martes, 23 de marzo de 2010

Los recolectores de cometas y la miopía

"No recuerdo por ahora quién dijo que el hombre era pura nada. No algo, sino pura nada. Y yo me siento así en este instante."
Juan Rulfo

Se preguntan los hombres y miran lejos.

A finales de los setenta, volvía el hombre siderúrgico, camino del bar y la partida, con la mugre metálica merendándosele alguna entraña. Se detuvo en lo alto, al sur de la ciudad y al volver los ojos atrás, vio en el cielo encuadrado de las lunas traseras de su coche un cuerpo extraño, arriba, garabateando en el cielo un no sé qué. Rápido y violento.
Supo que había visto un meteorito.
Dicen que uno antes de morirse debería plantar un árbol, escribir un libro, tener un hijo... Añadan, si pueden, ver Saturno. No ir a su encuentro, sino que sea él quien te busque, se te pegue a la retina, te revista de infancia; inútil a la incredulidad, osado con la desconfianza, encendido como el brillo de los ojos de aquella, y siempre, primera mujer.
Forzado al deseo, entiendes, como ocurre con el fuego o el mar, por qué el hombre miró un día hacia las estrellas; se hizo, como el recolector de cometas, hipermétrope.
Preguntando a Manuel, un compañero entonces en mi aterrizaje en un nuevo instituto, hoy amigo, por qué amaba tanto las matemáticas, atesoró un silencio para después sonreírme con esa afabilidad que nace de lo sencillo: son perfectas, están en la naturaleza; y, sobre todo, lo que más me gusta de ellas es que nunca te fallan. Son verdad.
Mi admirado y sabio José Antonio Mases recoge la siguiente reflexión en boca de uno de sus personajes (Carta te escribo): “Sabía que los hombres que en tiempos oscuros sintieron la necesidad de reunirse en sociedad y aprendieron a medir la extensión de los campos y a mirar a las estrellas para ir averiguando el rumbo y la grandeza de los caminos del mar, fueron quienes asentaron los gérmenes de las matemáticas, y que la existencia humana, y su irreparable desenlace, están regidos por los números”.
Siempre un paso por detrás: la verdad es la carne de la ciencia; la aventura de ser hombre exige el relato.
Así, calienta la boca para la ficción este hombre que un día de finales de los 70 vio en su ciudad un meteorito. Cuenta que a partir de ahí nunca más le consoló lo cercano. Sigue contando, risotero, que Orión era un gigante cazador, hijo de Euríale o de Gea, “según”, y el poderoso Poseidón. Era tan grande, relata, mientras lo escuchamos a oscuras, siguiendo las turbulencias que el giro manual de la cúpula del observatorio de Deva genera en los cuerpos, que podía cruzar el Mediterráneo en unas cuantas zancadas. Pero amó. “Ya. ¿Sabéis por qué las mujeres son como las nubes?...” Interrumpe su relato. Los que escuchamos no damos crédito. “Porque cuando se van mejora el día”. Y eso fue lo que le pasó al hasta entonces bueno de Orión que miró dos veces a Mérope. La quiso para él y entabló relaciones con el padre. Este dijo que le daría la mano de su hija si le limpiaba el terruño de alimañas. El joven no preguntó: tan ricamente barrió aquí y allá toda suerte de bestias. Cuando terminó su tarea y pidió lo justo, esto es, la entrega de la joven, el impostado suegro no cumplió su palabra. La cólera de Orión fue tal que rompió montañas, destrozó ríos, sacudió pueblos... Aquellos le pedían que cesase en su furia, herido, roto y colérico, siguió en lo confuso, en el miedo, en la tristeza; todo en gravedad hacia el destrozo. No respetó anciano, ni dios, ni mujer que se contonease (especial fue su insistencia con las siete Pléyades, las cuales pusieron pies en polvorosa y lograron evitar el zarpazo o su simiente). Hasta que decidieron detenerlo. El padre cabreado o la madre harta, “no me acuerdo muy bien”, se rasca el buen hombre la cabeza en el titubeo, envió un escorpión que picó al hijo iracundo y lo mató, no sin antes lanzarlo el gigante de una patada al otro extremo de la laguna. Tras esto lo colocaron en el cielo. Por eso, prosigue, la constelación de Orión está en el punto opuesto a la de Escorpio, “malos los escorpios, no os fiéis de ese signo, buf”; de su arrebato rijoso, que esté por detrás de las Pléyades en el cielo. De su afán cazador, que Canis, el perro, esté a sus pies, fijaos: igual que una mascota. "¿Veis el cinturón?" y tira de puntero ultra láser, "ahora voy a poner en la maquinina unos números, esperad : al que quiera que esté allá abajo ¿M23 o M21 la nebulosa de Orión?” De la base nos llega una voz con el código exacto, el hombre marca la clave y el telescopio toma las coordenadas. “Hala, a ver por ahí los planetas”.

Así, entre mitología versionada por el hombre, glosas espontáneas y astronomía, vimos en el telescopio Marte, una bola incandescente roja y azul, polvo de estrellas en la nebulosa de Orión, astros jóvenes y brillantes, otros envejecidos del color del sol... El hombre escupe “¿Por qué Galileo se quedó ciego?... un caramelín para quien se lo sepa”. Porque miró directamente al Sol. Eso es. Y no se puede hacer. Antes no había calendarios de esos con mujeres ligeritas de ropa, los hombres miraban las estrellas para sobrevivir en dos afanes: la navegación y la agricultura. Mientras brille Orión sabemos que es invierno; luego dejará paso a Leo y con él el verano; las Pléyades nos dicen si van a seguir las lluvias de abril.
Todo allá arriba: sólo tenían que mirar. Sin simulacros, sin mentiras. La verdad abierta.
Paralizados por el frío que zumbaba en el observatorio, asombrados por el mérito de esos enfermos de nebulosas en expansión y reflexión, escuchábamos las historias del que vio el meteorito, su explicación del mundo desde la noche, la fuerza del pequeño sol Sirio, la estrella más brillante, la maldad de los astrónomos que escribían en clave para no ser copiados (“era mal gremio y muy vanidoso”)... Y mira que hizo mal invierno, también lo saben las estrellas: pudimos ver el cielo el dos de febrero, el dos de marzo y hoy; todo cubierto, chasquea el hombre, “mal año, muy malo, para contar cometas”.
Se suma otro enfermo de cielo, nos dice que es el octavo del mundo en recolectar cometas, que la NASA le pide datos, que estuvo con el príncipe, que lo citan en muchos estudios americanos, que es asesor de no sé cuántos proyectos estelares, que construyó con Faustino el otro observatorio asturiano en Muñás de Arriba. “Mirad, mirad un satélite, saludad al pajarito”. Y sigue contando, sacando de su chistera novas, eclipses, cometas, auroras boreales, objetos Messier, asteroides...

“Ayer estuve aquí hasta las cuatro de la mañana, estoy intentando superar mis cifras de este año con los cometas...; es que con lo encapotado y crudo que vino el invierno; fíjate que el año pasado por estas fechas llevaba mil y ahora apenas paso de los cien. Si es que vino muy malo. Muy malo, gente.”

Existieron y permanecen allí; todas esas luces, generando comprensiones, estallidos, vientos solares, materia negra, sumideros de luz, vida incandescente; basta con mirar al cielo una noche clara, de esas que no abundan en nuestra Promenadia, más Mordor que Patmos, y dejarse ir por las explicaciones, trufadas de ficción, de esos hombres enfermos de lo lejano. Todo allá arriba, donde el ojo llega a través de la máquina; conocer con prótesis, amar plastificados, dejarse seducir por el brillo antiguo de las estrellas: sólo vemos su pasado; siempre un paso por detrás. Limitaciones espaciotemporales, principios físicos, lentes mágicas. Galileo, Newton y la claridad de mentes similares fijaron su atención en la física: se pelearon por la verdad.
Cerca. Miopía.
“Un recuerdo es una voz fría”, escribe Chus Fernández, mientras mira el polvo de las suelas, la rama y no el árbol, la belleza de lo pequeño, lo no visible por hartazgo: está ahí, bajo tus ojos. En medio de su novela esas seis palabras desmayan la razón. Hay un celo en sus líneas por lo minúsculo, la rendija, las huellas de antiguos chicles en las baldosas; su diálogo con el tiempo. La dimensión de lo concreto; lo fragmentario, la yuxtaposición. Su modo de nombrar nos acerca al objeto. La luz que nace de lo cotidiano. En algunos momentos el hombre ha de ser miope, protegerse de un mundo agresivo, demasiado grande, inexacto, inabarcable; del que huye porque como al resto también le han inculcado el miedo; un gran universo ahí fuera. Un territorio que se escribe en mayúsculas, con cifras y valores monetarios, con ortopedia para la belleza, donde la falsedad es lengua franca. Haití, Chile, Ruanda, el calentamiento del planeta, la escasez de agua... Ahí no.
Entonces aparece la miopía.
Uno dice que no hay mano donde un ciento ve cómo el jugador toca el balón; el tiempo vence el subsidio por desempleo, tu hijo necesita un trasplante de hígado. “Porque los problemas de dos pequeños seres no pueden contar en este mundo desquiciado”. Y a nosotros se nos ocurre que sí; aun a costa del desembarco de Normandía: si no, ella va a lamentar toda su vida haberse ido con ese idealista tan aburrido y estirado, hacer lo correcto a pesar de que se le rompa el corazón; ese “como si”, la promesa, lo posible nos hace ver, mirar (si se me permite), una y otra vez Casablanca confiando en que esta vez, esta sí, Ilsa se subirá al avión con Rick. Defenderse en las trincheras contando lo chico; como dije, a pesar de las macrotragedias o de lo distante o de lo global.

Los guerreros griegos despreciaban a aquél que no luchaba cuerpo a cuerpo. También ellos, que supieron ser hipermétropes como el recolector de estrellas, en su día a día sabían cuándo y cuánto importaban las distancias cortas: la miopía también es lucidez.
Porque ansiamos las certezas, coleccionamos cometas, estudiamos matemáticas, subimos a un observatorio a ver Saturno; porque no todos podemos comprar paraísos, lastrados por la tristeza, existen los relatos. Y la miopía.

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