domingo, 24 de enero de 2010

Gigante



La playa, André Lhote

Cada lunes inicio mi clase con un ejercicio de narración oral con formato de folletín para adolescentes estilo Física y química o El internado.
Hace mucho tiempo, les digo, en épocas remotas, yo me imagino a los homínidos de nuestros antepasados, sentados alrededor del fuego (uno de los primeros escalones tecnológicos) escuchando (costumbre en desuso) acontecimientos en la voz hechizante de algún anciano, sabio, testigo, quizá aún pastor. Cuando entonces, cumplía varias finalidades: la explicación del origen o el bien y el mal de la naturaleza y, por ende, de ellos mismos; la transmisión de conocimiento; la cohesión grupal; la diversión; la exaltación de las virtudes de la tribu; el escaparate de modelos de comportamiento... Esas primeras manifestaciones literarias precisaban de memoria y de seducción: no todos guardarían tanto, no tantos estarían capacitados para el hechizo.
Imaginaos que no existiese Internet, ni televisión, ni cine, ni libros: ¿Qué haríais?
Esta última pregunta conlleva sus riesgos: son adolescentes sujetos a la fiebre y al calor de una suerte de virus hormonal; pero hasta hoy, salvando ciertas impurezas, he salido airosa de la experiencia.
Podríamos suponer, continúo, que, entre otras actividades, nos contaríamos leyendas o cantaríamos: ¿De qué? ¿Sobre qué?
¡De miedo! –gritan algunos; ¡De amor! –otros.
Entonces o bien les leo algún pasaje escogido de la literatura universal (o de algún autor que nunca se hallará en ese continente pero que no le sobraría contenido para ello), o bien les cuento una anécdota o una película.
La semana pasada les narré la historia de dos chicas más o menos de su edad, Amber y Lynette. Una, madre adolescente; y otra, adolescente que tuvo que hacer de madre. Yo pongo voces y tiro de cualquier recurso para la captatio benevolentiae, pero la magia está en el arte de la literatura no en que yo esté dotada del don del hechicero, ni mucho menos. Mientras oyen lo que les cuento y preguntan y se enganchan, voy dosificando la información y en el clímax les digo “Y hasta aquí puedo contar”.
-Jo, profe, cómo te pasas. ¿Qué ocurrió, se quedó con la niña, volvió allí, Tassie logró ser algo más para Sarah, Edward se implicó...?
-Si no queréis ser behhh, leed –les digo; y se ríen.
El libro del que extraje estos personajes, por si les interesa, se titula Al pie de la escalera de la escritora norteamericana Lorrie Moore. Magnífico. Imprescindible.

Con todo, sigo a lo mío. Aprovecho, de este modo, y les introduzco los subgéneros narrativos, les hablo del Minotauro, de las leyendas, de la poesía épica (tirando de símil actual y referencias asequibles del tipo Gladiator o 300); también del cuento y de la novela. Con epílogo: el cómic, la novela gráfica, el cine... A veces, muchas, son ellos quienes me sorprenden. Es el caso de E., una superviviente a una leucemia infantil que la tuvo hospitalizada durante dos años. Es creativa, dispersa, enganchada a la lectura, supongo que como muchos niños encamados como bálsamo o arsénico de evasión. Ella nos relató una leyenda que recibió de su bisabuela: un nocturno e intermitente gemido de bebé, unas montañas leonesas, un accidente en las minas... Ella sí fue un bayo al galope del abracadabra del encantamiento.
Mañana me serviré del cine. Mañana les contaré Gigante (Adrián Biniez, 2009).
La primera vez que oí hablar de esa cinta (Oso de plata, Gran Premio del jurado y mejor ópera prima festival de Berlín 2009, premio Horizontes latinos festival de San Sebastián 2009) ya se produjo en mí cierta suerte de encantamiento: me atrajo la sencillez de la historia, los previos, el enamoramiento (en un lugar tan poco dado a ello como un hipermercado argentino, en un cuándo cruelmente realista) entre dos personajes tan invisibles como un nocturno guardia de seguridad y una solitaria limpiadora que busca al amor de su vida en las páginas digitales de contactos, con la cámara y los silencios como único narrador.
Ya he gruñido, pataleado y malcafeado bastante en este espacio mío sobre los pocos lugares que nos quedan a los amantes de cierto cine, bien clásico o del no convencional, no comercial, de pequeña factura, pero repleto de belleza en la ficción o lírismo en las imágenes. Pero hay islotes: no sé dónde ni cómo lograré ver La cinta blanca pero en el ciclo V.O.S. de pumarín gijón sur sí hay otras del cine del mío con las que regalar mis ojos. A lo largo de los sábados de este primer trimestre de 2010 me esperan, como antaño con las de primera sesión, ratos de placer. Seguro.
Ayer fue uno.
Lo peor: la acústica del cine sudamericano. Ojito: elemento que no es moco de pavo. Hoy he escuchado en la Ser la llamada de una oyente invidente zaragozana que suele ir al cine. Contaba que ella va y escucha y con los diálogos y los efectos sonoros disfruta de las películas. Como poco, la historia merece ser contada. La señora intervenía, no obstante, para expresar su descontento y la frustración que la última película sobre la figura de Sherlock Holmes le había dejado en el oído. Ella que fue a ¿ver? una de diálogos y se encontró ¿escuchando? una de acción y golpes sentía su ánimo y su alma timados. Su acritud maña traspasaba las ondas. Aquí lo dejo.
Regreso a lo mío. A pesar del tema audio, que afortunadamente en Gigante pesa poquísimo, la historia es bellísima: atesora la hermosura de lo natural. Jara, un hombre que tiene todo el aspecto de un violento oso y juega a provocar en el espectador el disparo de las deducciones gratuitas y los prejuicios (guardia, grande, adherido a sus cascos con rock duro y heavy metal) le regala a Julia (feúcha, solitaria, de pequeños gestos cotidianos, que emerge transparente) una segunda mirada: la que convierte al igual en único; cuando el rito del día a día nos elige, cuando enamorarnos nos resucita del gris y la monótona alienación, cuando ya nada vuelve a ser lo mismo: porque uno no ama, no así, en vano.
Qué real la película, cómo apetece seguirla, verla en el mundo. Y mirarla hasta que se te pongan rojos los ojos sin tener nunca bastante. Ver, en lo pequeño, el proceso de cómo el amor nos atrapa.
Oh sí y los celos. El retrato tan acertado de lo posible. De nosotros enamorados. Conozco muy pocas encubridoras Altar Keane, pero sé de amores gigantes en vidas pequeñas.
Como el de Jara.
Anécdotas varias. Cuando estrella, por ejemplo, la cara de aquel rijoso contra el volante, quien ha amado así, sus labios callan pero las neuronas asienten: sí, sí, el homínido que guardamos ahí dentro a veces quisiera coger orejas con pendientes, pelos lacios y calvas incipientes y darles en las narices con algo, para que dejen quietas las manos, se callen lindezas de intenciones sicalípticas y limpien la mirada. Y lo de provocar el chaparrón anti-incendios… es que, a veces, cuando a uno se le cruza la sospecha de que la dama está con varón (qué importa que sea su marido) o varón con dama, apetece boicotear sin ser visto. Pero normalmente no se puede y sólo puedes deslizar un cactus con su nombre en mitad del pasillo por donde ella sola transita o una pastilla de jabón de aceite de oliva y piel de naranja intentando remedar su memoria como un niño agita las manos cuando la habitación está oscura y no encuentra la llave de la luz. Esa fragilidad, nuestros altos y miserias, activa todos nuestros miedos.
Y no cuento más.
Les digo lo que escribió un crítico americano sobre Al pie de la escalera: “Al acabar la novela me dirigí de inmediato al lector que tenía más cerca y le hice jurar que la leería”. Aplíquenlo a esta película.
Mañana Gigante en narración oral para mis alumnos: una de amor del bueno. Por supuesto.

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