domingo, 7 de abril de 2013

The Wire

Siempre he tenido que explicar, en un universo posible alejado en el tiempo, exigiendo a mi alumnado un exceso de imaginación destinado a eso tan vaporoso e inapetente que es el contagio por la literatura cuando las hormonas dirigen tu vida, cómo era la sociedad del XIX esperando las narraciones folletinescas y su calidad literaria. El embrión de la novela burguesa. Ahora tengo The wire: describir la espera, la tensión, la pasión, el apego, la urgencia y vuelta a empezar es más fácil.
Soy un yonki de esta serie. Necesito mis viales.
Uno va distribuyendo sus devociones y adicciones de aquí para allá, a veces se proyectan sobre un otro que te quita sueño y hambre, te hace caerte de la bicicleta, te muestra que el sexo con amor es una experiencia inefable: es y, cuando es, roza la gloria de los dioses. No se necesitan palabras. Cuando no es, ojito, siempre está bien jugar a los médicos. No se me confundan. Quien escribe no es de piedra.
También tuvimos otras pasiones: los cromos, la cuerda, el fútbol, el chocolate, la colaloca, las maquinitas... hasta conocí a un anciano cuyo hijo había sucumbido por la adicción al vino blanco. De todo hay en la viña del Señor, y el que no sea uva que tire la primera piedra. Yo, sin ir más lejos, soy adicto al lenguaje. Ándele, ándele. Pero hoy no es el tema. Hoy va de ese microcosmos en Baltimore distrito oeste. O de la adicción a las buenas historias. Cómo Homero supo contar.
La complejidad de lo humano. En qué extremo del eje está el bien y en cuál el mal. Personajes paradójicos, heridos, arrogantes, a manos llenas, mutantes roles, vanidosos, hoy Héctor, mañana Aquiles y después Paris. C´est la vie.
-¿Cómo lo llevas?
-Día a día, mejor.
Y sabes que el ex-convicto, que según él ya no tiene lo que un día tuvo sin nombre que le permitía reventar a un tipo en un callejón y que lo llevó a la cárcel, buscando la redención en un gimnasio para sacar de las calles a los trapichas de medio pelo como entrenador, sufre de amores y que en ese diálogo que ambos mantienen y que yo les transcribo ella también. Pero que el boxeo, las cárceles, los gángsteres, los cartuchos voladores... las eventualidades y los azares de la vida volvieron imposible que esa historia terminara con un coro de gospel y un sí quiero merengón. Las mil y una noches en luna. Con todo, se aman y esa es la razón de la distancia. 
Y reconoces que todo sube y baja, que nacemos para la tumba, que todo se acaba, cuando los dos chicos malos, familia, corazón y sangre, se delatan mutuamente y es cuestión de tiempo que uno de los dos caiga primero; cuando el rey y su consejero beben el whisky de Judas, desde una alta terraza de Baltimore para ricos, mirando las luces nocturnas y recordándose el uno al otro la importancia de los sueños, el otro al uno, la contingencia de la utopía; cuando ya son hombres de negocios y poseen más que lo que podrían gastar en el milagro de la inmortalidad. Sin embargo, por mucho que se salga del barrio, el barrio no sale siempre de uno. No basta mover papeles, leer a Adam Smith, comprarse ropa cara, coches de lujo y pretender ascender socialmente untando a los politicastros de turno. Más pronto que tarde, el barrio que corre como oxígeno por las venas, los delata. Y es una lástima, sí señor, porque en sus carreras de pícaros y ladronzuelos, en su subida a la montaña del oro a través de los senderos de la droga, tenían un código de honor: fidelidad a los suyos, sagrada familia, 15.000 dólares que dedicar al deporte con el que sacar de la calle a los niños de los barrios bajos; ese buen apretón de manos. El valor de la palabra.
Un yo tú conmigo frente al mundo. Luego vino la apostasía. O el fin.
Y entiendes que los policías se emborrachan porque vuelcan agua en jarrones con agujeros, porque son títeres del agibílibus de la política, porque cuando se llega a comandante las mujeres que tanto los apoyaron, que creyeron ferozmente en ellos, que les contagiaron entusiasmo y fe en sí mismos, no son con quienes brindan la copa y consumen su carne insaciablemente celebrando esa noche. Que hay facturas, intendencia doméstica,  matrimonios líquidos. Somos mortales y estamos de paso.
Y te inclinas al ver cómo un buen sindicato defiende el futuro de los hijos de los estibadores...
Podría seguir. Omar es mi personaje. Uno de esos antihéroes que el western tan bien nos ha esbozado. Pero este tipo, sus Siete Tablas y sus andanzas merecen una vita nuova. Silba, Omar, silba.
Y entonces abro el correo electrónico después de unos cuantos días de merecidas vacaciones y aislamiento, y en un spam de publicidad me hacen un descuento maravilloso para pasar unos días en un apartado desierto de miel. Y hasta aquí pura rutina, leer borrar, leer borrar, si no fuera porque fue allí donde ella me llevó la primera vez, adicto tanto a su cuerpo como a su alma. Donde supe que un mapa de un mundo cabía en mórbidas rosadas carnes. Entonces recuerdo por qué Omar se hizo justiciero, por qué hizo de su misión vital vengar la tortura y muerte del amado, por qué cuando su segundo amante lo delata, excusándose ante él "No pude aguantar más", sus ojos se empañan, se llenan del aliento de la nostalgia y sin palabras te hace cómplice, como espectador, de que se ama, de verdad, una sola vez, esa en que todos los fósforos arden y el resto de la vida es, acaso, simulacro y cuestión de diversificar las adicciones. Que está muy bien y que es la razón por la que el pequeño Omar mira al chico molido y le dice, "Vale, vámonos". 
Está muy bien. Sí. Vale.
Sexo. 
Sin amor.
Todo se acaba, "Como si una gigantesca goma lo borrara todo y el derrumbe fueran las migajas". Sombras de lo que un día fue... A otra cosa, mariposa. Que aún nos queda The Wire. Y este largo y anfibio invierno parece, al fin, perecer.

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