jueves, 13 de mayo de 2010

El certificado

Para Otto

Rey Artur lloró con lágrimas de fuego, y los gemidos le encanecían de saliva los bigotes y la barba. ¡Ginebra! Ella era la bien amada, la única, la gaviota del amanecer lluvioso, la piel cegadora de nieve ardiente, la seguridad pétrea de los estados, el azafrán de las comidas de ceremonia, cendal de Persia en la fuente abrasada de los estíos, noche de celo de los venados junto al pabellón de caza apagando los otros gritos de amor de bronce señorial entre doseles y pieles de nutria, y el cuerpo desnudo de ella renovándose en el lecho con el movimiento incesante y diverso de las cascadas...
Le había comprado un libro donde una niña pierde una muñeca y es consolada, cada día, a eso de la media tarde, a través de cartas, pura narración, redactadas por un enfermo escritor, para el hombre el mejor del siglo XX, que tejía aquel texto diario como un juego infantil; nadie ha descrito, así, la posibilidad de habitar en la ficción.
Lo había envuelto cuidadosamente con papel de seda azul índigo y bajo la etiqueta felicidades había añadido un dibujo suyo, dominaban los verdes, carbón y rosas: siempre se le habían dado bien la caligrafía y la técnica figurativa, de un Pata de vaca púrpura, árbol del que hablaron tiempo atrás cuando él le enseñó en un recreo el álbum de fotos de su viaje a Birmania.
La naturaleza nos vence.
Aquella reflexión, más otras, su gusto por lo delicado, su afán en la fatalidad, los zapatos de colores, el modo en que se retiraba el flequillo (dedo índice, si es que alguna vez, pensó, se había podido fijar en sus manos sin antes pasar por su boca, acompañado de un soplido con caída de ojos)...
Guardaba silencio. De ella aprendió que entre la vulgaridad y la unicidad sólo media ese, el instante.

Ute esperaba el coche a la salida del instituto donde trabajaba. Pasó Walt y hablaron. De todo un poco. Ese mes, sus nuevos planes, el bar Purple Rain que había abierto, semanas antes, aquel compañero común tan divertido que abandonó su cargo de concejal de Cultura en el ayuntamiento, a la novia que se había convertido en esposa y la buhardilla de doscientos metros cuadrados con vistas, por una hondureña cuarenteañera que trabajaba en una fábrica textil por 120 dólares al mes, que no le cabía la risa en la fragilidad y que había conocido en un viaje matrimonial, en un hotel aburrido Todo Incluido cuando ella, a ratos, recogía hamacas por algún que otro dólar que poder llevarse a casa.
Demetrio, ya ves, no se resignó. Tiene lleno cada noche. Se casan, dice que por los papeles; yo creo que es amor. Pero ya lo conoces, más de actos que de palabras, no se le da bien construir con nombres.
Le costó escribir la dedicatoria; al final, con la anchura privilegiada de sus letras logró dibujar: A Ute de quien espero venza exigencia y miedos. Por mí.
Lo coló por la rendija del casillero de tutoría a la espera de que lo primero que ella viera a la mañana siguiente, con el pelo mojado, sus prisas pegadas a las suelas de sus tacones y su aroma (mezcla de violeta y limón, que a él le bajaba por el cuerpo como un reguero lentamente ardiente) fuera aquel paquete. Y su tibieza.
Ute se despidió de Walt cuando sonó el claxon: venían a buscarla. Le preguntó que si tendría tiempo para quedar y pasarse juntos a tomar algo con los viejos compañeros de la facultad por el bar Purple. Le entregó una servilleta doblada que ella guardó en el maletín. ¿Vale? Dijo que sí.
El coche salió con ella dentro. Walt se quedó quieto, estremecido, con el cuerpo dando avisos de una próxima lumbalgia, retenido por un escalofrío que pudiera anunciar fiebre, cansado de un día, tal vez demasiado fabril. Parecía que iba a llover, se dijo abrazándose como si el abrigo fuera su propia niñez.
Ute daba besos mientras su mano introducía el CD en el lector, saboreando el final del día, atropellando anécdotas, luminosidades de aquel y del otro, todos adolescentes, haciendo planes sobre la cena después de recoger el certificado que le faltaba y que no había querido enviarle al instituto aquella administrativa a la que había pillado por teléfono en, decía ella imitando su voz, probablemente el peor de sus días: el cinco por ciento menos. Ante su negativa y la proximidad del vencimiento de plazos, optó por ir a buscarlo en persona.
Tenía tiempo. El tráfico estaba imposible, hora punta, la minera, llovizna y vistas musgosas: un arrebato otoñal en pleno mes de mayo.
Hablarían después. Aquellos eran asuntos serios.
Al llegar a casa guardaría esa especie de folio acartonado, un híbrido de maíz y mantequilla, con las horas y los créditos y los papeles; más papeles. Perder de vista tanta burocracia. Indolencia y pérdida de tiempo. Después el vino y finalmente la conversación aplazada. Qué cosas.

El coche pasó frente a ellos, luego el bulto, el zigzag, primeros reflejos, librando, los gritos de ella, no pasa nada, tranquila, la sombra por la izquierda, el segundo impacto, el arcén, el humo y las nubes grises sobre el verde. Así se quedaría, dentro de sus ojos.
Contarían en letra de imprenta que el chico iba drogado, que se le fue el vehículo de un lado en la frenada, que no controló el adelantamiento, que todo pasó y no supo qué.
Dos semanas después vinieron a vaciar su taquilla. Su amiga Mer encontró las llaves en el fondo del maletín de cuero, junto al cuaderno de tutoría, un impreso normalizado donde aparecía su letra -las eles picudas, las vocales demasiado abiertas, la articulación algo voraz, los puntos de la i entusiastas, como ella-; también había un estuche lleno de lápices, dos justificantes de ausencia de los alumnos Alma Lafuente Moreno y Rodrigo de las Motas Suárez, un libro de Alfaguara todo subrayado, Andrés Neuman, Cómo viajar sin ver, y una servilleta de papel con el grabado bar Purple Rain como marca de agua bajo un pequeño texto, irreconocible el autor, la tinta agrietada, ilegible el contenido. Sólo una pista: no había sido escrito por ella. Ahora ya todo daba igual.
Ya.
Todo.
Mer abrió la taquilla. Sobre los libros de texto, los trabajos y exámenes sin corregir, como una vida abierta, ofendía la delicadeza de aquel paquete. En esa espera resultaba pornográfico; en el duelo, enfrentado a la mirada de la pérdida.
Él ni siquiera estaba allí. En alguna de las aulas, oficiando, disimulando tanta grieta. No pudo reclamar la autoría; tampoco la pena. Sólo esa espesa tristeza que se le coló para siempre; y el grito apretado en el fondo de la garganta, subiendo y bajando, a través de las arterias, ahí, en la angustia enquistada.
Le pareció demasiado hermoso, incendiario entre lo amargo.
Se lo llevó bajo el brazo, junto al resto de sus cosas; en la puerta, el conserje le dio un sobre, “Por favor, no doblar” rezaba una esquina.
Aquí lo sentimos... mucho... Llegó hace una semana. Susurró descansando los ojos en los zapatos de la amiga: parece un certificado.


No hay comentarios:

Publicar un comentario