lunes, 12 de abril de 2010

Estampas rusas




Para Vicente, panadero trotskista

“La zarevna escucha un cuento a una dama de compañía, una mujer calmuca, ya mayor, antigua en palacio. Esta mujer guarda en su impoluta limpieza, en los ojos asiáticos, el recuerdo de un tiempo detenido en antiguas leyendas. La zarina recibe esa mañana a la zarevna y la niña repite a su madre el cuento oído a la calmuca: “Una vez un águila preguntó a un cuervo: “Dime, cuervo, ¿por qué tú vives trescientos años y yo sólo treinta y tres?” “Pues porque tú –respondió el cuervo– te alimentas de sangre viva y yo de carroña”.

Moisés Mori, Estampas rusas. Un álbum de Iván Turgueniev

En 1904 el embajador francés envió un despacho sobre la situación interior de Rusia, en él venía a decir que todas las clases de aquella sociedad estaban en efervescencia. Un año más tarde, en 1905, un turbado crítico francés al salir del Salón de Otoño describió la exposición que había visto como propia de fauves, fieras, no por la carga enfática que hoy se le atribuye a este término, connotativamente positivo, sino, antes de las adherencias coyunturales, en su valor puro: “animal que asusta, alimaña”. Su impresión nació de enfrentarse a la violencia contra los parámetros de un mundo a partir de entonces nunca más rígido.

Eso es Historia.

Le cuenta Marta, entre anécdotas de la intrahistoria, que su abuela que vivió las dos Repúblicas, la Dictadura de Primo de Rivera y la Guerra civil española con su dura posguerra, solía repetir: el poder lleva en sí mismo la catástrofe.

Ambición y vanidad.

En el 34 eran tan pobres, era tal la miseria, la necesidad, que aceptando la derrota, siendo indiferentes hacia ella, cualquiera, hombre o mujer, se tiraba a la calle: había unión, la igualdad en la carencia había cortado las alas. Entonces llegó el 36 y el 39 y el hambre. Y lo refiere enfadada con la humanidad a sus 75 años rabiosos, mientras comenta un artículo de prensa sobre la generación ni-ni.

­El mundo era diferente; sólo nos teníamos los unos a los otros. Habla de los barrios, de la Plaza del Carmen, de la Cávila y de las grasas urbanas rodeando la antigua Casa de Socorro. Le cuenta la genealogía de gijonesas familias clave en la resaca del conflicto; de los traidores de comunión diaria, de la bondad de las prostitutas. Venían a la sidrería del tío Luis y cuando el pagador no miraba, tiraban el champán para dejar ganancia regalada, “Luis, otra botella -que paguen sus vicios-”. Luego se acercaban a la tía, en la trasera de la cocina, bajo el pretexto de un retoque de carmín y le pedían que se diera de comer con aquel sobrante a meretrices amigas, fulanitas o menganitas, que estaban magras, secas, igual que los sirgadores del Volga, y así, añadían, no había hombre que quisiera meterse en ellas.


Nadie ha escrito, continúa, el papel de las prostitutas en esos tiempos, eran mujeres entre hombres; tenían información y alguna, incluso poder. Coral, blanca, agradecida en curvas y tierna, con ese tono carnal prerrafaelita que ensaliva el celo del hombre, era mantenida de un teniente nacional, la iba a buscar todos los jueves y después de cenar en la sidrería subían al piso rentado que él pagaba religiosamente. Cuenta Marta que Coral guardaba entre sus muslos la vida de muchos hombres, no nacidos de su vientre, sino salvados porque ella entre arrullos, gemidos, vaivenes de pubis y artísticas felaciones arrancó más de una docena de conmutaciones de pena de muerte por destierro.

Era guapa Coral, buena gente. No como otros.

Hubo muchas vidas agrietadas, violencia silenciada, indiferencia que derivó en hostilidad. También, apunta, una conciencia muy profunda de la asimetría social y de la voluntad de salir de todo aquello. Y hoy, vieja y vivida, se pregunta para qué. La misantropía le enciende la mirada. “A los quince años todos deberían ser anarquistas” hace suyas esas palabras, como también estas otras “La tierra para los que la trabajan”.

Ahora que Marta se había ido dejándola, no sabía muy bien por qué con aquella punzada de dolor en su memoria, abrió el armario con sus películas y sacó las que llama sus dos rusas, las dos aristas de un tiempo: Oneguin (1999) y Quemado por el sol (1994).

Desde que nació ese país cruzado por el Volga que ya no existe, tan sólo en viejos mapas, en los libros de historia, en la huella de las grandes novelas, en la melancolía de ciertas imágenes... la ha ido tiñendo. Su nombre, en honor de la Revolución de 1917, no pudo ser ruso porque el funcionario del Registro civil le dijo a su padre que hedía a rojo y que sólo se lo permitiría con María por delante; ante la disyuntiva, su progenitor se decantó por la castellanización: ya se encargaría él de dotarlo de valor bolchevique. Y así creció, nutriéndose delante de una fotografía de Marx de dos metros por dos que adornaba la pared norte del comedor, escuchando los tonos trágicos de la música popular rusa, viendo a su padre recomendar el alma a un idolito cabezudo que reposaba en su mesita de noche y que años más tarde, con los primeros textos escolares, reconocería como Vladimir Ilich Ulianov en un libro de sociales, jugando con matrioskas en lugar de Nancies o Barbies y engullendo en su idiolecto términos como duma, soviet, koljós y camarada: a ella el ratoncito le dejaba debajo de la almohada rublos inservibles; igual que un manojo de Belarminos a un muchacho del 36. Nada.

Sus primeras sesiones de cine las vivió en salas blancas de un piso de la vieja ciudad cuyas paredes estaban cubiertas de carteles propagandísticos en grafía cirílica, rodeada de adultos que bebían vodka y tarareaban Kalinka sobre el vinilo rodante del Coro del Ejército Rojo y niños que, como ella, seguramente hubieran preferido cualquier cinta de Disney a La huelga, El acorazado Potemkin u Octubre... Después llegarían Turgueniev, Chejov, Tolstoi y Dostoievski; y la primera mirada, aquel instante sobre la pintura que jamás olvidaría: los movimientos abstractos rusos.

Probablemente, nunca podrá disociarse de aquel octubre, mes que siempre, como un rito repetitivo y ceremonial, le da y le quita a partes iguales, por eso necesita volver, de cuando en cuando, a esos dos largometrajes. Uno, porque la arrastra a los previos de la Revolución, a la atmósfera de la literatura rusa, a como ella se imagina el San Petesburgo nevado o los campos de cereales de aquellas novelas; pero también, a las desvalidas y agobiadas masas campesinas, a esa sociedad injusta y asfixiada, con los dirigentes zaristas y su autocracia, al huevo que engendró la inercia necesaria para el cambio social. Los cuadros de Friedrich (la escena del duelo, las difusas tardes de tedio, las vaporosas brumas, el lago) se hacen vivos en esos fotogramas; de igual modo que el dandy enfermo de spleen. Literatura y vida confluyen, “símbolo y metáfora” que escribió Pessoa. Bueno, y en un desvío pícaramente frívolo: hay algo en la mirada de Ralph Fiennes, a caballo entre el desprecio y la lujuria, que siempre se le cuela por debajo de la falda.

Otro, por lo que un día pudo ser y murió en su intento, por las postrimerías. La alegría de los tiempos triunfantes, el entusiasmo colectivo, la fuerza del campesino que por fin dispone libremente de sus tierras, la euforia de la nueva Rusia, la construcción de lo soviético, el liderazgo del coronel, la armonía de esos veranos calurosos llenos de luz en planicie metafórica. Y sus arrabales. El antihéroe, el traidor, la máxima de que la revolución acaba devorando a sus hijos.

La Historia está ahí, pero en esta desmemoria gratuita, en este afán perversamente revisionista, en esta endogamia corrupta no interesan ni el conocimiento, ni la formación, ni la purga de males. En la impostura de la felicidad, vivan la ignorancia y el consumismo: todo es opinable.

Una de las sentencias de fe para los lingüistas es que lo que no se nombra no existe, aceptando, siempre, la paradoja de lo inefable de la palabra; con todo, por intentarlo que no quede. A pesar de la crisis, no dejamos de ser herederos de la galaxia Gutenberg.

Marta morirá, llena de miradas y con ella un testigo, no una opinión. La asignatura de historia seguirá, en los planes de estudios y los currículos venideros, adelgazando en contenido, manteniendo, como las antiguas ciudades rusas, las fatuas infraestructuras con el continente lleno de aire.

Y claro, en lo pendular de nuestro devenir se pasa de la efervescencia social a los laxos ni-ni infectados de incuria; la inferencia: allá cada uno.

Mientras, ella exhuma, a través de esas cintas, su imaginería. De San Petesburgo al salón de su casa, de la Plaza Roja a las cálidas cuatro paredes sólo hay esta noche un paseo doble: la sesión continua de sus estampas rusas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario