viernes, 26 de marzo de 2010

Rayonismo

Para quienes compartimos el síndrome de Scheherezada (o Shahrazad)

"Y sus voces se alzaron a través de la noche perfumada como el canto de los pájaros fantásticos mezclándose en una dulzura que no cesaba de fluir. Pasó un momento y Ming-Y, sobrepasado por el hechizo de la voz de su compañera, sólo podía escuchar en mudo éxtasis, mientras las luces del cuarto se iban desvaneciendo ante su vista y lágrimas de placer recorrían sus mejillas.

Dieron más de las nueve y siguieron conversando, bebiendo vino púrpura frío y cantando las canciones del periodo Tang hasta muy pasada la noche. Más de una vez Ming-Y pensó en partir pero cada vez que Sië iniciaba, con esa voz dulce y como plateada, una fascinante historia sobre los grandes poetas del pasado y sobre las mujeres a las que habían amado, él se quedaba como en trance, o le cantaba una canción tan extraña que todos sus sentidos parecían morir con excepción del oído. Y finalmente, cuando ella se detuvo para ofrecerle una copa de vino, Min-Y no pudo resistir pasarle el brazo por el cuello y acercar su embriagado rostro para besarla en los labios, que resultaron más rojos y dulces que el vino. Entonces su labios ya no se separaron más y la noche avanzó sin que ninguno de los dos se diera cuenta".

Lafcadio Hearn, Fantasmas de la China

Leo una frase más sobre el tiempo. Es cierto que ayer es igual que hace un año en la memoria de un adulto; en la de un niño, el año pasado es un año entero. El tiempo cronológico adelgaza con la edad: 365 días ya no lo son. Con siete años, la ecuación es perfecta. También las palabras son hebras del tiempo. Cuando en un mundo apocalíptico las referencias desaparecen, se llevan las palabras. El hombre intenta nombrar pero ya no existe el dedo que como índice señala: esto es un centauro; aquello un minotauro; ese hombre es Homero (de él sólo queda la sospecha de dos grandes epopeyas).
Economato, colmado o practicante ya no existen.
Ayer cambié el cuento nocturno por una historia de mi infancia. Les conté a mis hijos que de pequeña hasta aproximadamente los diez años creía que tenía un super poder. Los niños asmáticos éramos casi todos alérgicos. Sufrimos la cortisona y las vacunas; los ingresos en silicosis, los viajes a los alergólogos madrileños, las cámaras de oxígeno. Recuerdo las inyecciones como una tortura en goteo.
En primero de infantil, que entonces se llamaba pre-escolar, yo acudía a un colegio de pago a las afueras de mi ciudad, en un barrio de bien y en un entorno verde; de jardín, no de campo. Ustedes son sabios: entienden.
Todos los días cogía cuatro veces el autobús: dos para ir, dos para volver. Con tres años y medio llevaba una bolsina de merienda y un flotador. Lo primero para no desfallecer, lo segundo para poder sentarme: tanto en el auto como en las sillitas de colores de la clase. La señorita Leonor, que así se llamaba mi profesora, cada mañana me colocaba el flotador en mi asiento y me lo guardaba mientras salíamos al recreo para que ningún zascandil de los mayores me lo pinchara.
La explicación a todo aquello, el quid, se encontraba en Don Eladio, el practicante. Él era responsable de que sentarme fuera igual que un dolor de muelas. O peor.
Aquel señor llegaba día sí y día también a mi casa, después de clase y antes de la cena. Mi madre me decía que esa tarde no vendría el practicante. Mentía. Era puntual como el sueño en esas edades. Lo recuerdo afable, de labio caído, peluquín sobre la calva y manos pequeñas, dedicortas; su voz desmentía sus artes y oficio. Siempre me decía "No dolerá" con aquella voz gentil que te hacía dudar. Fue el primer hombre mentiroso que trató de seducirme: “Me encantaron los canallas” me confiesa una profesora en edad de jubilación mientras hago con ella la guardia. Sigue detallando: “Y así me fue. Nunca se lo pude confesar a mi hija: cuanto más mentirosos, más me ponían. Es el cáncer de ciertas mujeres: te hablo como a ella, aléjate, son tóxicos y tú pareces lista; ¿también te gustan?”.
Don Eladio hacía su trabajo y según les oía a mis padres era experto con la aguja y comedido con la minuta. Al timbrazo, bien me escondía en el armario empotrado del pasillo, bien bajo la cama de mis padres; un día logré escaparme, escaleras arriba, hasta el altillo del portero, el bueno de Don Corsino, que con caramelos y pan, dos manjares para cualquier niño, me arrastró al cuarto piso donde mi madre y Don Eladio esperaban angustiados mi regreso.
Y zas: picotazo en nalga.
Con la llantina, desaparecían por la puerta los dos agresores, vándalos y malditos personajes causantes de que mi culo fuera un mapa de cardenales, sin desiertos, sólo montañas y lagos: allí inflamación, aquí moratón. La primera vez que de niña vi, en clases extraescolares de pintura, Echo number 25 de Pollock (ejemplo de la técnica pictórica dripping), creí que era un homenaje a sus posaderas autorretratadas: no me cabía duda, él también había sido sujeto pasivo de Don Eladio.
Total, que un día harta de aquella vejación, después de que mi madre me subiera las braguitas de perlé, grité hacia dentro: ¡Ojalá te mueras!
Y se murió.
Se hizo verdad la mentira de mi madre: "Tranquila, hija, hoy Don Eladio no vendrá". Nunca más apareció por la casa.
Yo sabía por qué.
Así que al nacer mi hermano y sentirme princesa destronada tenía que medir mucho mis deseos porque era consciente de mi poder. Si la comida no me gustaba o mi madre estaba más activa con la zapatilla que de costumbre, me mordía la lengua antes de acercarme al deseo que después se convertiría en realidad: qué duro era estar investida de aquel super poder. En el colegio, odiaba que ciertas niñas mirasen la etiqueta de mis vestidos o criticasen que en lugar de ser nuestros padres con sus cochazos los que nos vinieran a recoger al colegio, a los urbanitas, a los ajenos, a los extraños a ese jardín de manzanos, cerezos, plátanos y castaños se nos entregaba a la grisura de la ciudad hacinados en autobuses. Entonces también apagaba mi deseo.
Hasta el día que murió el del séptimo.
Descubrí, entonces y por casualidad, de mano de mis progenitores, como otras leyendas infantiles destinadas a la caducidad (véase Ratoncito Pérez, Reyes Magos o La Cigüeña) que yo no tenía poder alguno.
La epifanía fue como acontece.
Se murió el vecino, el marido de la guapa Carmela que tocaba el piano y tenía manos de porcelana. Mi padre, al que mi madre regañaba por su voyerismo con las piernas de la del siete, llegó, muy pálido, antes de la hora habitual un sábado por la mañana, eran los ochenta y sólo descansaba el domingo; la explicación: acababa de llamarlo Carmela para decirle que Ataulfo había muerto de un infarto.
Qué eufonía la de aquella palabra in-far-to, no sé por qué me recordó a otra que me gustaba as-fal-to. Infarto-asfalto. “¿Qué es un infarto?”. Mis padres me miraron mal y con la voz rota se adelantó mi madre “Una parada del corazón de la que te mueres”. Él añadió “Igual que le ocurrió a Don Eladio”. Cielos. Ahí estaba la respuesta a tanta contención, contrición y atrición.
Así se apagó el rito infantil. Otro. De un soplido, cambiando las palabras, durmiendo un tiempo, desarticulando referencias. Se vació mi categoría, yo no era una heroína.
Hoy ya no existen los practicantes. Los indios del Oeste pintaban sobre arena, el icono era como el cronos: se borraba, desaparecían lo señalado y su nombre.
El eclipse del super poder me dejó aliviada, me trajo más ventajas que inconvenientes: menos a veces es más. Ya lo supe en aquel momento. También que el poder que a mí me había tocado era un gazapo y una porquería. Pero no dejaba de ser un superpoder, claro.
Después de esos años de sentirme como mis héroes, me apetecía ser humana y mortal. A mis pequeños la historia les convenció. El mayor glosó: “Es que ser un héroe debe de ser muy difícil”.
Pues sí, hijo; por eso no hay. Lo pensé. Y me callé: a él ya le llegará la etapa del descubrimiento. Por ahora, que siga durmiendo bajo el talismán de la magia y la épica; en sábana blanca y con el embrujo de los cuentos; aceptando tiempos largos, objetos antes que referencias y escenas posibles pero simultáneas.

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