Octubre es un mes que siempre me ha dado y me lo ha quitado todo. A partes iguales. Un mes de vida. Pero mucha vida en su afirmación; en su negación. Donde he comprobado el valor de las cuotas del tiempo: cada uno adapta las suyas. Consume las suyas. Invierte las suyas. Acabo de enterarme de que le han otorgado, por Tutatis, el Nobel a la Munro (para mí Alice siempre será la Munro). Ha sido en octubre. Sucedió en octubre, un mes cualquiera, el color del otoño. El mar, en su extraña calma, duerme plácido. Un Cantábrico con apariencia de laguna. Él dijo: "inquietante". Y yo no paré de hablar. Nerviosa, supongo. Algo que ver con los principios. La Munro lo hubiera contado mejor. Se habría detenido en el personaje secundario que dormía sus jueves al sol, en el anciano paseando a su nieta, en las atléticas jubiladas en ropa deportiva. En los sintagmas que empleamos con sus pausas y sus atropellos. En la forma de sus cejas; en la forma de mis clavículas. En el detalle que es donde brota la vida, que no cesa, ancha y estrecha. La Munro no es de bodas, muertes o asesinatos. No. Qué va. Ella atrapa en las palabras el diablo de la cotidianidad. Las emociones mordidas. Los anhelos fallidos. La soledad. Ayer vi De óxido y hueso y pensé en la Munro. "Vivimos como soñamos, solos", Conrad. La quiebra, el miedo, la nada, el drama de los invisibles. "Porque todo es un lento bostezo. Y no me importa/apostar al fracaso [...]" escribe Benítez Reyes. Pues eso, que ayer Audiard y la Munro fueron uno en mí. Y hoy algo empieza. Y a ella, al fin, le han dado su merecidísimo Nobel. Y tú eres un hoy. En octubre. También. Tú, yo, también.
jueves, 10 de octubre de 2013
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