domingo, 10 de enero de 2010

Yakuza




-A mí Brad no me pone. Y no soporto Sexo en Nueva York.

Gestos sugerentes. Miradas abiertas y boquitas burlonas.

Se me ruborizan las mejillas.

-Es que tú eres muy... ¿singular?
-Qué va, es impostadamente ingenua y se hace la extravagante.
-No. Nada de eso. Se quedó en las hojas de arce y la flor de cerezo: todo el día ensimismada, flotando, como Remedios la Bella.

-Yo también os quiero -puntualizo.

Risas femeninas.

Cómo son. Todo por negarme a lo gregario de un chico de moda y una serie ¿femenina? Puaj.
Me dicen mis amigas que soy muy rarita para los hombres, que a mí lo más moderno que me gusta es Don Draper (Mad men) y eso porque me recuerda a los actores de antes, a Gable en Lo que el viento se llevó, a Robert Mitchum en Retorno al pasado, a Charlton Heston en Cuando ruge la marabunta u Horizontes de grandeza, a William Holden en Picnic (o en cualquier otra), a Sterling Hayden, o a mis Paul (Belmondo, Al final de la escapada o Newman, La gata sobre el tejado de zinc).

Puede.

Me siento atraída por la fuerza tranquila, más que por la estética posmoderna; una es así. Y leo que seguimos siendo hembras, sacos de bacterias y feromonas, en busca del macho Alfa, uno, cuya genética violentamente hábil tatúe a nuestra descendencia. Nuestros deseados, al contrario, persiguen un club: polucionar e inseminar, cuantas más mejor, para colonizar el globo con un repertorio de iguales. Para ello, escriben los expertos, se decantan por las chicas sumisas y bellas. La primera condición es sierva de una idea: serán mejores madres.
No pregunten.
La segunda, porque sí: a todos les gustan las guapas.

De vez en cuando, sin palomitas, me sorprendo, desvestida de inocencia, fisgando a los actores entre mis clásicos. Son dispares, atemporales, de mirada turbia o apacible, hechiceros de un tiempo donde el sistema los convertía en dioses o gigantes; con todo, desprenden un culto a lo masculino y una fuerza tranquila. Quizá esas dos sean mis constantes; y la imaginada fragancia de lealtad.

Pero la épica se disuelve en la pantalla y la radiografía de mis años en el mercado de la carne no se coronó con esta suerte de héroes. De ahí mi poco historial. (Quedaría mucho mejor recoger aquí lo que dijo Gilda “Si fuera un rancho, me llamarían Tierra de nadie”; pero hasta a mí me resulta excesivo).

-Es que a mí me gusta el hombre –Ahora sí que lo arreglé.
-Ya te regalaré un bote de Axe o mejor la colonia JAQS (si la fabrican todavía).

Mónica saca el espejito del bolso y se define los labios en gloss pink, a la vez que niega con su cabeza una y otra vez.

Helena acerca la copa a la boca, siempre sensual, y me guiña un ojo.

Me llevo la mano a la ahora desnuda nuca. Es en estas ocasiones donde añoro mi antigua melena y el ritual de sus modos: la necesidad de esconderme.

-No te azores. Cuando te acaricias así no sacas a la niña, sino que te muestras exquisita y apetitosa –Ana finge morderme el cuello, jamás ajena.

-Eres transparente. No lo olvides –Sentencia Mayte desde su seriedad fingida.

Intento cambiar de tema.

-¿Sabéis que Ramón cierra el Buggys? Dice que está harto de perseguir a los clientes por dos euros cincuenta, que dónde se meten los disfrazados “pastis” del festival, que el lugareño se está cargando a los profesionales del arte. Primero Discoteca, después los videoclubs de culto, qué vendrá luego ¿las librerías? (Cuando me lo preguntó, crucé los dedos y recé, atea que es una, hebras residuales de oraciones que recordé del Catecismo escolar, por mi librero Chema Paradiso).

-Tu humor. Eres una pervertida, nos la pretendes colar, a otro perro con ese hueso, princesa: lo que realmente te disgusta es que te vas a quedar sin camello que te proporcione rostro, cuerpo y dedos del Star system con los que fantasear.
-Y voz –apunta, rápida, desde sus redondeces golosonas, Patricia.
-Eres una cortesana con piel de doncella.

No digo yo, que en mi triplete de vida privada, pública y oscura (Gabo dijo y mi hombre del Bierzo me regaló la frase en uno de esos jovinos cafés inolvidables), la tercera se lleve la mejor y más copiosa parte, pero bah, sentir que mi servidumbre cinéfila es pura decoración de mis parafilias...

-La elección de cine nunca es inocente.
-Cierto -contesté. La ficción nunca lo es. Deseos, miedos, vidas paralelas...
-Os lo repito: es una enferma.

Me propongo otro giro conversacional.

-¿Visteis Avatar con gafotas? A mí, o a la niña encerrada que llevo conmigo, más bien, me encantó.

Se limitaron a anidar en sus retoques y a proponer lugares donde tomar la última.

Deben de conocerme muy bien estas inseparables mías; tengo objetos de culto, sueños inconfesables, modelos aviesos, propuestas infames que he aprendido de la verdad de las mentiras (Sade o Nabocov). Un conjunto de estampas que pueblan mi imaginario libidinoso. En fin: hasta aquí puedo contar.

Mientras pedíamos la cuenta relatamos nuestros regalos de Reyes. A mí me tocó la última.

-Melchor: Yakuza, una película difícil de localizar ambientada en Japón sobre los pactos, el Japón ignoto y la obligación moral. Gaspar: unos pendientes que imitan la joyería modernista.

Lo que me callé fue tanto el regalo de Baltasar (un libro de grabados eróticos japoneses), como el para qué quiero, entre otros afanes, la cinta de Sidney Pollack.

Acato. Mis amigas siempre tienen razón.

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