viernes, 12 de marzo de 2010

Voces

Para la mayoría de mis compañeros de 1º G del IES Jovellanos aquel libro rural, lleno de palabros y prosa maciza era un nubarrón en medio del trajín escolar. En mi caso no había afectación, ni retórica, ni obligación, ni sentimentalismo. Para mí Delibes era un tablar de léxico, un caudal de nombres de flora y fauna; fue a quien oí por primera vez que la literatura era un refugio, el suyo, no el cine, ni las tertulias; está entre los hilos de mi infancia, como Ismael, los mohicanos, el correo del zar, Ana Karenina o Salinger. Para un niño el tiempo, sus entretelas, no existe: cuando algo sucede, ocurre de repente.
Son las siete, enciendo la radio, pongo el café en el fuego, subo persianas. Mi casa empieza a despertar; hay cerca de la playa recorridos de luz, babas de caracol, sintaxis de claros; parece que los nubarrones me van a dejar en paz; pasan pocos coches y rápidos: día laboral. No falla. Entonces “Delibes ha muerto”. Tres palabras, sin impresionismos, ni subordinaciones, ni juegos, ni calambures. Economía del verbo.
Pastora, la profesora de literatura, Vicente, mi compañero de pupitre, Cholo, Eva, Martín, Cocaño, el patio gris, los desconchones, la sirena... Se produce esa regresión, el hongo blanco que se abre en nuestra memoria, pasa Alicia calzando botas grandes entre las azaleas y tengo, otra vez, aquellos pocos años. Leí en Retratos de Will que “no puede haber prueba más determinante de la cordura de una persona que haber sido capaz de sobrevivir a la infancia. Aunque los adultos la idealizan y la presentan como una época de libertad”, somos un epílogo del niño que nos habita. Puede. Otros, necesitan recurrir constantemente a ese territorio físicamente inexistente, al mapa de lo que fueron y jamás serán, a esos lugares de los que hablaba Melville "It´s not on any map, true places never are". Algo de El Moñigo y El Mochuelo se diluye en mis tiempos. No digo que sea el mejor escritor, ni el que más me guste, ni el que haya marcado un antes o un después; ni siquiera el autor que rescataría del fuego si este amenazase mi biblioteca. Con él, no obstante, me enamoré del lenguaje; me infectó, junto a otros, de la pulcritud de los paisajes verbales. Ahora que es demodé no interjectar en malsonante cada cuatro sustantivos y dos verbos en infinitivo, yo me escabullo para emboscarme en los clásicos, en la fecundidad y agudeza de los términos. Me pego un baño de diccionario más pronto que tarde porque con tanta vulgaridad, mediocridad y rebaja en el uso de nuestro idioma, dimito de la escucha (y nótese que ya no entro en los cimientos, en la vacuidad de reflexión y espíritu crítico).
Él me enseñó palabras, voces con las que nombrar mi espacio; me enseñó la semántica de un mundo que nunca conoceré más allá de la frontera de su pluma. Dijo lo que yo no me supe decir en aquel momento: la literatura como cueva. Y escribió una frase que se me quedó colgada desde entonces: “Los hombres se hacen; las montañas están hechas ya”. Esa fragilidad de lo humano atrapada en una metáfora tan sencilla, como un puñado de tierra, es otra de sus herencias.
A veces uno quiere que le cuenten verdades; otras, mentiras. A veces, llevarse, como los niños, las cosas a la boca para no pervertirlas con el lenguaje, otras, dejarse seducir por la frase larga y el párrafo barrocamente ampuloso. A veces, dejarse herir por la belleza de La cinta blanca, otras, apoyar el cerebro en el sofá con cualquier cloroformo de serie. Trufas o guisado; noches largas, cortos encuentros animales; prosa telegráfica, indigestión de nexos lógicos...

"… porque existíamos en una apatía que casi era paz, como la de la propia tierra ciega, que no siente, que no sueña con el tallo de la flor, con el capullo, que no envidia la aérea y musical soledad de las tiernas hojas recién brotadas, que ella misma nutre."
Faulkner. Siempre.

De niña y preadolescente, en los veranos de canícula prepirenaica, me pasaba el día jugando a la comba y corriendo. Cada cierto tiempo iba jadeando a casa a beber agitada dos o tres vasos de agua con ansia y con impaciencia, casi sin dejar de correr. Buscamos en la lectura esa remoción y esa contemplación que causa el arte. Pero también saber quién es tal autor, qué se está escribiendo en tal sitio. Leemos para sentir cómo respira la literatura aquí o allí y estar un poco en el escenario. Pero cada tanto hay que volver a casa a apurar a los clásicos, como un niño apura los vasos de agua sudando en medio de sus juegos. No aprendes nada de lo que pasa, pero tocas el límite del espacio en el que está todo lo demás. Pues eso, “Delibes ha muerto”.

1 comentario:

  1. Miguel Delibes llamaba a las cosas por su nombre. Este blog suyo es lo más parecido que me queda a una clase de literatura. No se abandona eso de ser alumno. O eso espero.

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