoy pidiendo perdón.
Como el judío que no tiró la piedra; como el amo ante el negro esclavo a quien liberó; como el alemán, que no participó de la autocracia, en el sembrado de cadáveres judíos.
Lo siento.
Perdón.
["Las niñas se quedan" es una frase que da título a un cuento de Alice Munro en la antología El amor de una mujer generosa. Por eso el eco.]
[La frase de Raymond Chandler me la recordó, a propósito de cosas menos tristes, entre cervezas y música de Nick Cave el poeta Fernando Menéndez, Un haz fecundo/ paracaídas que surca este enredo de esferas...]
lunes, 26 de diciembre de 2011
Y Yahvé puso una señal a Caín
domingo, 18 de diciembre de 2011
Pabellón chino
A Rainer le apetecía preguntarle a su mujer de dónde le venía, así, sin avisar, ese gesto, como virutas de humo que le empañaban los ojos de tristeza. Nunca lo hizo. De antes nunca nada fue nombrado. Como una ofrenda a la desmemoria y al olvido.
miércoles, 14 de diciembre de 2011
Que el diablo se lo lleve
Roma.
Se detuvo a mirar precios, hoteles, horarios, días disponibles.
El hombre se acercó por detrás.
-Yo vuelo a Roma cada Nochevieja.
Lou no lo conocía. A pesar de su despiste, solía quedarse con los rostros del profesorado del centro. Nunca lo había visto antes. Quizá acababa de incorporarse.
-Me llamo Tomas. Sustituyo a Florian, el titular de alemán. Una baja. En principio dos meses.
-Ah. Florian.
Florian y Lou habían tenido sus coqueteos. Alguna noche había amanecido en su cama. Nada serio. No para ella. Lou, el mundo está lleno de hombres fascinantes. Pero tú aún no lo sabes. Llegará aquel que nos vengará a todos. A todos los imbéciles que nos dejamos seducir por una contoneante puta de piel pálida que mueve el culo como si sus rodillas estuvieran constreñidas por un cinturón de cuero. Un Florian despechado le había escupido aquellas palabras en una ocasión en que ella rechazó la oferta de subir a su apartamento. Días después, sobrio y delante de la máquina de bebidas calientes, pediría perdón.
-No necesito tus disculpas, Florian. Son cosas que pasan. El malentendido. Cada día.
-Ya. Cada día.
La cortesía había salvado la obligada convivencia. Pequeños gestos que implicaban la correcta compostura que se supone para dos compañeros.
-Sólo soy eso para ti. Está bien. Compañeros.
Lou hizo ademán de levantarse para asistir a la impecable presentación de Tomas (un hombre mayor, demasiado mayor para cubrir interinidades. Aroma estudiado, Issey Miyake, cabello abundante, altura; parecía llevar entre los huesos, bajo la americana, lana fina y estilo british, un arma cargada, eso suponía que el resto sabría leer que estaba lista y dispuesta para ser empleada. Sí, en cualquier momento. Eso).
No le dio tiempo. Con la cara girada, aquel hombre tomó el rostro de Lou entre sus manos y lo besó. Un beso a cada lado, como si se conocieran de antes. A Lou la incomodó y a la vez la perturbó esa intimidad que se arrogaba el recién llegado. Notó cómo la mente retrocedía frente a un brote de insumisión sin lograr apartar la atracción que aquel hombre liberó en su cuerpo. Un deseo físico tan intenso que casi se podía oler. Hurgar, masticar, manosear. Como un nudo de carne haciéndose.
-La vida no deja de sorprendernos. Tú, ¿sola? en el Panteón. Yo solo. Sería excesivo coincidir contigo en Nochevieja. Y peligroso. Dos o tres noches. Con sus días.
El arma cargada. Qué imbécil.
Descarado, el hombre sonrió con muesca de hiena, un algo que lo delataba como un espíritu depredador.
Así conoció a Tomas. Con la mirada rígida, ni siquiera pudo decidir el gesto; el cuerpo entregado, como un puñetazo sobre la mesa, en un acto de rebeldía, semejante a un perro que no puede dejar de salivar ante un trozo de carne. La rigidez de Lou resquebrajada, su autodominio, el control de las emociones; clic en la coraza inexpugnable. Y se abrió, por una vez, el cuerpo de Lou pudo. Así fue. Como tal cosa.
No volverás a verme, Lou. No te llamaré, no te escribiré, no te felicitaré ni en Navidad ni por tu aniversario.
Tomas vino para quedarse. Tomas, de trazo difícil, pagado de sí mismo, afilado en fundarse. Elegancia y apostura. Ese hombre tenía un vacío, un espacio que siempre mediaba entre sus ojos y los del otro, aquello que lo definía, acicate y ancla. Certeza. Tomas sentía que todo él era ese pozo negro. Lou se dio cuenta demasiado tarde de que aquella película de Antonioni que él le regaló en sus primeras navidades juntos, Las amigas, era una declaración de principios: Yo no necesito a nadie.
Tomas representaba a Lorenzo, aquel hombre que coleccionaba epifanías ardientes, puntos álgidos del enamoramiento, pintor frustrado e incapaz de amar a alguien. Un “artista”, un misántropo huyendo de los que tildaba de mediocres, muñidor de fracasos que se escudaba tras la traducción para que la bandera del oficio tapara la ausencia del don. Nunca sería un escritor. Ni siquiera de segunda fila. A qué intentarlo. Es tan fácil ser un triste.
Lou salmodió Tomas vino para quedarse (como una enfermedad crónica; como la lengua del invasor; como la catarsis en la tragedia).
Como vino para romperme el corazón.
¿Y Tomas?
Le soltó la mano, corrió al igual que un niño tras la cometa, excitado, exacerbado, radiante. Incandescente. Igual que ese mismo niño en su primer día de luces navideñas. De los primeros Reyes Magos. De esa bicicleta tan codiciada. El niño que un día rompió un cristal con piedras y salió deslizándose, entre vítores y aplausos, con todos, los de tercero, los de cuarto y algún rezagado de quinto nivel, gregarios de sus pisadas. El que engañó y no fue pillado. El que pudo robar las bragas de la maestra Casilda una mañana de agosto en el tendal próximo a la escuela y las pasó, de mano en mano, en los baños, al inicio de curso, triunfo y trofeo, entre todos aquellos que se encerraban con él en el lavabo.
Tomas las tiene, Tomas las tiene, Tomas las tiene.
El chico que condujo a escondidas el coche del abuelo, ese mismo que pasó un fin de semana en Ámsterdam fumando hierba, vio a los Rolling Stones en Londres y se licenció en lenguas modernas. El muchacho que probó el sabor agrio nacido de los plieges de todas esas muchachas que alimentarían sus ensoñaciones allá cuando fuera viejo.
Paseaban por Piazza Navona y él vio aquel puesto de películas de segunda mano.
-Espera aquí. No te muevas. Ya casi vuelvo.
Parecía tener veinte años menos. La diferencia de edad que lo separaba de Lou.
Apenas habían dormido. La había llevado a cenar a una taberna en Via del Corso, según Tomas, el mejor solomillo de carne danesa a la pimienta. Compartieron, Tomas cebaba a Lou, la mujer celebraba a Tomas, el postre de lechosa papaya. Hablaron, caminaron la noche romana igual que si Fellini los hubiese llevado de la mano en la película homónima, rieron, se besaron bajo farolas, en callejones, como si el mundo los ignorara. Eran piezas, ingredientes de un cuadro de Brueghel el Viejo, sobre la tela del invierno. Se amaron para pagar los intereses de aquellos años en que no se conocían, para asegurar, hacia delante, la memoria a la que acudirían despúes del final, que llegaría, impasible, terrible, reiterativo. Ominoso como todos los finales. Lou y Tomas en el círculo defectuoso, opresivo, inconcluso. ¿Inconcluso? A Tomas le gustaba jugar; el juego era una forma difícil de tener una vida fácil. O algo así.
Nunca he podido lograr olvidarte.
Al amanecer ya no eran los mismos. Tomas y Lou. En qué orilla del Tíber quedaron sus nombres escritos.
Cuando después el hombre vuelva a la capital italiana, lleve a esa, a aquella, a cualesquiera mujeres, bajo diferentes lenguas, nacidas en ciudades opuestas, por los lugares de Lou (mientras, en alguna parte, siempre habrá alguna otra parte, la mujer ya lejos, la que un día también fue suya, caminará felina, coqueta, ondulante, en su carne de hembra para el otro hombre, quien la mirará, siempre existirá ese otro hombre, y deseará poseerla hasta la entraña, como entonces lo hizo Tomas), cambie en su memoria los datos, juegue a borrarla en esa boca, llevado a escribir con lápiz sobre su álbum, a tachones, cuando eso ocurra, caerá sobre la mujer, moviéndose, derribado ya, con la pulpa caliente aún, latiendo y retrocediendo en sus atributos. Tomas languidecerá en ese ataúd de carne. Y será solo entonces…
La blancura de Lou. No quiero pensar en ella. Toda esa servidumbre.
Lou vestida de rojo como una caja de resonancia a sus envites, la luz de Roma coloreando su piel hasta el dorado, como si fuera un icono bizantino. Su voz de agua, la boca abierta, imitando el asco, por encima del gemido. Como una yegua que no se resiste, encelada; con todo su peso, inconfundible, negando la costumbre.
Lou. ¿Qué haces, dónde vives, qué comes?
Fue ella quien le contó la disputa entre Bernini y Borromini, a qué se debía aquella escultura con las manos cruzadas sobre el pecho protegiéndose de la fachada de la iglesia, las insidias y venganzas entre ambos artistas. Reían como agua de la Fontana. Monedas, deseos, pies descalzos. Los pechos, sueltos, colmados, parpadeantes bajo el jersey de angora rojo. La mujer que le negó lo que era. Lou a pesar de Tomas. El verdor en unos ojos.
Vete. Diablos, vete.
Pedía Tomas al fantasma.
Había tirado todas sus fotos excepto aquella que le tomó en la plaza del Campidoglio, con su vestido rojo, los labios hinchados, con las aletas de la nariz abiertas, seguramente en pupila ancha, en una curva fértil de su ciclo, tratando de congelar un fragmento de vida en que Tomas sí fue feliz.
Erosionado, aprieta su mano derecha, empieza la nostalgia. Allí donde estuvo hace mucho tiempo.
No quiero pensar en ella.
No haberla conocido nunca.
Lucia de Lammermoor o Judit de Caravaggio, qué importaba. Ahora nada importaba. Ni sus piernas cruzadas en Sant´Ivo, ni el éxtasis de Santa Teresa en Santa María de las Victorias, ni San Pablo. Ni el gesto de su cara, sucia de Tomas, el desaliño de su pelo, de vulva a labios, cuando era Tomas quien entraba en ella.
A Tomas le gustaban los fantasmas por eso llevó a Lou a Roma, solo para enseñarle el tablón de reliquias, o falso museo de las reliquias del purgatorio, que se conserva en el Sagrado Corazón del Sufragio.
A Lou le gustaban las películas de amor por eso se fue con Tomas a Roma. Nunca más bajaría esas escaleras, nunca regresaría a las tabernas, nunca buscaría un pastel recorriendo todas las confiterías del centro antiguo mientras aquel hombre, sus manos perfectamente arregladas, el sombrero ladeado, la desfachatez de su mirada, la colonizaba de un modo del que jamás podría liberarse.
¿Y Tomas?
Aquel corazón roto ahí dentro.
[El título, cómo no, deudor de Faulkner.]
jueves, 8 de diciembre de 2011
Así estaba muy bien
Tsruyá Shalev, Las ruinas del amor.
Rainer era un hombre de constitución fuerte, mandíbula cuadrada, ojos como canicas de mar encerrados en párpados que de rollizos semejaban moluscos secos. Ojos tiznados por un surco de pestañas comprimidas, de puntos continuos, un reguero de alga oscura que confería a su mirar la profundidad de una efigie egipcia. Dos grietas verticales anunciaban su edad de pómulo a carrillo como dos zurcidos hundidos en tela sepulcral. Algo ungía a ese rostro duro cierta vulnerabilidad: un pequeño hoyuelo, de eclipse, en el vértice izquierdo de su cara.
Si fuera de piedra, y en vez de hombre arquitectura, podría configurar un pórtico con colores renacentistas. Robusto pero atlético. Espaldas y caderas anchas, más largo de piernas que de cuerpo. Su piel recordaba esas bolsas de lienzo blanco que se guardaban antaño en los armarios para la lencería y demás ropa delicada: quebradiza, entretejida por venas y lunares, sin red grasa, como piedra o mármol en su encarnadura. Sus manos se curvaban en sí mismas, madera, troncos sobre agua, expresión de tierra. Aun cuando nació en Nuremberg todo en él rezumaba estepa; salvo sus modos suaves, cálidos, trufados de movimientos enérgicos no obstante graciosos, acaso turbados por esa mandíbula angulosa que realzaba su rostro en un bisel hostil. Rainer era hiedra de aventura, culo inquieto, alma leve de pájaro. Nunca había logrado armar un refugio más allá de un par de meses; de haber nacido en los tiempos de conquista hubiera explorado tierras lejanas a cambio de lechos itinerantes y compañeros de camarote. A pesar de ello, era insólita la sensación de lealtad que todo él segregaba, un temple, cierto sesgo como humo pionero y épico: en un cruce de pocas palabras, en el tiempo que dura un trago de barra, la fugaz conversación de un turno laboral, Rainer reflejaba la consistencia de los afectos permanentes: a quien llamar cuando el coche nos ha dejado tirados, con quien contar como acompañante en una delicada visita médica, los oídos que tras la atenta escucha olvidarán el vertido tóxico del desamor. Su verbo era culto, de palabra escogida y erudición sólida (había cursado estudios en distintas ramas de las humanidades tras licenciarse en ciencias geológicas); sin imposturas ni arrogancias: a aquel hombre la conversación le nacía como agua de montaña. Como tocado, aderezo, espíritu, Rainer se crecía en el trato: un capitán, brazo de mar, con la selecta apostura diplomática de un cónsul. Esa mixtura, un mohín, el látigo sedoso de sus palabras rotundas, reflexivas, gráciles, adornaban al lábil caballero que surgía de la cimentación a priori de filiación rudamente eslava.
De intuición sabia, detectaba sin error a las anguilas, a los perifrásticos, sujetos rodeados de ambages que no son en la vida sino que están por ella: la vanidad y su primogénita, la fama; el dinero y sus comodidades; el poder con todos y cada uno de sus precios. Aquel hombre de alma elevada y observación escudriñadora, un Sócrates contemporáneo, calibraba lo humano como la mano del ciego el peso de las monedas: de agudeza ancha, perspicacia y nula entrega a la lamida, Rainer se movía con rapidez a la hora de detectar el lobo.
Hijo bastardo de un excombatiente de la cuarta bandera de Falange española tradicional de Navarra, medalla a la campaña, teniente coronel de intendencia de la armada, había sobrevivido a las dificultades de la sangre, la vergüenza, la rabia. De él solo conservaba el daño sufrido por su madre y la intensidad de aquellos ojos hundidos.
-Buenos días –dijo Rainer.
Lou, enroscada sobre sí misma, sobre el resbaladizo equilibrio que le daban las dos piernas cruzadas, levantó los ojos desde los zapatos de charol rojo hasta la mancha con la que la propia sombra de su gorro enmarcaba el rostro de Rainer.
El invierno se colaba por las nubes, en las copas de los árboles, en el vaho que empañaba el autobús que Lou dejó pasar, mientras se preguntaba qué papel jugaría en su día o quién sería aquel extraño tan digno que se dirigía a ella con semejante familiaridad.
(Así estaba muy bien, frase de cierre del cuento de Carver, "Leña", en la antología Si me necesitas, llámame.)
martes, 6 de diciembre de 2011
La tarea
Lucia di Lammermoor (II)

Mi tentación hermosa,
cada noche te busco, cada noche.
Ana Rossetti
Solo espero que nunca la tristeza
te trate como a mí.
Jon Juaristi
Lou, cómo no amarte.
Me gusta recordarte así, tirada sobre la cama en el nido que nuestros cuerpos habían dejado sobre el somier, (caliente, semilla o vida) ese que dibuja huellas -un calvario de arrugas en las sábanas, un charco de agua, unas postillas de carmín rouge- y está ocupado a medias.
Estos ojos míos te llevan dentro.
Te observo apoyando la espalda en el alféizar de la ventana, mi mano izquierda, fuera, sostiene el cigarro que no quieres compartir. Me balanceo sobre la cadera, si tú estuvieras de este lado cruzarías las piernas sobre el ángulo derecho como las mujeres parisinas de los afiches de los años treinta.
Déjame imaginarte, te levantas, me quitas el cigarro, me metes la lengua, me muerdes, succionas y un hilo de baba rueda, tuyo, mío, se derrumba y corre desde las comisuras de nuestros labios por tu cuello, coges mi índice, lo llevas ahí, me empapas.
Qué hermosa eres, Pipi, solo cubierta con medias amarillas ("No, mi amor", responderías insolente, "medias color azafrán"). Te pintaré en el vientre calabazas.
Echada, como única prenda te cubres con esas bragas de color verde manzana espolvoreadas de puntos, topitos desdibujados, sin perfiles, que parecen negar la oscuridad que te habita, la madurez de la carne ya hecha, atravesada de miradas, dolencias, otredades. Tirada, yo distante, a través de ti pasa la luz astillada de agosto, tozuda pese a las persianas bajadas, perfilando tus sombras. Comisqueas con la derecha –pan, pistachos, cereza pequeña-, con la izquierda garabateas densos rojos sobre tu cuaderno de pintura. La cama se sigue tiñendo en virutas descamadas. Es admirable ese frenesí, tus dedos apretados contra las ceras, como si todos los pasteles parieran rabia. A pesar de secarte con los ojos, parece que estás de vuelta, como cuando paseas bajo la lluvia sin paraguas, húmeda y con sed. Esa sed de Lou. O su nadar contra la corriente.
-¿Qué miras, mi sol?
Ni siquieras levantas los ojos, me regala deseo esa caída de pestañas ajena a mí, displicente, indolente al yo amante que te contempla. La ofrenda esquiva de un cuerpo lanzado a despistarme, a deshacer los puentes levadizos, a ofrecerse sin condiciones. La falsa independencia de tu forma de moverte, la exención de cordura, “Yo te entrego abismo”, puertas que se abren, calendarios sin rotular.
-La vida “lo abismal, el amor, el espanto”. El modo en que mueves el blanco de tus muslos “con todo lo que hiere y duele y nos enferma”.
-¿Gimferrer?
-No, “mi tentación hermosa”; Antonio Colinas.
Cómo no amarte, Lou.
Cómo
No
Amarte.