jueves, 20 de mayo de 2010

Algunas noches

Algunas noches sueño con una biblioteca totalmente anónima en la que los libros carecen de título y no tienen autor, sino que forman una corriente narrativa continua en la que convergen todos los géneros, todos los estilos, todas las historias; una narración en la que ningún protagonista, ningún lugar, está identificado, una corriente que permita lanzarme a ella en cualquier punto. En esta biblioteca, el protagonista de El castillo embarcaría en el Pequod para ir en busca del Santo Grial, desembarcaría en una isla desierta donde, a partir de fragmentos, reconstruiría la sociedad apoyado en sus ruinas, hablaría de su primer encuentro centenario con el hielo y recordaría, de forma insoportablemente detallada, cómo se va a la cama temprano.

Alberto Manguel, La biblioteca de noche

En la madrugada mi hijo pequeño gritó. Después inició un llanto terrible que más que lágrima parecía supurar grito. Cuando logré tranquilizarlo, le pregunté ¿qué duele? y él contestó la pesadilla. En ella, mamá, no estabas, desperté y era un niño sin padres. Eso es imposible, traté de consolarlo, si tus ojos se cierran, mamá y papá son sombras mientras duermes, están ahí pero tú no puedes vernos; para comprobarlo sólo tienes que abrir los ojos. Entonces aparecemos: tú, la luz.
Me miró, aún con miedo, y me preguntó si podía haber algo peor que un niño sin su madre. Yo lo abracé con todas esas partes blandas que quiero creer que tengo para su bálsamo, con mi calor y mis olores, con el peso de nuestros tiempos compartidos, con la generosidad del que quiere entregar hasta lo que entiende que nunca le será concedido. Nada, mentí, a sabiendas de que la peor de las pesadillas sería, aunque fuera puro simulacro, formas perversas que pudiera tomar el sueño, ser madre sin mis hijos. Él se durmió con su frente en mi latido, sobre mis pechos. A mí, insomne, como si al borrar su congoja, la hubiera cargado a la suma de las mías, me dio la hora de levantarme leyendo.

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